martes, 27 de febrero de 2007

La historia entre relato y conocimiento

Roger Chartier hace un repaso de los cambios vividos por la historia en la década de 1980, cuando muchos teóricos e historiadores se condolían por la presunta crisis general que afectaba a la historia. El terremoto que ellos vislumbraban era algo mayúsculo. En todos los ámbitos disciplinarios se hablaba de giros radicales -lingüístico, crítico, hermenéutico, etc.- que parecían presagios de una refiguración más amplia de las humanidades.

No hubo tal terremoto. Luego del sacudón provocado por la inteligencia crítica de los deconstructores, los viejos límites disciplinares volvieron a asentarse, sino en las mismas posiciones de siempre, en unas bastante próximas a ellas. las cosas, pues, siguieron más o menos como estaban. Pero hubo cambios de nota, al lado de las continuidades. Uno de los legados interesantes de esta etaoa de discusión teórica fue una autocomprensión más aguda acerca de la naturaleza del trabajo histórico: la discusión de las complicaciones a que da lugar el aspecto literario y artístico de la historia permitió que nos hicieramos contestes de aspectos de nuestro trabajo que antes, cuando mirábamos a la historia como un caso de ciencia aplicada, se nos pasaban de largo. Este breve ensayo de estatuto epistémico de los relatos históricos expone con habilidad algunos de los aprendizajes alcanzados sobre la cuestión.


“Temps d´incertitude”, “epistemological crisis”, “tournant critique”, tales son los diagnósticos, en general sombríos, postulados en estos años respecto de la disciplina histórica. Para probarlo es suficiente recordar dos constataciones que han terminando abriendo la vía de una amplia reflexión. La primera, aquella que fue formulada en el editorial de marzo/abril de 1988 de la revista Annales, en donde se afirmaba lo siguiente: “Hoy en día parece llegado el tiempo de la incertidumbre. La reorganización de las ciencias sociales transforma el paisaje científico, pone en duda antiguas prioridades establecidas y afecta las formas tradicionales a través de las cuales circulaban las innovaciones. Los paradigmas dominantes, buscados hasta hace poco en el marxismo y en el estructuralismo, al igual que en los usos confiados de la cuantificación, pierden sus capacidades explicativas. [...] La disciplina histórica, que había establecido buena parte de su dinamismo sobre la base de cierta independencia y autonomía, no ha podido ahorrarse esta crisis general de las ciencias sociales1.

La segunda constatación, completamente diferente en sus razones pero semejante en sus conclusiones, es aquella postulada por David Harlan, en un artículo de la American Historical Review, que ha suscitado una discusión aun más enconada: “The return of literature has plunged historical studies into an extended epistemological crisis. It has questioned our belief in a fixed and determinable past, compromised the possibility of historical representation, and undermined our ability to locate ourselves in time2.

¿Qué indican tales diagnósticos que parecen tener algo de paradojal, pues son propuestos en el momento mismo en que el la edición de textos de historia demuestra una gran vitalidad y una sostenida capacidad inventiva, lo que se traduce en la continuación de las grandes obras colectivas de ayer, en el lanzamiento de colecciones de libros de historia que circulan a nivel europeo, en el crecimiento de las traducciones y en el eco intelectual que encuentran las grandes obras de la disciplina? Me parece que los citados diagnósticos designan una gran mutación que consiste en la desaparición de los modelos de comprehensión y de los principios de inteligibilidad que habían sido comunmente aceptados por los historiadores (al menos por la mayor parte de ellos) desde los años sesenta.

Disciplina en pleno ascenso en los años sesenta, la historia reposaba en ese momento sobre dos grandes exigencias. En primer lugar la aplicación al estudio de las sociedades antiguas y contemporáneas del paradigma estructuralista, ya fuera abiertamente reivindicado o implícitamente practicado. Se trataba ante todo de identificar las estructuras y las relaciones que, independientemente de las percepciones y de las intenciones de los individuos, dirigían los mecanismos económicos, organizaban las relaciones sociales y engendraban las formas del discurso. De ahí la afirmación de una separación radical entre el objeto del conocimiento histórico y la consciencia subjetiva de los actores.

En segundo lugar, segunda exigencia, se trataba de someter la disciplina histórica a los procedimientos del número y la serie, o para mejor decirlo, inscribirla en un paradigma del saber que Carlo Ginzburg en un célebre artículo3 ha designado como “galileano”. Se trataba, gracias a la cuantificación de los fenómenos, a la construcción de series y al tratamiento estadístico, de formular rigurosamente las relaciones estructurales que eran el objeto mismo de la disciplina. Cambiando de lugar la fórmula de Galileo en Il Saggiatore, el historiador suponía que el mundo social “estaba escrito en lenguaje matemático” y que su labor era la de poder establecer con claridad las leyes correspondientes.

Los efectos de esta doble revolución -estructuralista y “galileana”- del conocimiento histórico no han dejado de ser notables. Gracias a tal mutación la disciplina ha podido volver a conectarse con la ambición que había fundado a principios de siglo la ciencia social, en particular en su versión sociológica y durkheimiana, es decir tratar de identificar las estructuras y regularidades, para formular relaciones generales. Al mismo tiempo la disciplina histórica se liberaba de una “bien pobre idea de lo real” -la expresión es de Michel Foucault- que durante largo tiempo la había dominado, puesto que anteriormente ella asumía que los sistemas de relaciones que organizan el mundo social son tan “reales” como los datos materiales, físicos y corporales, cogidos en la inmediatez de la experiencia sensible. Liberada de cierto pasado, esta “Nueva Historia” estaba pues fuertemente inspirada, más allá de la diversidad de sus objetos, de los territorios y de las maneras que le son propias, sobre los mismos principios que soportaban las ambiciones y las conquistas de las demás ciencias sociales.


Las certidumbres rotas

Son esas certidumbres amplia y largamente compartidas las que han perdido su firmeza, y esto por múltiples razones. En primer lugar, sensibles a los nuevos enfoques sociológicos y antropológicos, los historiadores han querido restaurar el papel de los individuos en la construcción de los lazos sociales. A partir de ese hecho se producen entonces algunos desplazamientos fundamentales: de las estructuras a las redes, de los sistemas de posiciones a las situaciones vividas, de las normas colectivas a las estrategias singulares. Primero en Italia y luego en España4, la “micro-historia” ha dado los ejemplos más notables de esta transformación en las formas de hacer historiográficas, formas que ahora parecen inspirarse en los modelos interaccionistas y etnometodológicos. Radicalmente diferenciada de la monografía tradicional, cada “microstoria” entiende reconstruir, a partir de una situación particular, normal en tanto que excepcional, la manera a través de la cual los individuos producen el mundo social, por sus alianzas y sus enfrentamientos, a través de las dependencias que los vinculan o de los conflictos que los oponen. El objeto de la disciplina histórica no es pues, o ya no lo debe ser, aquel de las estructuras y los mecanismos que organizan, por fuera de toda intervención subjetiva, las relaciones sociales, sino más bien aquel de las racionalidades y las estrategias que ponen en marcha las comunidades, las parentelas, las familias, los individuos.

De esta manera se ha afirmado una forma inédita de historia social y cultural, centrada ahora sobre las distancias y las discordancias existentes, de una parte entre los sistemas de normas de la sociedad, y, de otra parte, dentro de cada uno de tales sistemas. La mirada se ha transladado pues de las reglas impuestas a los usos creativos; de las conductas obligadas a las decisiones permitidas por los recursos propios de cada uno: su poder social, su potencial económico, su acceso a la información. Habituada antes a dibujar jerarquías y a reconstruir colectivos (categorías socioprofesionales, clases, grupos) la historia de la sociedad se propone ahora interrogar nuevos objetos, estudiarlos en pequeña escala, como en el caso de la biografía, puesto que, como lo ha escrito Giovanni Levi, “Ningún sistema normativo es, de hecho, lo suficientemente estructurado para eliminar toda posibilidad de elección, de manipulación o de interpretación de las reglas, de negociación. Me parece que la biografía constituye pues, a justo título, el lugar ideal para verificar el carácter intersticial -y sin embargo central- de la libertad de la cual disponen los agentes, así como para observar el funcionamiento concreto de los sistemas normativos que jamás están exentos de contradicciones”5.

De la misma manera en el caso de la reconstrucción de procesos dinámicos (negociaciones, transacciones, intercambios, conflictos) que dibujan de manera móvil e inestable las relaciones sociales, al mismo tiempo que recortan los espacios abiertos a las estrategias individuales. Jaime Contreras lo ha expresado con exactitud en un libro reciente titulado Sotos contra Riquelmes: “Los grupos no anulaban a los individuos, y la objetividad de la fuerza de aquellos no impedía ejercer una trayectoría personal. Las familias [...] desplegaron sus estrategias para ampliar sus esferas de solidaridad y de influencia, pero cada uno de sus miembros individualmente también jugaron su papel. Si el llamado de la sangre y el peso de los linajes eran intensos, también lo eran el deseo y las posibilidades de crear espacios personales. En aquel drama que creó el fantasma de la herejía -una 'creación' personal de un inquisidor ambicioso- se jugaron, en dura disputa, intereses colectivos y aun concepciones diferentes del mundo, pero también cada individuo pudo reaccionar personalmente a partir de la trama de su propia historia”6.

Una segunda razón más profunda ha quebrado las viejas certezas: la toma de conciencia por parte de los historiadores de que su discurso, cualquiera que sea su forma, es siempre un relato. Las reflexiones pioneras de Michel de Certeau7, a continuación el gran libro de Paul Ricoeur8 y más recientemente la aplicación al campo de trabajo del historiador de una “poética del saber” que tiene por objeto, según la definición de Jacques Ranciere, “el conjunto de los procedimientos literarios por los cuales un discurso se sustrae a la literatura, se da un status de ciencia y lo significa”9, han obligado a los historiadores, quiéranlo o no, a reconocer la pertenencia del conocimiento histórico al género del relato -entendido este en sentido aristotélico, “como puesta en escena de las acciones representadas”10.

La nueva proposición no dejaba de tener consecuencias importantes para todos aquellos que, rechazando la vieja historia limitada al análisis del acontecimiento y colocándose al lado de una historia estructural y cuantitativa, pensaban haber terminado con el problema de la narración, y con la muy larga y dudosa vecindad entre el relato construido por los historiadores y la fábula, formas entre las que se suponía que se había producido una ruptura ya bien establecida, pues al lugar ocupado antes por los personajes y los héroes de los antiguos relatos la “Nueva Historia” había sustituido entidades anónimas y abstractas, como al tiempo espontáneo de la consciencia se había opuesto una temporalidad construida, jerarquizada, articulada, y al carácter pretendidamente auto-explicativo de la narración se había enfrentado la capacidad explicativa de un conocimiento controlable y verificable.

En Temps et récit, Paul Ricoeur ha mostrado cuanto de ilusorio había en esta ruptura proclamada. En efecto, toda obra de historia, incluso la menos narrativa, y aun la más estructural, está siempre construida a partir de las fórmulas que gobiernan la producción de relatos. Las entidades que manejan los historiadores (sociedades, clases, mentalidades) son en realidad “cuasi-personajes”, dotados implícitamente de propiedades, que resultan ser aquellas de los héroes singulares y de los personajes ordinarios que componen las colectividades que los historiadores designan con categorías abstractas. Pero además, las temporalidades históricas mantienen una fuerte dependencia por relación con el tiempo subjetivo. En páginas brillantes Ricoeur ha mostrado cómo La Méditerranee au temps de Philippe II de Braudel reposa, en el fondo, sobre una analogía entre el tiempo del mar y el tiempo del rey, y cómo la larga duración es una modalidad particular, derivada, de la puesta en acto del acontecimiento. Lo que quiere decir, en resumen, que los procedimientos explicativos puestos en marcha por el historiador permanecen fuertemente solidarios de una lógica de imputación causal singular, es decir, de un conocido modelo de comprehensión que, en lo cotidiano o en la ficción, permite dar cuenta de las decisiones y de las acciones de los individuos.

Un análisis de esta naturaleza, que inscribe lo que fabrica la investigación histórica dentro de la categoría de los relatos y que identifica los parentescos fundamentales que unen todos los relatos, ya pertenezcan estos al género histórico o a la ficción, tiene múltiples consecuencias. La primera es aquella que permite considerar como un problema mal planteado el debate realizado alrededor de un supuesto “retorno del relato” que, para algunos, habría caracterizado la investigación histórica en años recientes. ¿Cómo, en efecto, podría haber un “retorno” cuando no ha existido partida ni abandono? La mutación existe, es verdad, pero es de otro orden, y tiene que ver con la preferencia recientemente acordada a ciertas formas de relato frente a otras consideradas más clásicas. Por ejemplo, los relatos biográficos entrecruzados que postula la microhistoria no ponen en acción ni las mismas figuras ni las mismas construcciones que los grandes “relatos” estructurales de la historia global, o que los relatos estadísticos de la historia serial.

De ahí se desprende una segunda proposición: la necesidad de retener las propiedades específicas del relato histórico por relación con cualquiera otra clase de relatos. Tales propiedades apuntan, en principio, a la organización de un discurso que incluye (como lo escribe Michel de Certeau) dentro de él mismo, bajo la forma de citaciones que son otros tantos efectos de realidad, los materiales que lo fundan, pero de los cuales al mismo tiempo se espera producir su comprehensión. Apuntan también tales propiedades a los “procedimientos de acreditación” específicos gracias a los cuales la obra de historia muestra y garantiza su status de conocimiento verdadero. De esta manera, todo un conjunto de trabajos se ha aplicado a examinar las formas a través de las cuales se produce el propio discurso de la historia. Algunos de tales trabajos han buscado establecer taxinomias y tipologías universales, mientras que otros han intentado reconocer diferencias localizadas e individuales.

Dentro del primer grupo de intentos que mencionamos se puede colocar la tentativa de Hayden White, que intenta identificar las figuras retóricas que organizan todos los modos posibles de narración -es decir los cuatro tropos clásicos: la metáfora, la metonimia, el sinécqoue y -con un status particular, “metatropológico”- la ironía[x]. Se trata de una búsqueda de “constantes” -constantes antroplógicas (aquellas que gobiernan la experiencia) y constantes formales (aquellas que gobiernan algunos modos de representación y de narración de las experiencias históricas)-, lo que a su vez ha conducido a Reinhart Koselleck a distinguir tres tipos de escritura histórica: la historia notación (Aufschreiben), la historia acumulativa (Fortschreiben) y la historia reescritura (Umschreiben)[xi].

Dentro del segundo grupo, aquel de una poética del saber sensible a las distancias y a las diferencias, a las localizaciones particulares, se puede colocar aquellos trabajos que, como el libro reciente de Philippe Carrard: Poetics Of the New History[xii], muestran cómo diferentes historiadores, miembros de una misma “escuela” o de un mismo grupo, movilizan de manera diferente las figuras de la enunciación, la proyección o la desaparición del yo en el discurso del saber, el sistema de los tiempos verbales, la personificación de las entidades abstractas, las modalidades de la prueba: citaciones, tablas, gráficos, series cuantitativas, etc.


Desafíos contrapuestos

Sacudida de esta manera de sus certidumbres al parecer mejor establecidas, la disciplina histórica se ha viso confrontada a múltiples desafíos. El primero, lanzado bajo formas diferentes -incluso contradictorias- de los dos lados del Atlántico, pretende romper con toda ligazón entre la historia y las ciencias sociales. En los Estados Unidos el asalto ha tomado la forma del “linguistic turn” que, en estricta ortodoxia saussuriana, toma el lenguaje como un sistema cerrado de signos, cuyas relaciones producn ellas mismas la significación. La construcción del sentido es así separada de toda intención o de todo control subjetivos, puesto que ella se encuentra determinada por un funcionamiento linguístico automático e impersonal. De esta manera la realidad ya no está para ser pensada como una referencia objetiva, exterior al discurso, sino como constituida por y en el lenguaje. John Toews ha claramente caracterizado, sin compartirla, esta posición radical para la cual “the language is conceived of a self-contained system of ´signs´ whose meanings are determined by their relations to each other, rather than by their relation to some ´transcendental´ or extralinguistic object or subject”[xiii], -una posición que considera que “the creation of meaning is impersonal operating ´behind the backs´of language users whose linguistic actions can merely exemplify the rules and procedures of languages they inhabit but do not control”[xiv].

Es fácil pensar entonces que las más simples y habituales operaciones del trabajo historiográfico pierden su objeto, comenzando por las distinciones fundadoras entre texto y contexto, entre realidades sociales y realidades simbólicas, entre discursos y prácticas no discursivas. De donde se desprende, por ejemplo, el doble postulado de Keith Baker, quien aplica el “linguistic turn” al problema de los orígenes de la Revolución francesa: de un lado, los intereses sociales no tienen ninguna exterioridad por relación con los discursos, puesto que ellos constituyen “a symbolic and political construction” y no “a preexisting reality”; y de otro lado, todas las prácticas deben ser comprendidas en el orden del discurso, pues “claims to delimit the field of discourse in relation to nondiscursive social realities that lie beyond it invariably point to a domain of action that is itself discursively constituted, they distinguish, in effect, between different discursive practices -different language games- rather than between discursive and non discursive phenomena”[xv].

Del lado francés, el desafío, tal como se le ha visto cristalizar en torno a los debates comprometidos alrededor de la Revolución francesa, ha tomado un camino inverso. Lejos de postular el carácter autónomo de la producción de sentido, más allá o más acá de las voluntades individuales, el acento ha sido puesto sobre la libertad del sujeto, sobre la parte reflexionada de la acción, sobre las construcciones conceptuales. De golpe, se ven cuestionados los procedimientos clásicos de la historia social, que apuntaban a identificar las determinaciones “no sabidas” que comandaban los pensamientos y las conductas; de golpe, se encuentra afirmada la primacía de lo político, entendido como el nivel más englobante y revelador de cualquier sociedad. Ese es el lazo, la ligazón, que Marcel Gauchet ha colocado en el centro del reciente cambio de paradigma que el cree observar en las ciencias sociales: “Eso que parece dibujarse en la problematización de la originalidad occidental moderna, es el trazado de una historia total, según dos ejes: por acceso, a través de lo político, a una nueva clave para la comprensión de la totalidad; y por absorción, en función de la nueva apertura mencionada, de la parte reflexionada de la acción humana, de las filosofías más elaboradas a los sistemas de representación más difusos”[xvi].

Los historiadores (y yo soy uno de ellos) para quienes permanece como esencial la pertenencia de la historia a las ciencias sociales, han intentado responder a esta doble y a veces ruda interpelación. Contra las formulaciones del “linguistic turn” o del “semiotic challenge” -según la expresión de Gabrielle Spiegel[xvii]-, los historiadores mantienen la idea de la ilegitimidad de toda reducción de las prácticas constitutivas del mundo social a los principios que organizan el discurso. Reconocer que el pasado por lo general no es accesible más que a través de los textos que lo organizan, lo modelan y lo representan, no quiere decir de ninguna manera postular la identidad entre estas dos lógicas: de un lado la lógica logocéntrica y hermenéutica que gobierna la producción de los discursos; de otro lado la lógica práctica que organiza las conductas y las acciones: De esta irreductibilidad de la experiencia al discurso todo trabajo histórico debe tomar nota, guardándose de un uso incontrolado de la noción de “texto”, noción aplicada regularmente de manera indebida a las prácticas (ordinarias o ritualizadas), cuyos procedimientos no son en absoluto semejantes a las estrategias discursivas. Mantener esta distinción es la única forma eficaz de evitar el “presentar como principio de la práctica de los agentes la teoría que se debe construir para dar razón de ella”, para citar la fórmula de Pierre Bourdieu[xviii].

Se debe también constatar, de otra parte, que la construcción de los intereses por los discursos es ella también una práctica socialmente determinada, delimitada por los recursos desigualmente distribuidos (de lenguaje, conceptuales, materiales) de que disponen aquellos que participan en tal construcción. Esa construcción discursiva reenvía pues, necesariamente, a las posiciones y propiedades sociales objetivas, exteriores al discurso, que caracterizan a los diversos grupos, comunidades o clases que constituyen el mundo social.

En consecuencia, el objeto fundamental de una historia que intente comprender la manera a través de la cual los actores sociales dan sentido a sus prácticas y a sus discursos, me parece residir, de una parte, en la tensión entre las capacidades inventivas de los individuos o de las comunidades, y, de otra parte, las presiones, las normas, las convenciones que limitan -de manera más o menos fuerte según las posiciones en las relaciones de dominación- aquello que es posible pensar, enunciar y hacer. Este presupuesto vale para una historia de las grandes obras y las producciones estéticas, siempre inscritas en el campo de los posibles que las vuelves pensables, comunicables y comprensibles, -y en esto no se puede estar más que de acuerdo con Stephen Greenblatt cuando afirma que “the work of arts is the product of a negotiation between a creator or a class of creators, and the institutions and practices of society”[xix]. Pero la afirmación vale también para una historia de las prácticas, que son también invenciones de sentido delimitadas por múltiples determinaciones que definen, para cada comunidad, los comportamientos legítimos y las normas incorporadas.

Contra el “retorno de lo político”, pensado en una radical autonomía, parece necesario colocar en el centro del trabajo de los historiadores las relaciones complejas y variables anudadas entre los modos de organización y de ejercicio del poder político en una sociedad dada, y las configuraciones sociales que vuelven posibles esas formas políticas y son engendradas por ellas. Es así como la construcción del Estado absolutista supuso una fuerte y previa diferenciación de las funciones sociales, al mismo tiempo que exigió la perpetuación (gracias a diversos dispositivos de los cuales el más importante fue la sociedad de corte) del equilibrio de las tensions existentes entre los gruspos sociales dominantes y quienes desafiaban su dominación.

Contra el retorno a la filosofía del sujeto que acompaña o funda el retorno de lo político, la historia, entendida como ciencia social, afirma que los individuos se encuentran siempre ligados por lazos de dependencia recíprocos, percibidos o invisibles, que modelan y estructuran su personalidad, y que definen, en modalidades sucesivas, las formas de la afectividad y de la racionalidad. Se comprende así la importancia acordada hoy por muchísimos historiadores a una obra por largo tiempo ignorada, la obra de Norbert Elias, cuyo proyecto fundamental es justamente el de asociar, en la larga duración, la construcción del Estado moderno, las modalidades de interdependencia social y las figuras de la economía psíquica[xx].

El trabajo de Elias permite en particular articular los dos sentidos que siempre se han mezclado en el uso del término cultura, tal como lo manejan los historiadores. El primero designa las obras y los gestos que, en una sociedad dada, dependen del juicio estético o intelectual. El segundo apunta a las prácticas corrientes, “sin calidades”, que tejen la trama de las relaciones cotidianas y expresan las maneras a través de las cuales una comunidad vive y reflexiona su relación con el mundo y con el pasado. Pensar históricamente las formas y las prácticas culturales es pues, necesariamente, elucidar las relaciones sostenidas por estas dos realidades.

Las obras no tienen un sentido estable, universal, fijo. Por el contrario, están investidas de significaciones plurales y móviles, construidas en la negociación entre una proposición y una recepción, en el reencuentro entre las dos formas y los motivos que les dan su estructura, y las competencias y expectativas de los públicos que se apoderan de ellas. Cierto, los creadores, las autoridades o los “clercs” (sean estos o no lo sean miembros de la la Iglesia), aspiran siempre a fijar el sentido y a enunciar la correcta interpretación que debe presidir la lectura (o la mirada). Pero también siempre, la recepción inventa, desplaza, distorsiona. Producidas en una esfera específica, en un campo que tiene sus reglas, sus convenciones, sus jerarquías, las obras escapan y toman densidad peregrinando, a veces en la larga duración, a través del mundo social. Descifradas a partir de esquemas mentales y afectivos que constituyen la cultura propia (en el sentido antropológico) de las comunidades que las reciben, tales obras se constituyen también , en retorno, en un recurso para pensar lo esencial: la construcción del lazo social, la consciencia de sí, la relación con lo sagrado.

Inversamente, todo gesto creador inscribe en sus formas y en sus temas una relación con las estructuras fundamentales que, en un momento y en un lugar dados, modelan la distribución del poder, la organización de la sociedad, la economía de la personalidad. Pensando -y pensándose a sí mismo como un demiurgo-, el artista, el filósofo, el sabio, crea sin embargo dentro de la determinación. Determinación por relación con las reglas (de patronazgo, de mecenazgo, de mercado, etc.) que definen su condición. Determinaciones más fundamentales aun por relación con las normas y presiones ignoradas que habitan cada obra y que hacen que ella sea concebible, transmisible, comprensible. Eso que todo trabajo de historia cultural debe pensar es pues, indisociablemente, la diferencia por la cual todas las sociedades, bajo formas variables, han separado de lo cotidiano un dominio particular de la actividad humana, y las dependencias que inscriben de múltiples maneras la invención estética e intelectual en sus condiciones de posibilidad.


Luchas de representación y violencias simbólicas

Hay un desafío más que el trabajo histórico inspirado en las ciencias sociales no puede eludir. Se trata de la necesidad de sobrepasar el enfrentamiento estéril entre, de un lado, el estudio de las posiciones y de las relaciones, y, de otro lado, el análisis de las acciones y de las interacciones. Superar esta oposición estéril entre una “física social” y una “fenomenología social” exige la construcción de nuevos espacios de investigación en los cuales la definición misma de los problemas obligue a inscribir los pensamientos claros, las intenciones individuales, las voluntades particulares, en los sistemas normativos colectivos que, a la vez, los vuelven posibles y los limitan.

Tal enfoque, del cual el primer rasgo es el de sacudir las fronteras canónicas entre las disciplinas, recuerda que las producciones intelectuales y estéticas, las representaciones mentales, las prácticas sociales, están siempre gobernadas por mecanismos y relaciones desconocidos por los sujetos mismos. Es a partir de tal perspectiva que hay que comprender la tarea de relectura histórica de los clásicos de las ciencias sociales. (Elias, pero también Durkheim, Mauss, Halbwachs) y la importancia reconquistada, a expensas de las nociones habituales de la historia de las mentalidades, de un concepto como el de representación.

Numerosos son los trabajos de historia que han recientemente manejado la noción de representación. Hay para esto dos razones. De una parte el retroceso de la violencia que caracteriza a las sociedades entre la Edad Media y el siglo XVIII, y que se deriva de la conquista por parte del Estado (al menos tendencialmente) del monopolio sobre el empleo legítimo de la fuerza, lo que hace que los enfrentamientos sociales fundados sobre las confrontaciones directas, brutales, sangrientas, cedan cada vez más el lugar a luchas que tienen como armas y como centro de disputa los sistemas de representación. De otra parte, es del crédito acordado (o negado) al sentido que los propios sistemas de representación proponen de ellos mismos, que depende la autoridad de un poder o la fortaleza de un grupo. Es así como sobre el terreno de las representaciones del poder político, con Louis Marin[xxi], sobre el terreno de la construcción de las identidades sociales o culturales, con Bronislaw Geremek[xxii] y Carlo Ginzburg[xxiii], se ha definido una historia de las modalidades del “hacer-creer” y de las formas de creencia, que es, ante todo, una historia de las relaciones de fuerza simbólicas, una historia de la aceptación o del rechazo por parte de los dominados de los principios inculcados, de las identidades impuestas que apuntaban a asegurar y a perpetuar su dominación.

Este problema se encuentra, por ejemplo, en el centro de una Historia de las Mujeres que conceda un lugar prioritario a los dispositivos de la violencia simbólica., sobre la cual escribe Pierre Bourdieu, que no alcanza su éxito si no en la medida en que los que la sufren contribuyen a su eficacia, que ella no surte sus efectos sino en la medida en que se está “predispuesto” a ella por un aprendizaje previo que nos hace reconocerla y asumirla como un dato natural[xxiv].

Por largo tiempo la construcción de la identidad femenina ha tenido sus raíces en el proceso de interiorización por parte de las mujeres de normas enunciadas por los discursos masculinos. Un objeto mayor de una Historia de las Mujeres es, pues, el estudio de los dispositivos -desplegados sobre registros múltiples- que garantizan (o deben garantizar) que las mujeres consientan a las representaciones dominantes de la diferencia entre los sexos: la inferioridad jurídica, la inculcación escolar de los papeles sexuales, la división de espacios y tareas, la exclusión de la esfera pública, etc. Lejos de alejarse de lo real y de limitarse a indicar tan sólo las figuras del imaginario masculino, las representaciones de la inferioridad femenina, constantemente repetidas y mostradas, se inscriben en los pensamientos y en los cuerpos de los unas y de los otros, pero tal incorporación de la dominación no excluye las posibles distancias y las manipulaciones que, a través de la apropiación femenina de los modelos y normas masculinos, transforman esos modelos en instrumento de resistencia y en afirmación de identidad, aunque tales representaciones fueran forjadas originalmente para asegurar la dependencia y la sumisión.

De esta manera reconocer los mecanismos, los límites y sobre todo los usos del consentimiento, resulta una buena estrategia para corregir en el análisis el privilegio por mucho tiempo acordado a las “víctimas contestatarias”, “activas constructoras de su destino”, por diferencia con las “mujeres pasivas”, “estimadas de manera cómoda y rápida como conformes con su condición”, hecho del que no se hace un problema, olvidando “justamente que la cuestión del consentimiento resulta central en la comprensión del funcionamiento de un sistema de poder, sea este social o sexual”[xxv]. Las fisuras que minan la dominación masculina no adquieren siempre la forma de espectaculares desgarrones, ni se expresan en toda ocasión por la irrupción de un discurso de rechazo o rebelión. Esas formas de resistencia aparecen frecuentemente en el interior del propio consentimiento y empleando el lenguaje de la dominación, para fortalecer la insumisión.

Definir la dominación impuesta a las mujeres como una forma de violencia simbólica ayuda a comprender cómo la relación de dominación, que es una relación histórica y culturalmente construida, es presentada como una diferencia de naturaleza, y por lo tanto como algo irreductible y universal. Lo esencial no es entonces oponer término a término una definición biológica y una definición histórica de la oposición entre masculino/femenino, sino más bien identificar los discursos que enuncian y representan como “natural” (como biológica) la división social de tales papeles y funciones. La propia lectura naturalista de la distinción entre lo masculino y lo femenino es, por lo demás, una lectura históricamente fechada, ligada a la desaparición de las representaciones médicas de la similitud entre los sexos y a su reemplazo por el inventario indefinido de sus diferencias biológicas. Tal como lo constata Bruno Laqueur, a partir de finales del siglo XVIII al “discurso dominante que veía en los cuerpos de machos y hembras dos versiones jerárquicamente, verticalmente, ordenadas de un sólo y mismo sexo”, se suceden “una anatomía y una fisiología de la inconmensurabilidad”[xxvi]. Inscrita en las prácticas y en los hechos, organizando la realidad y lo cotidiano, la diferencia entre los sexos está siempre construida por los discursos que la fundan y la legitiman. Pero esos discursos tienen sus raíces en las posiciones y en los intereses sociales que deben garantizar el sometimiento de las mujeres y la dominación de los hombres. La Historia de las Mujeres, formulada en los términos de una historia de la relación entre los sexos, ilustra bien el desafío mayor lanzado hoy en día a los historiadores: ligar la construcción discursiva de lo social y la construcción social de los discursos.


Ficciones y falsificaciones****

Existe, en fin, un último desafío, que no es, desde luego, el menor. De la constatación, perfectamente bien fundada, según la cual toda historia, no importan cuál sea ella, es siempre un relato organizado a partir de figuras y de fórmulas que son aquellas mismas que movilizan las narracions de ficción, algunos autores han concluido en la anulación de toda distinción entre ficción y disciplina histórica, puesto que esta última no sería más que “fiction-making operation”, según la expresión de Hayden White. El saber histórico no aporta un conocimiento sobre lo real más allá de lo que simplemente lo hace una novela, siendo por lo tanto puramente ilusorio querer clasificar y jerarquizar las obras de historia en función de criterios epistemológicos que indicarían su mayor o menor pertinencia para dar cuenta de esa realidad pasada de la que la historia hace su objeto: “There has been a reluctance to considerer historical narratives as what they most manifestly are: verbal fictions, the contents of which are as much invented as found and the forms of which have more in common with their counterparts in literature than they have with those in the sciences”[xxvii]. Los únicos criterios que permiten una diferenciación de los discursos históricos, según esta perspectiva, le vienen de sus propiedades formales: “A semiological approach to the study of the texts permits us [...] to shift hermeneutic interest from the content of the texts being investigated to their formal properties”[xxviii].

En contra de un enfoque de esta naguraleza, o de un tal “shift”, es necesario recordar que el objetivo de conocimiento es constitutivo de la propia intencionalidad histórica. Tal objetivo funda las operaciones específicas de la disciplina: la construcción y tratamiento de los datos, producción de hipótesis, crítica y verificación de resultados, validación de las relaciones de adecuación entre el discurso de saber y su objeto.

Es obvio que, aunque el historiador escriba dentro de una forma “literaria”, no hace literatura, y esto por un doble orden de motivos. En primer lugar por su dependencia por relación con un archivo, es decir por relación con el pasado que ha dejado su huella en el archivo. Como escribe Pierre Vidal-Naquet: “El historiador escribe, y esta escritura no es ni neutra ni trasparante. Ella se modela sobre la base de formas literarias, incluso sobre las figuras de la retórica. [...] ¿Que el historiador, desde este punto de vista, haya perdido su inocencia, que admita ser él mismo tomado como objeto de interrogación, que él mismo se tome como tal objeto, quién puede lamentarlo? Pero queda de todas maneras el hecho de que si el discurso histórico no se apegara, a través de tantas intermediaciones como uno quiera, a aquello que llamamos, a falta de mejor palabra, lo real, permaneceríamos en el discurso, pero este discurso dejaría de ser histórico (en el sentido de perteneciente a la disciplina histórica)”[xxix]. Dependencia, a continuación, por relación con los criterios de cientificidad y las operaciones técnicas que son distintivas del “oficio”. Reconocer tales variaciones (la historia de Braudel no es la misma que la de Michelet) no implica concluir que esas normas y criterios no existen, y que las únicas exigencias que conoce la escritura de obras de historia son aquellas que gobiernan la escritura de ficción.

Comprometidos a definir el régimen de cientificidad propia de su disciplina, única condición que permite mantener la ambición de enunciar “eso que ha sido”, los historiadores han escogido varios caminos. Algunos de ellos se han aplicado al estudio de aquello que ha vuelto y vuelve posible aun la producción y la aceptación de lo “falso” en historia. Como lo han mostrado Anthony Grafton[xxx] y Julio Caro Baroja[xxxi], las relaciones son estrechas entre las falsificaciones y la filología, entre las reglas a las cuales deben someterse los “falsarios” y los progresos de la crítica documental. Por eso el trabajo de los historiadores sobre lo falso -que se cruza con aquel que adelantan los historiadores de la ciencia en su propio dominio-, es una manera paradojal, irónica, de reafirmar la capacidad de la historia para establecer un saber verdadero. Gracias a sus técnicas propias, la disciplina es apta para reconocer “los falsos” (“les faux”) como tales, y por tanto para denunciar a los falsificadores. Es volviendo sobre sus desviaciones y perversiones que la disciplina histórica demuestra que el conocimiento que ella produce se inscribe en el orden del saber controlable y verificable, demostrando al tiempo que se encuentra armada para resistir a eso que Carlo Ginzburg ha llamado “la máquina de guerra del escepticismo”, que niega al saber histórico cualquier posibilidad de separar lo falso de lo verdadero[xxxii].

Ello no quiere decir, sin embargo, que aun sea posible pensar el saber histórico que intenta instalarse en el orden de lo verdadero, dentro de las categorías del “paradigma galileano”, matemático y deductivo. El camino es pues forzosamente estrecho y difícil para quien quiere rechazar la reducción del trabajo en historia a una actividad literaria de simple curiosidad, libre y aleatoria, y oponerse al mismo tiempo a la definición de su cientificidad a partir de un modelo de conocimiento que corresponde al mundo físico. En un texto al cual siempre es necesario regresar, Michel de Certeau había formulado esta tensión fundamental de la disciplina. La historia es una práctica “científica”, productora de conocimientos, pero es también una práctica cuyas modalidades dependen de las variaciones de sus procedimientos técnicos, de normas y presiones que le son impuestas por su lugar social y por la institución del saber en donde se ejerce, y también por reglas que organizan su escritura. Todo lo cual puede enunciarse de manera inversa: la historia es un discurso que pone en acción construcciones, composiciones, figuras que son las mismas de toda escritura narrativa y también de la fábula. Pero es también una práctica que al mismo tiempo produce un cuerpo de enunciados “científicos”, si uno entiende por ello “la posibilidad de establecer un conjunto de reglas que permite ´controlar´ operaciones proporcionadas a la producción de objetos determinados”[xxxiii].

Con esas palabras lo que nos invita a pensar Michel de Certeau es precisamente lo propio de la comprehensión histórica. ¿Bajo cuáles condiciones se pueden tener por coherentes, plausibles, explicativas las relaciones instituidas entre, por una parte, los índices, las series, los enunciados que construye la operación historiográfica, y, de otra parte, la realidad referencial que se piensa “representar” adecuadamente? La respuesta no es fácil ni cómoda, pero es seguro en todo caso que el historiador tiene por tarea específica ofrecer un conocimiento apropiado, controlado, de esta “población de muertos -personajes, mentalidades, precios-”, que constituye su objeto. Abandonar este propósito de verdad -con toda seguridad desmesurado pero definitivamente fundador- sería dejar el campo libre a todas las falsificaciones y a todos los falsarios que, traicionando el conocimiento, hieren la memoria. Corresponde a los historidores, cumpliendo con su oficio, permanecer vigilantes.



1. “Histoire et Sciences Sociales. Un tournant critique?”, in Annales E.S.C., pp. 291-293. La cita en pp. 292-293.

2. David HARLAN, “Intellectual History and return of Literature”, in American Historical Review, junio, 1994, pp. 879-907. La cita en p.881. (“El retorno a la literatura ha sumido a la historia en una grave crisis epistemológica. Tal retorno ha puesto en cuestión nuestra creencia en un pasado fijo y determinado, ha comprometido la propia posibilidad de la representación histórica, y ha minado nuestra capacidad de situarnos en el tiempo”).

3. Carlo Ginzburg, “Spie. Radici di un paradigma indiziario”, in Miti, emblemi, spie. Morphología e storia. Turín, Einaudi, 1986, pp. 158-209.

4. Giovanni LEVI, L´ Eredita inmmateriale, Carriera di un esorcista nel Piemonte del Seicento. Turin, Einaudi, 1985; Jaime CONTRERAS, Sotos contra Riquelmes. Regidores, Inquisidores, Criptojudios. Madrid, Anaya/Mario Muchnick, 1992.

5. Giovanni LEVI, “Les usages de la biographie”, in Annales. E.S.C., 1989, pp. 1325-1336. La cita en pp. 1333-1334.

6. Jaime CONTRERAS, Sotos contra Riquelmes, op. cit., p. 30.

7. Michel de CERTEAU, L´Ecriture de l´histoire. Paris, Gallimard, 1975.

8. Paul RICOEUR, Temps et récit. Paris, Editions du Seuil, 1983-1985.

9. Jacques RANCIERE, Les Mots de l´histoire. Essai de poetique du savoir. Paris, Editions du Seuil, 1992, p. 21.

10. Cf. ARISTÓTELES, Obras. Madrid, Aguilar, 1964, particularmente “Poética”, p. 77 y ss., y “Retórica”, p. 116 y ss. -N. del T.

[x] Hayden WHITE, Metahistory. The Historical Imagination in Nineteenth-Century Europe. Baltimore et Londres, The Johns Hopkins University Press, 1973; Tropics of Discurse. Essays in Cultural Criticism. Baltimore et Londres, The Johns Hopkins Universituy Press, 1978, y The Content of the Form. Narrative Discourse and Historical Imagination. Baltimore et Londres, The Johns Hopkins University Press, 1987.
[xi] Reinhart KOSELLECK, “Mutation de l´expérience et changement de méthode. Esquisse historico-anthropologique”, in R. KOSELLECK, L´Expérience de l´histoire. Paris, Gallimard-Le Seuil, 1997, pp. 201-247.
[xii] Philippe CARRARD, Poetics of the New History. French Historical Discourse de Braudel to Chartier. Baltimore et Londres, The Johns Hopkins University Press, 1992.
[xiii] John E. TOEWS, “Intellectual History after Linguistic Turn: The Autonomy of Meaning and the Irreducibility of Experience”, in American Historical Review, 92, octubre, 1987, pp. 879-907. (“el lenguaje es concebido como un sistema autosuficiente de ´signos´cuyas significaciones son determinadas por sus relaciones recíprocas antes antes que por su relación con un objeto o sujeto ´trascendental´o extralinguístico”).
[xiv] Idem. (“la creación de sentido es impersonal, operando a ´la espalda´de los utilizadores del lenguaje, cuyos actos linguísticos solamente ejemplifican las reglas y procedimientos de lenguajes que habitan a los hombres, pero que ellos no controlan”).
[xv] Keith Michel BAKER, Inventing the French Revolution. : Essays on French Political Culture in the Eighteenth Century. Cambridge, Cambridge University Press, 1990, pp. 9 y 5. (“las pretensiones de delimitar el campo discursivo por relación con las realidades sociales no discursivas que existirían más allá de él, infaliblemente designan un dominio de acción que está él mismo discursivamente constituido: se puede distinguir, en efecto, entre diferentes prácticas discursivas -diferentes juegos de lenguaje- más que entre los fenómenos discursivos y no discursivos”).
[xvi] Marcel GAUCHET, “Changement de paradigme en sciences sociales?”, in Le Débat, 50, 1988, , pp. 165-170. La cita en p. 169.
[xvii] Gabrielle M. Spiegel, “History, Historicism, and the Social Logic of Text in the Middle Ages”, in Speculum. A Journal of Medieval Studies, 65, enero, 1990, pp. 59-86. La cita en p. 60.
[xviii] Pierre BOURDIEU, Choses dites. Paris, Editions de Minuit, 1987, p. 76.
[xix] Stephen GREEMBLAT, “Towards a poetics of Culture”, in The New Historicism, bajo la dirección de H.A. VEESER. New York et Londres, Routledge, 1989, pp. 1-14. La cita en p. 12. (“la obra de arte es el producto de una negociación entre un creador o una clase de creadores, y las instituciones y prácticas de la sociedad”).
[xx] Sobre la obra de Norbert Elias puede verse Materialen zu Norbert Elias Zivilisationstheorie, bajo la dirección de P. Gleichmann, J. Goudsblom y H. Horte. Franckfort-sur-le-Main, Suhrkamp, 2 vols., 1977-1984; Hermann Korte, Uber Norbert Elias. Francfort-sur-le-Main, Suhrkamp, 1988, Stephen Mennell, Norbert Elias: Civilization and the Human Self-Image. Oxford, Basil Blackwell, 1989, y Roger .Chartier, “Formation sociale et économie psychique: la société de cour dans le proces de civilisation”, Préface a Norbert Elias, La société de Cour. Paris, Flammarion, 1985, pp. i-xxviii, y “Conscience de soi et lien social”, Avant-propos, in Norbert Elias, La société des individus. Paris, Fayard, 1991, pp. 7-29.
[xxi] Louis MARIN, Le portrait du Roi. Paris, Editions de Minuit, 1981, y Des Pouvoirs de l´image. Gloses. Paris, Editions du Seuil, 1993.
[xxii] Bronislaw GEREMEK, Inutiles au monde. Truands et misérables dans l´Europe moderne (1350-1600). Paris, Gallimard/Julliard, 1980, y La Potence ou la Pieté. L´Europe et les pauvres du Moyen Age a nos jours. Paris, Gallimard, 1987.
[xxiii] Carlo GINZBURG, I Benandanti. Stregoneria e culti agrari tra Cinquecento e Seicento. Turin, Einaudi, 1966.
[xxiv] Pierre BOURDIEU, La Noblesse d´Etat. Grandes écoles et esprit de corps. Paris, Editions de Minuit, 1989, p. 10.
[xxv] Arlette FARGE, et Michelle PERROT, “Au-dela du regard des hommes”, Le monde de débats, No 2, noviembre 1992, pp. 20-21.
[xxvi] Thomas LAQUEUR, Making Sex: Body and gender fron the Greeks to Freud. Cambridge, Mass., Harvard, University Press, 1990, pp. 20-21.
**** Debe observarse que, de manera muy particular, este parágrafo recoge, sin menciones explícitas, un importante debate de finales de los años 80s en Francia, provocado por la aparición de la corriente “revisionista” de la historia del nazismo, la que sostenía que no había existido genocidio alguno, y que cuando se hablaba de ello se trataba más bien de un “relato de vencedores”, creado a partir del momento mismo de la victoria aliada y afirmado en los años posteriores. Uno de los grandes contradictores del grupo histórico revisionista -que desde luego existe también en Alemania y en menor medida en Inglaterra-, ha sido el gran helenista y luchador antifascista Pierre Vidal-Naquet, a quien R. Chartier citará renglones adelante. -N. del T.
[xxvii] Hayden WHITE, Tropics of Discourse, op. cit., p. 82. (“Ha habido reticencia a considerar las narraciones históricas como eso que ellas manifiestamente son: ficciones verbales cuyos contenidos son tanto inventados como descubiertos, y cuyas formas tienen más en común con sus equivalentes literarios que científicos”).
[xxviii] Idem, The Content of Form, op. cit., pp. 192-193. (“Tal estudio semiológico de los textos nos permite [...] desplazar el interés hermeneútico del contenido de los textos que son objeto del análisis, hacia sus propiedades formales”).
[xxix] Pierre VIDAL-NAQUET, Les Assassins de la mémoire. Un Eichmann de papier et autres études sur le révisionisme. Paris, Editions La Découverte, 1987, pp. 148-149.
[xxx] Anthony GRAFTON, Forgers and Critics: Creativity and Duplicity in Western Scholarship. Princeton University Press, 1990.
[xxxi] Julio CARO BAROJA, Las falsificaciones de la historia (en relación con la de España). Barcelona, Seix-Barral, 1992.
[xxxii] Carlo GINZBURG, “Préface” a Lorenzo Valla, La Donation de Constantin. Paris, Les Belles Lettres, 1993, pp. ix-xxi. La cita en p. xi.
[xxxiii] Michel de CERTEAU, “L´opération historiographique”, in L´Ecriture de l´histoire, op. cit., pp. 63-120.

jueves, 8 de febrero de 2007

Peter Munz: the story of my engagements with the past

(Auto-entrevista, publicada originalmente en Rethinking History, vol. 8, No. 3, 2004, pp. 465-478).

Munz es profesor de Historia en la Victoria University of Wellington, Nueva Zelandia. Es un historiador de las ideas, amplio en sus intereses, prolífico en la escritura, con una base de formación que agradecería cualquier filósofo analítico de la historia –pasó por el rasero de los cursos impartidos por Popper y Wittgenstein–. Ha escrito varios libros que son demostrativos de la amplitud de sus intereses: The place of Hooker in the history of thought; Problems of religious knowledge; The origin of the Carolingian Empire; Relationship and solitude: an inquiry into the relationship between myth, metaphysics and ethics; Life in the age of Charlemagne; Frederick Barbarossa: a study in medieval politics; When the golden bough breaks: structuralism or typology?; Our knowledge of the growth of knowledge: Pooper or Wittgenstein?; Philosophical darwinism: on the origin of knowledge by means of natural selection. En esta amplia obra destaca The shapes of time. A new look at the philosophy of history (Middletown: Wesleyan University Press, 1977). Se trata de una obra sumamente interesante para la teoría contemporánea de la historia, bastante desconocida. En ella Munz hace un examen de la textualidad de la historia que es concordante con la posición de Haskell Fain y David Carr: estos autores convergen en la idea de que la filosofía especulativa, del tipo más tradicional, merece volver a tener un lugar importante en el ámbito de la teoría de la historia; los tres autores concuerdan en que el aterrizaje de la filosofía en el corazón de la historia debe concretizarse en el estudio de su aspecto narrativo.

En “Resurección postmoderna de la filosofía de la historia” (contribución a un libro de próxima publicación) hago un análisis detenido de lo que comporta el esfuerzo librado por este tipo de pensadores, en tanto diferenciado de los puntos de vistas de los narrativistas y de los teóricos postmodernos de la historia. Para conocer como llegó Munz a abrigar las ideas constructivistas (Ankermit habla de un "idealismo narrativo") ofrezco las palabras en que el autor da las razones de su posición.




My first engagement with the past was prompted by philosophical and political commitments to Plato and Marx and their theories of historical development. But these commitments were soon dislodged by the study of the history of the ideas of historical development of Burke, Locke and Hooker. Prompted by Hooker’s intellectual background, these studies, in turn, led to further but different engagements with medieval history—first with the history of medieval philosophy and, from there, with the socio-political formative centuries of the Middle Ages. And then, taking religion as seriously as medieval people had done, but myself not being a believer, I was obliged to ponder problems of the philosophy of religion. Each engagement raised further problems rather than provided solutions and therefore led to the next, which usually differed in kind. The one steady thread was the realisation that since the past has led to the present, these events must have been causally related. According to Popper, causal links are relative to generalisations. But since the generalisations used vary according to times and circumstances, events are linked in endlessly different ways so that one gets a plethora of narratives. The conclusion that all these metahistorical preoccupations required a meta-narrative, or what used to be called a philosophy of history, was logically inevitable.

The story of my engagement with the past is not so much a story of my engagement with the past as the story of a never-ending series of my different engagements with the past and how, invariably, one kind of engagement led to another kind and, in this way, to another kind of past. The only steady engagement was the conviction that the present comes out of the past or that the past has led to the present—which is like saying that there has been one event leading to another and that history is the story of these causal connections which can be reported and understood only in the form of narratives. As E.M. Forster put it, a mere sequence is not a story; but a causal sequence is. ‘The king died; and then the queen died’ is not a narrative; but ‘The king died and then the queen died of grief’ is an intelligible narration because it contains a causal link. It is no good thinking of sequences as chronological sequences, because mere temporal succession does not put events into an intelligible sequence. One way or another, therefore, all history is narration or story-telling. However, this finding, though incontrovertible, solves nothing. On the contrary, as far as my engagement with the past is concerned, it proved a door which opened the road from one engagement to the next. But let me begin at the beginning.

I grew up in Italy and had a classical education, and in the beginning there was Plato. Since I was highly critical of Italian fascism, Plato’s ideal of justice that everybody did and received what was in accordance with their nature seemed morally impeccable. During the Spanish Civil War, when my family and all our friends were beginning to realise that some form of communism formed the only viable resistance to the ever-growing threats of Italian Fascists and German Nazis who were trying to take over the world, I used Marx to put teeth into Plato’s idealism. Marx’s maxim that in a just society everybody should contribute according to their ability and receive according to their needs gave a practical twist to Plato. Both Plato and Marx were aware that there were no such ideal societies because in the course of history all societies were subject to relentless vicissitudes which could be tracked. For Plato, deviation from the ideal was governed by the ways power was being enjoyed and exercised so that changes went from timocracy to aristocracy to oligarchy to democracy to tyranny. For Marx, the deviations were determined by changing modes of production and therefore went from primitive communism to slavery to feudalism to bourgeois capitalism and, finally, to the dictatorship of the proletariat. Being politically naïve, I was not aware at that time that neither Plato’s philosopher kings nor Marx’s proletarian dictators nor, for that matter, anybody else, would have the knowledge required to decide who could contribute what and what was needed to be given to whom. This naïvety was compounded by my lack of knowledge of Lord Acton’s famous dictum that power always corrupts and that absolute power (of philosopher kings and proletarian dictators) would corrupt absolutely. It took Karl Popper, under whom I was reading philosophy in New Zealand, to make me understand these fatal flaws in both Plato and Marx. Instead, for the time being, I decided that the most urgent task in hand was to study history as a procession of how modes of production determined social and political structures—not in order to find out whether Marx was right, but in order to understand that he was right. This was the reason for my initial engagement with the past.

It so happened that at the Canterbury University in Christchurch (New Zealand) the set course of historical study in the second year was early modern history. And so it came about that I read in quick succession Edmund Burke’s Reflection on the Revolution in France and John Locke’s Second Treatise. When I discovered the enormous gap between Locke and Burke, I did not give up either Marx or Plato—but my attention began to be deflected. Locke had reasoned that men get together to enter a social contract; and Burke had explained that men are together because of their past and their future and that such togetherness had nothing to do with a contractual, let alone voluntary, agreement. I will never forget how deeply shaken I was by the realisation that two intelligent men could come to such contrary conclusions about human society. I tried a Marxist explanation. Either the one or the other book must have been a case of ‘false consciousness’—that is, a make-believe story designed to pull the wool over somebody’s eyes. But this explanation did not work. Over whose eyes? Burke was writing after Adam Smith whose political economy reflected aMarxist reality of the coming of bourgeois capitalism and would have conformed to Locke. But Locke had preceded Smith by nearly a century and Burke could hardly be unaware of the growth of bourgeois capitalism in an age when even the landed aristocracy, by enclosing more and more of their lands, were beginning to act like capitalists. Marxist explanations, I concluded, seemed to have their limitations.

Obviously I had to look in a different direction for the reason for the difference. In reading Locke, I discovered that he often invoked Richard Hooker, an Elizabethan theologian. In order to deepen my understanding of Locke and why he differed from Burke, I started to read Hooker’s works and study their context, the Elizabethan Settlement of the second half of the sixteenth century in England. This led to my first historical discovery. I found out that Locke had taken Hooker’s name in vain. Hooker was a truly medieval philosopher and thoughts of social or political contracts were foreign to him. Instead, he was using the thoughts of St Thomas Aquinas to justify the religious settlement under Queen Elizabeth I in the late sixteenth century. Aquinas had explained that, since reason and faith are in harmony, church and state must form one single polity which Hooker called an ‘Ecclesiastical Polity’. After writing two-thirds of his great work on this topic, it began to dawn on Hooker that the Elizabethan settlement was a monarchy which dominated the church and that there was no way in which one could say that the two, in Elizabethan England, were living in divinely ordained harmonious cooperation. This insight made him stop writing, and he left the later part of his great work unfinished because he gave up in despair when, honest thinker that he was, he realised that one cannot square a circle and use Thomism in order to justify what was in reality a secular monarchy. I discovered that Hooker had indeed tried very hard to make ends meet by going back to the writings of Marsilius of Padua, a fourteenth-century political thinker who had laid the foundations of secular republicanism. I became convinced that it was his acquaintance with Marsilius which made him realise that the exigencies of the Elizabethan constitution conformed to Marsilius and were therefore incompatible with the philosophy of Aquinas, a philosophy which he believed to be right. Hooker was stopped in his tracks when he understood that while Marsilius was compatible with the Elizabethan settlement, he was not compatible with Hooker’s mentor, St Thomas Aquinas. It was as if Hooker had anticipated all six volumes of G. de Lagarde’s La Naissance de l’E´sprit Laique of 1948 and proved them right. By the time I had reached this insight I had lost all interest, Marxist or other, in Burke and Locke and why they were so diametrically opposed.

Instead, driven by sheer curiosity, I immersed myself in Hooker’s background. I began to acquaint myself not only with the politics and the society and the theology of Thomas Aquinas, but also and above all, I began to read so much medieval philosophy that I started to take it very seriously. To my surprise, I was leaving my preoccupation with Kant and the scientific philosophy of the Vienna Circle behind and starting to wonder instead about the great debates surrounding St Thomas’ synthesis of Aristotle and the Bible. In this way I became more and more interested in the Early Middle Ages and also found that, being immersed in the debates surrounding medieval theology and Greek philosophy, I changed my own secular mind and began to take Christian religion in its medieval form very seriously. Having read so much about the incorporeal existence of angels, they became familiar to me and I began to understand that it was indeed important to wonder how many angels can dance on the point of a needle. I noticed to my own astonishment that medieval debates were raising urgent philosophical questions. St Thomas had espoused Aristotle; but he found an opponent in St Bonaventure who had been inspired via St Augustine by Plato. In the Middle Ages, the great debate between Plato and Aristotle presented itself as a new philosophical problem. For St Thomas, God had created man and endowed him with reason so that man had become God’s helper—a view for which there was biblical support in the statement Dei sumus adiutores. For St Bonaventure there was no chance of such harmony between God’s will and man’s reason. Instead he followed St Augustine in maintaining that, however irrationally, man has to rely on God’s guidance even for so ordinary a thing as the perception of his everyday surroundings. I was amazed at myself when I found that I was beginning to wonder whose side I ought to be on when, at bottom, I was not even a Christian who believed in God.

As an inhabitant of the twentieth century I was not able to espouse medieval or any other form of Christianity. Instead, I took it to be completely mythological so that I did not have to follow the common twentieth-century habit of dismissing it. Instead I started to take mythology very seriously. This realisation drove me in a new direction. I began to wonder how mythology in general can and ought to be related to the scientific rationalism which had dominated European thought since the times of Galileo and Newton. I could not, after having become somewhat medieval, dismiss Christianity as a myth; but instead tried to understand the nature of mythology. I therefore allowed myself to be distracted from the medieval past, but was always aware that it had been my acquaintance with that past which had stimulated my interest in mythology. Over a number of years I wrote three books on this topic. In the first book I explained how religious thinking was rooted in non-utilitarian and economically wasteful practices. It could be best understood as a conceptual formulation of those practices which preceded religious belief rather than followed from it. The truth of such beliefs was to be found in those practices, not in the mundane everyday world. In the second book I tried to show that our values were derived not from the mundane world as it is in itself but from a world of symbols (i.e. myths) which are a refinement of the ordinary, positive world. And in the third book I argued that myths were a typological refinement of ordinarily experienced events such as birth and death and storms and sunrises. As time went by these symbols, typologically related to natural events, become ever more closely and more narrowly defined typologically. I welcomed this distraction as very much part of my engagement with the past, because I could not share the belief of Gibbon and Voltaire that the medieval people with whom I had become so closely acquainted had been prey to barbarous superstitions which ought to be dismissed.

All along, I did not lose my interest in the Middle Ages and decided to investigate what conventionally is seen as their most formative years, the career of Charlemagne. Following Pirenne, I thought of him as the founder of European medieval Christianity because, as Pirenne had shown, with the closing of the Mediterranean to merchants and their shipping from Europe, Charlemagne had presided over a culture which had detached itself from both Byzantium and the Mediterranean world. My studies were guided by Fichtenau’s German book on the Carolingian Empire, which I had translated into English. According to Fichtenau, Charlemagne had been misunderstood as the founder of a monarchical Empire. In reality, Fichtenau argued, his idea of monarchy was a vision, incapable of realisation due to poor communications and the survival of indelible local structures. The more I studied Charlemagne, the more I went further than Fichtenau who had seen him as nothing more than a visionary. Instead I began to understand that his grand plan of founding a Western monarchy did not founder so much because of the conditions detected by Fichtenau, but because he was being overtaken, without his realising it, by the pressures of growing feudalism, under which a monarch was about to be nothing more than the apex of a hierarchy and a figurehead. Feudalism was becoming the order of the day because people were preferring the safety of a local and tangible feudal relationship to the not-so-long arm of an Emperor, no matter how benevolent. The realisation that he was fighting a losing battle made him especially dear to me. I dwelt lovingly on his famous dream in which the growing misfortune of his Empire was being revealed to him in its stages: he saw a sword on which were inscribed the words ‘raht, radoleiba, nasg, ente’, which means, translated roughly: at first there was abundance, then there was depletion, followed by real poverty and, finally, ‘the end’ . It was not clear whether it meant the end of his monarchy or the end of the world. Although this premonition corresponded exactly to my own analysis that his monarchy was being overtaken by the growth of feudalism, it showed that my modern way of sociological understanding differed profoundly from Charlemagne’s own purely fatalistic grasp of the decline. With this realisation I was driven into yet a different direction, for it made me grasp that modern explanations are likely to differ from explanations offered by people who were living in the distant medieval past. Who was right? And which explanation should be considered as a true account of what had happened? Was the failure of his monarchy, as he saw it, due to fate, or was it, as we modern observers would have it, caused by social pressures of which Charlemagne himself was not aware?

Any conceivable answer to these questions was for the time being postponed by a problem with the sources about the actual coronation of Charlemagne in Rome, Christmas AD 799. The story is told in a number of different and independent sources in different ways, and ever since historians have wrecked their brains in order to work out how these different stories could be reconciled with one another. I decided on a novel approach. Instead of seeking to make these stories compatible with each other, I took it that each source represented the views of persons or a person whose views were incompatible with all the others. The differences were not due to the fact, as conventional historians were inclined to assume, that some observers were badly informed or careless or biased. I started, on the contrary, from the assumption that the differences in the sources reflected a political debate and a struggle as to what kind of coronation was in order and how it ought to be carried out or whether it ought to take place at all. I spent a couple of years in this pursuit even though it involved me in a kind of close preoccupation with sources I was not usually engaged in.

I also pursued my interest in Charlemagne’s failure and in the impossibility of the task he had set himself, in a different direction. The Franks over whom he ruled were a tribe, so called. But in reality they had come to Gaul and settled there not as a unitary tribe, but as a horde of warriors with their families. Charlemagne’s predecessors, Merovingian as well as Carolingian, had really been warlords assembling under their rule a conglomerate of people who had become known as Franks—all people who had become detached from their original tribes. The old tribes themselves had vanished. I kept wondering how this process of social erosion could have been started and was fortunate to come across the books of E.A. Thompson who had explained how the disintegration of the small, original tribes in the Rhineland had started. The disintegration was the direct result of the arrival of the Roman conquering legions and the accompanying merchants who had offered entirely new opportunities of gain. The natives had been eager to take up these opportunities and so the corrosion of tribal structures had progressed as a result of Roman imperial advances. I extended Thompson and theorised that eventually more and more people, drifting away from their original tribes, had assembled under warrior leaders into war gangs—falsely identified by Roman observers as kingdoms— and started to invade the older territories of the Roman Empire either as armed gangs nominally in the service of Roman Emperors as the so-called Ostgrogoths had done, or as freebooting invaders in their own right, like the Lombards or the Franks. The Roman Empire finally broke up as a result of this social disintegration and the formation of these new war gangs. This development had been caused by the Roman Empire so that the fall of the Empire in Europe had to be seen as self-inflicted and as the direct result of Roman imperialism. Needless to say, my interpretation of the lead given by Thompson was guided by my observation of the fate of the British Empire in Africa. The people who rebelled against British imperial rule were not the indigenous tribes rebelling against British rule in order to preserve their traditional social structure and culture. The traditional structures and cultures had been eroded by colonisation. The rebels consisted of the political and military groupings which had been formed in Ghana, Zimbabwe, Zambia, Uganda and so on under entirely new leaders who were attracting followers who had been alienated from their traditional tribes as a result of the opportunities offered by British colonisation. These thoughts were not the result of a study of the sources of Carolingian history, but were suggested by modern political experiences.

Having pushed back my engagement with the past from the Middle Ages to the last centuries of the Roman Empire, my interest in myth made me take a great step forward into the twelfth century. Aware of the power and enduring importance of mythology I fastened on the Kyffha¨user legend according to which the Emperor Frederick Barbarossa, after his death, was sleeping in a cave on the Kyffhä user mountain. One day, so the myth ran, the ravens will stop flying around the mountain and then the Emperor will awake and restore the medieval Empire to the glories people imagined it (falsely !) to have had. I then also pursued the myth which Boso, the biographer of Pope Alexander III, Frederick Barbarossa’s great opponent, had used in order to present Alexander to posterity. But myth or not, it dawned on me after a close perusal of the extant sources that in real life, Frederick Barbarossa had been a truly intelligent and critical statesman who had tried one scheme after another and always dropped it when he found that it was becoming counterproductive. A marvellous example to other politicians who remain wedded blindly to one and only one ideology. My picture of Barbarossa’s incessant self-criticism was greatly influenced by Karl Popper, my philosophy teacher and friend, who had taught me that the mark of genuine intelligence is not to be dogmatically wedded to one single plan or ideology, but to be able to experiment and drop a course of action or thought when it turned out to be unpractical or destructive. I admit that the source material by itself was not conclusive on this point; but, at the same time, there was nothing in the sources to falsify or contradict the picture of Barbarossa’s behaviour I had formed in the image of Popperian philosophy.

I had left my Carolingian researches with doubts about truth. Should one believe what Charlemagne himself had thought about the end of his monarchy or should one prefer my own, modern sociological analysis— something Charlemagne himself could not possibly have come up with. In the case of Frederick Barbarossa I devised a way out. During the twelfth century people had been living in expectation of the Second Coming which, according to religious authority, had to be preceded by the coming of the Antichrist who would wreak havoc all round. I thought of a way in which this twelfth-century self-identification, which is unacceptable to a modern reader because the havoc was said to be caused by the impending arrival of the Antichirst, could be preserved by being modernised typologically. People in the twelfth century had been experiencing genuine havoc. The attribution of this havoc to the impending arrival of the Antichrist was a twelfth-century belief, which, to a modern mind, was superstitious. But there were twelfth-century events which could be seen as a typological extension of the coming of the Antichrist. There was, in that century, an unprecedented growth of population which was indeed wreaking something like havoc, even though people at that time did not understand the havoc to be the result of population growth. The reign of the Antichrist and the disturbance due to population growth were of the same type. In this way the modern understanding of the havoc reflected an indigenous twelfth-century understanding because it was typologically related rather than an arbitrary modern attribution. In adopting this theory I was not brushing twelfth-century opinion aside and substituting a modern opinion. I merely reinterpreted a twelfth-century opinion.

By the time I had spent nearly ten years studying Frederick Barbarossa and his times and had written a large book on the subject, it struck me that my choice of subjects for research always seemed governed by a strange unconscious preference. All the people I had concentrated on—Richard Hooker, Charlemagne and Frederick Barbarossa—had been failures. Valiant failures, but failures none the less. Hooker had tried to explain and justify the Elizabethan Settlement in terms of Aristotelian-Thomistic political philosophy and had had to give up the attempt because that Settlement, to put it simply, could not be explained in the terms dear to him. Charlemagne had tried to transform a barbarian gang of warriors into an orderly, law-governed monarchy and was overtaken by the feudalisation of societies because people preferred the security of feudal submission to the not very long arm of Charlemagne’s very distant good monarchical intentions. And Frederick Barbarossa, convinced like almost everybody else in the twelfth century, that the Second Coming of Christ was near and could be speeded up if the Emperor hung up his sword and shield on the Tree of Life in Jerusalem, had embarked on a crusade to the Holy Land and was drowned on his way in Asia Minor in a river when he tried to cool down on a very hot day.

During all these researches I kept on reading primary sources as well as secondary literature on the subjects I was studying and I noticed that I was slowly but firmly becoming medievalised. That is, I started to have a mind very similar to the minds of the people I kept reading about. The generalisations I was using to interpret the sources and the chronicles were close and ever closer to the generalisations used by the people I was interested in. Eventually it dawned on me that the great historian Gibbon, whom I admired for all sorts of reasons, had been guilty of a mistake. He had written that his military experience as a grenadier in the Hampshire guards had greatly helped him to understand the management and behaviour of Roman legionnaires. I had to concede that my own vision of how the Roman Empire had been brought down by the hordes which its presence had created was based on Gibbon’s method, for it had been the experience of the modern British Empire in Africa which had enabled me to see this causal connection. But in all my other engagements with the past I had not only not followed Gibbon’s method, but had actually contradicted it. In becoming medievalised, I was leaving my modern mind and its experiences behind, rather than using it in order to understand what had happened in the past. I was beginning to see the medieval past in the way in which medieval people had seen it.

It then occurred to me that the study of history leads to a form of objectivity which is absent from all the natural sciences. If one is studying atoms and rocks, one can ascertain how they appear to other atoms and other rocks—that is how the observer determines they should be studied. But neither an atom nor a rock can make their voice heard and demand to be studied as it is in itself or as it sees or feels itself to be. In other words, when the subjects to be studied cannot speak, there cannot be objectivity. There can only be subjectivity in the sense that one can say how they appear to somebody other than themselves in relation to something else. Although at first this realisation that there was something special about our knowledge of human history which was absent from the study of nature filled me with great pride, it later made me aware that this kind of objectivity was ultimately stultifying.

To give an example. In the Middle Ages it was widely believed that political power resulted from the possession of relics thought to have a magical quality, and as a result people would go to endless lengths in order to secure relics. Eventually a real trade was set up between Rome, where relics were to be found most plentifully, and the rest of Europe. As was to be expected, fraudsters and forgers were setting themselves up in Rome to supply the ever-increasing demand. This was due to the medieval idea that relics were the road to worldly success. Medievalised as I had become, it nevertheless struck me that the idea was actually absurd. I was able to reach objectivity about many people by explaining how they themselves saw their relation to the relics they were eager to get hold of. But at the same time it began to occur to me that they were actually wrong in believing that the possession of relics is useful. Political power, wherever it does come from, believe it or not, does not come magically from relics. At least this is our modern conviction. I was then faced with a strange choice. If I wanted to be objective about my medieval people, I would have to believe something which they believed but which I, for my modern part, definitely did not believe to be true. If, on the other hand, I wanted to look at the Middle Ages in order to understand them, the only way I could do so—by interpreting them in terms of what I myself, in modern times, believed to be true—I would have to abandon objectivity and look at them from my vantage point, that is, look at them subjectively. At first this seemed an odd choice between objectivity and subjectivity. On the face of it it was clear that the former was to be preferred to the latter—at least by all standards of what counts as knowledge. And yet, on second thoughts, it was clear that the subjective, modern interpretation was, in a sense, ‘truer’ than the medieval objective interpretation. The only way to cope with such a conclusion was to say to myself that the modern way of looking at the origins of political power might, in turn, have to be superseded in a hundred years’ time by yet another different way. In other words, there was no chance of finality—only successive interpretations. The only fixed interpretation was the original, objective interpretation because it reflected objectively what medieval people thought about themselves. Such interpretations could claim to be real objective explanations, because they reflected what had gone on in the minds of the people the story was about. This kind of objectivity was what Ranke had dreamt of when he had said that a historian has to find out ‘what really happened’—as distinct from bias, folklore and propaganda. What he had failed to add was that that kind of objective truth revealed beliefs which we today can often enough not accept as truth and as a convincing explanation of how events used to hang together.

I was well acquainted with the writings of Collingwood on this topic. Collingwood, following Benedettto Croce, explained that when one is studying other people, and especially when one is studying other people of the past, one has to use empathy in order to reach what I called an objective understanding. But the concept of empathy seemed very woolly. One could claim to be empathic when one was doing no more than simply making something up and imagining that one was inside somebody else’s mind. The people to be empathised with were all dead and one could therefore never know whether such empathy was genuine or not. Empathy was itself a purely subjective phenomenon which was far beyond the reach of any kind of test. In order to put teeth into Collingwood and Croce, I started to make use of the philosophy of Karl Popper. Popper had explained that the only way to understand people is to provide a causal explanation of their behaviour. By ‘cause’ he did not mean an absolute, single causal agency. He meant instead that causality is relative to a general law or a generalisation. If one believes that all stones can speak, then one might be led to think of a stone as the cause of the noise. If one does not believe that stones can speak, one will not take a stone to be the cause of the noise. While one can never be sure that one’s empathy really gets into the other mind, one can ascertain, with a fair degree of assurance, what kinds of generalisations are used by other people, even by people in the distant past. One can garner such knowledge either directly from the documents they left behind or infer such knowledge by looking at how they made the facts hang together. And so it was that I started to use Popper’s notion of causality to give substance to Collingwood’s idea of empathy. Instead of empathising with people who believe that the magic of relics is the cause of political power, I took it that these people had a generalisation about relics and power, and therefore inferred that relics were the cause of political power. But change the generalisation and the causal ascription falls to the ground. Again, in modern times, we might be prone to a generalsation that charisma with or without a large bank account is the cause of political power and in this case will look for the cause of political power enjoyed by medieval people not among their relics, but among the medieval equivalent of a bank account; that is, landed property. It follows then that if one changes the generalisations one is using, one is also changing the way the single facts hang together and, as a result, one will get a different story every time one changes one’s generalisation. To put it differently: the single facts always remain the same. There is power, there are relics and there is landed property. These facts are not in doubt. What is in doubt is the way they aremade to hang together. According to one generalisation, the relics and the power will stand in a causal relationship; and according to a different generalisation, the landed property and the power will stand in a causal relationship. This means that the facts by themselves do not matter. The three facts are always present. What matters in historical understanding is the generalisations one is using to make them hang together to form a causal relationship, that is, a story which can be told. It is the generalisations one is using which determine which of the three facts is to be left out of the story.

I was then confronted by a strange situation. If I wanted to be objective I would have to use a generalisation about power which was used by the people I was studying. But in our modern times, such a generalisation could not ring true. If one replaced it by a generalisation about power which would seem true in modern times, one would cease to be objective, but—strange though this may sound—have a true understanding of the cause of power. This seemed like a paradox: either one is objective but is telling a story (i.e. putting together a sequence of facts) which is not true; or one is subjective and therefore able to tell a story which is true, or at least appears to be true.

The advent of postmodernism has led to a further confusion. According to postmodern thinking, the only truth there is is the truth as told by the people the story is about. This would mean that the objective story about power in the Middle Ages is also, by definition, the truth about political power. If Foucault, for example, were to write a history of Frederick Barbarossa, he would believe it to be a true history if it was objective, i.e. consisting of a collection of facts which could have been or was assembled by Frederick Barbarossa himself according to the generalisations about causal connections which he believed to be true. I cannot see that such postmodern thinking is helpful. I prefer to stick with my own distinction. An objective story does not seem true to us moderns; and a story which seems true to people in modern times is a subjective story.

As time went by I felt more and more uneasy with such a laconic conclusion. I had to accept that there were many ways of connecting facts causally and that those many ways depended on the many different generalisations people were having in their minds in different ages and different places. I realised then that there must be a meta-narrative, something which used to be called a philosophy of history. A metanarrative would accept that in different ages and different places people would use different generalisations and thus get different stories. There is no way in which one can explain away those differences by showing that some are due to false generalisations and others are due to true ones. But a meta-narrative would be able to explain why at certain times and in certain places people used the generalisations they were using and why, in different places at different times, different generalisations were or are being used. The objective stories put together in terms of the generalisations which were used by the people the stories were about would remain in place. But they would, contrary to the postmodern way of looking at them, not be final but be supplemented by an explanation why in that place at that time those generalisations were in vogue and also explain why, as times and circumstances were changing, different generalisations had been gaining the upper hand. My final insight was greatly stimulated by Hayden White’s Metahistory which had appeared in 1973. I agreed with its main thrust, but felt that he had not pushed the argument to its logical conclusion. For Hayden White remained satisfied that there is an endless multiplicity of stories and that there is no conceivable meta-narrative which would connect them and, in connecting them, explain why and how each story was related to all the others. My own thoughts on this topic went, I like to think, to put the finishing touches to Hayden White’s book. I finally wrote a book about this conclusion which was published in 1976 under the title The Shapes of Time. This book explained the difference between explanation (i.e. an objective story which is told in terms the people it is about would have used) and interpretation (i.e. a subjective story which is told so that modern readers can feel comfortable with it). An explanation rarely tells a ‘true’ story; and an interpretation is more likely to tell a ‘true’ story; that is, it tells what really happened as against what the people at the time thought had been happening. The meta-narrative finally explains how the interpretations are connected to the explanations. However, since metanarratives are highly speculative, I listed a number of postulates which would have to be fulfilled for any narrative, including a meta-narrative, to be acceptable.

All this shows that every engagement leads to a yet different engagement and that every solution—as both Hegel and Popper said—creates a new problem which, in turn, necessitates a different engagement. But I cannot share Hegel’s conviction that this insight is the mark of the absolute spirit beyond which there can be no further engagements. Nor can I agree with Popper that as solutions replace earlier solutions, we are edging closer to a final truth. Rather I would quote Hegel in one of his more sober moods, ‘that the owl of Minerva takes wings only as the twighlight falls’; and hold firm to the one and only certainty which stands at the centre of the turning wheel—the certainty of doubt.