sábado, 28 de abril de 2007

Testigo del siglo XXI: Eric J. Hobsbawm

Reproduzco una entrevista ofrecida por el historiador inglés a Mario Schiffino, que fue publicada originalmente en El Clarín. Este diálogo tuvo lugar en un momento en que los historiadores sociales del mundo parecen haber perdido fe en la viabilidad del radicalismo marxista. Hobsbawm confronta esta derrota por abandono con una defensa de las banderas más clásicas de la izquierda europea (y de la propia historia social).


M.S.: Leyendo su autobiografía uno tiene la sensación de que a lo largo del siglo veinte ha estado en el momento justo en el lugar justo: Viena en entreguerras, Berlín cuando Hitler asumió el poder, Gran Bretaña durante la segunda guerra mundial, Latinoamérica en los sesenta y setenta, París en mayo del 68. ¿Cuanto hay de la maldición china: ''Que te sea concedido vivir en una época interesante'', en los tiempos que a usted le tocaron vivir?

E.H.: Estuve en algunos de los lugares exactos en los momentos justos. Si uno ha vivido lo suficiente en la Europa del siglo veinte, es casi imposible no haber estado presente en lugares históricos en momentos históricos. He tenido suerte. ¿Han sido los tiempos interesantes en el sentido chino? Sin duda. Aún no sabemos si el siglo veinte es más interesante que el veintiuno, pero el veintiuno no empieza de manera muy prometedora.

M.S.: Estamos nuevamente en una coyuntura sorprendente. ¿Qué importancia ha tenido la sorpresa para usted como historiador?

E.H.: Creo que el elemento sorpresa varía de época en época. Entre guerras, por ejemplo, prácticamente nadie en Europa dudaba que iba a haber otra guerra, y estaba claro entre quiénes iba a ser la guerra: Alemania y sus oponentes. Por otra parte, en la segunda parte del siglo veinte hubo muchos más elementos sorpresa, en el sentido de impredecibilidad. Algunos hechos no fueron previstos, como por ejemplo la rebelión estudiantil del 68, que tuvo serios efectos políticos. Otros fueron inesperados, pero no necesariamente imprevistos, como el final de la Unión Soviética. Todo el mundo sabía que la URSS se iba a pique, pero nadie previó la velocidad con la que iba a desintegrarse. Es cierto también, que algunos elementos sorpresa dependen de contingencias por definición impredecibles. Por ejemplo, quizá si hace dos años hubiera habido unos pocos miles de votos más y Gore hubiera sido elegido presidente de los Estados Unidos, ahora no nos encontraríamos en medio de una crisis bélica sobre Irak. En ese sentido, como historiador uno reconoce más y más la importancia de estos accidentes históricos en ciertas circunstancias. Pero no creo que, en general, esto torne imposible discernir tendencias a largo plazo: por ejemplo, el ascenso del poderío norteamericano a escala global y la afirmación de la hegemonía norteamericana.

M.S.: En uno de los artículos incluidos en Sobre la historia usted argumenta que la ideología es capaz de hacer avanzar a las humanidades. ¿De qué manera su militancia de izquierda ha sido productiva en el momento de escribir historia?

E.H.: Hay que distinguir tajantemente entre partidismo político e intelectual. El tipo de partidismo que lleva a los políticos a negar ciertos hechos es algo absolutamente inaceptable. Pero es cierto que el partidismo ha aguzado la atención de algunos sectores y los ha llevado a buscar nuevas explicaciones o ver cosas que antes no se habían visto. En las ciencias naturales esto es evidente. No me cabe duda, por ejemplo, que para muchos físicos, astrónomos y biólogos la crítica de la religión, incluso la hostilidad a la religión, ha sido un elemento muy poderoso que los llevó a investigar el origen de la vida u otros temas afines. Hay muchos ejemplos de científicos en esta línea, en este momento. Quizás ahora no sea tan común, pero en el siglo diecinueve, el partidismo era un incentivo muy poderoso para que los científicos investigaran cosas que la religión y las convenciones sociales proscribían. En lo que hace a los historiadores, o en lo que hace a mi tipo de Historia, la ideología me ha ayudado a descubrir nuevos campos. Sin duda la historia de la clase trabajadora y sus movimientos, o la historia del campesinado, ha encontrado a sus pioneros en gente que simpatizaba con las causas políticas de esas clases. Lo mismo es cierto con respecto a la historia feminista. La militancia es importante en tanto ayuda a criticar las convenciones y reglas aceptadas. En última instancia, aunque las respuestas sean erradas, la crítica sigue siendo válida.

M.S.: Estamos pasando por un momento de gran interés público por la historia. Usted mismo ha contribuido a la ampliación del campo. ¿Es éste un período de renacimiento en la escritura histórica?

E.H.: Existe una demanda por parte de los lectores de historia. Esta demanda es particularmente grande hoy día porque la sociedad contemporánea tiende a ser a-histórica, no anti-histórica. Nuestra tecnología trata de resolver problemas aquí y ahora, no importa el pasado. Nuestra sociedad de consumo trata con demandas y deseos actuales, sin tener en cuenta el pasado, salvo quizás como fuente de inspiración para la moda, pero no como importante en sí mismo. Y esto va en contra de la sensación profunda e inherente a la experiencia humana de que estamos enraizados en el pasado, ya sea en el pasado de nuestras familias, ya sea en el pasado nacional: no existimos sólo ahora. Uno no puede entender quién es a menos que entienda de dónde viene. Hace dos años, por ejemplo, cuando en Gran Bretaña se descalificaron los archivos de 1901, durante las primeras semanas no se podían acceder a los sitios en Internet debido a la cantidad de gente de este país que quería investigar simultáneamente qué habían estado haciendo sus ancestros en 1901. Si existe esta demanda de historia en la base, debe traducirse en la demanda del género histórico, lo que ha sido reconocido por las editoriales y por algunos historiadores.

M.S.: ¿Ese interés social se tradujo en el desarrollo de la disciplina?

E.H.: Desde el punto de vista de los historiadores, no estoy seguro de que estemos en un período de florecimiento. Probablemente volvamos a estarlo. Pero me da la impresión que en los 50, los 60 y a principios de los 70 hubo un período más positivo en el desarrollo de la Historia. Entonces había un amplio consenso en cuanto a postular las grandes preguntas históricas y tratar de encontrar las respuestas. Mientras que en este momento, la tendencia es la opuesta. Creo que, paradójicamente, el desarrollo de la ciencia, en especial la biología, el estudio del ADN, nos llevará en las próximas dos décadas a un enorme revival de la historia como una parte de la historia evolutiva de la humanidad. Ahora, a través de métodos científicos, es posible datar el desarrollo de la humanidad como nunca antes. Esto nos permite ver la historia en una perspectiva nueva; lo que concebimos como Historia, virtualmente todo aquello desde los primeros registros escritos, la invención de la agricultura, las ciudades, el uso de los metales y demás, es un período increíblemente breve de la historia de la especie humana. Y la velocidad con la que se desarrolló es, de acuerdo con estándares geológicos, apenas un parpadeo: unos diez mil años. De manera que debemos reconocer a la Historia como una disciplina específica que se ocupa de los cambios y las interacciones de los seres humanos en este período increíblemente breve. Y eso será muy alentador.

M.S.: Uno de los temas que aparecía en Historia del siglo XX y reaparece en Años interesantes es la depolitización de las nuevas generaciones. ¿Cuáles serían para usted los efectos de esta tendencia?

E.H.: Es difícil decirlo con certeza. Para empezar, siempre hay fluctuaciones. Por ejemplo, en la época en que yo pertenecía a la universidad hubo períodos de radicalización, como por ejemplo los 30, después lo contrario en los 50 y de nuevo la radicalización a fines de los 60 y 70. No hay nada sorprendente en cuanto a encontrarnos en un período de despolitización; uno no asume que durará permanentemente. Al mismo tiempo está claro que cuando hablamos de politización masiva no siempre estamos hablando de masas. Las movilizaciones masivas son aún posibles. La movilización política es más difícil. Creo que esto va a ser un gran problema, porque sin movilizaciones en favor de causas públicas, es difícil pensar cómo van a suceder los cambios excepto en favor de aquéllos que ya tienen el poder.

M.S.: ¿Cree que hace falta una intelectualidad activa detrás de los movimientos del presente?

E.H.: No hay grandes ideologías políticas de izquierda, si a eso se refiere. La mayor debilidad es el colapso de la ideología de izquierda en su función reordenadora de la sociedad; y no me refiero a la extrema izquierda, sino a todas, de los moderados socialdemócratas en adelante. Es interesante observar que la única personalidad pública de gran importancia que se declarado persistentemente en contra del capitalismo es el Papa, que a diferencia de los estadistas, no está obligado a explicar cómo contrarrestarlo. Otro problema es que, en el pasado, las movilizaciones estaban orientadas exclusivamente al territorio nacional, al Estado y el "internacionalismo" era parte de la retórica. Un problema político hoy día es cómo se puede operar en una sociedad transnacional al mismo tiempo que dentro del Estado. Quizás hay modos en los que se promueven campañas y política transnacionales, pero en este momento aún no hay una forma de política para una sociedad transnacional.

M.S.: La "desintegración de los viejos patrones de las relaciones humanas", ya aludida en su Historia del siglo XX como efecto de la revolución cultural, reaparece también en Años interesantes. ¿Le preocupa que en un momento en que las utopías han muerto, la única utopía posible sea la individualista? ¿Influye esto en su pesimismo respecto de EE.UU.?

E.H.: Usted dice que no hay más utopías. Creo que sí las hay, la gente no puede vivir sin utopías. Pero una utopía puramente individual no es, en efecto, una utopía social. La idea de una sociedad justa no está muerta sino que, por el contrario, me parece que está resurgiendo. En cuanto al imperio norteamericano no me entusiasma, e incluso veo al viejo imperio británico con más entusiasmo porque el imperio británico tenía conciencia de sus limitaciones. La enfermedad industrial de los grandes poderíos militares es la megalomanía. Y no hay duda de que decir "si las Naciones Unidas no hacen lo que nosotros creemos que corresponde, entonces se exponen a..." es una visión megalómana, que implica que hay sólo una forma de ver el mundo, es decir, desde Texas.

M.S.: Usted participó activamente de la izquierda y permaneció en el Partido Comunista Británico hasta su disolución en 1991. ¿Se siente orgulloso de haber asistido a una de las ideologías centrales del siglo veinte?

E.H.: Creo que el orgullo no incidió en ello. Uno aceptó la historia como era. Al mirar atrás, creo que no hubiera podido tomar una decisión muy distinta de la que yo y otra gente tomamos en los años 30 y los 40, incluyendo la de unirme al Partido Comunista. El PC era entonces una organización con una increíble capacidad para cambiar la sociedad, con la habilidad de lograr cosas en situaciones históricamente dramáticas, trágicas, catastróficas. Creo que no fue difícil quedarse en el partido después del período inmediatamente posterior a la Segunda Guerra y el principio de la Guerra Fría, porque cuando EE.UU. adquirió el monopolio de las armas nucleares se necesitaba un contrapeso. En cuanto al resto, dependía de si uno tenía una visión nacional o global del mundo. Si uno tenía una visión global, como obviamente mucha gente del Tercer Mundo, liberar estados colonialistas independientes del imperialismo parecía ser una gran necesidad. Creo que en varios países, tarde o temprano, la mayoría de la gente decidió que el proyecto original del comunismo —el de la revolución mundial— no iba a funcionar, ni en la Unión Soviética ni en sus países particulares. Y en ese sentido, las razones para continuar en ese tipo de movimiento se debilitaron. Por otra parte, uno podía creer que se trataba aún de algo deseable y necesario. De haber estado en España en época de Franco, probablemente todos los que no son ahora comunistas hubieran formado parte de la resistencia comunista o la hubieran favorecido, porque era de lejos la más eficiente y efectiva. Una vez que se lograron los objetivos, la situación cambió. ¿Me arrepiento de mi pasado? No. ¿Hubiera podido dejar de ser comunista en ciertos períodos? Quizá lo hubiera hecho por razones puramente personales que no tienen nada que ver con mis actividades políticas o como historiador. No creo que éste sea un elemento importante de mi biografía.

miércoles, 25 de abril de 2007

Giovanni Levi explicando su concepto de ‘microhistoria’

Reproduzco la entrevista que dio Giovanni Levi a Diego Sempol, en la ciudad de Montevideo, en el año de 1998. El diálogo es interesante. Informa acerca de esta mirada escéptica, en la que se disuelven esas seguridades que habíamos ganado con la historia social y cultural.


D.S.: ¿Cuáles son los temas principales de discusión entre los historiadores de su país?

G.L.: Por un lado se está procesando un fuerte debate respecto al papel de la historia contemporánea, a raíz de la importancia creciente que está teniendo en los nuevos planes que la reforma del sistema educativo ha implantado tanto en Francia como en España e Italia. Este cambio programático es muy negativo, porque quita profundidad a una explicación de la contemporaneidad y difunde la idea de que las cosas recientes son las que explican todo. Esto es muy peligroso especialmente en Italia, si se trata de explicar al italiano como producto del Risorgimento más que como fruto de lo que llamo antropología católica del hombre italiano. En mi país el catolicismo impregna todo.

Se está también discutiendo mucho la utilización cada vez más frecuente que viene haciéndose de la historia en el debate político. En Italia está el problema central de la ausencia de un mito fundador. El Risorgimento y la Resistencia podrían haber cumplido su cometido, pero resultan demasiado ambiguos. El Risorgimento, si bien por un lado significó la victoria sobre los austríacos, también implicó la destrucción del Estado pontificio. Fue por ello que ninguna fuerza política del Novecientos -dado que el italiano es católico-, lo reivindicó como un proceso fundacional. La resistencia al fascismo también resulta problemática, ya que ese período nunca fue considerado como una guerra civil y sufrió una fuerte mitologización: ni bien pasaron unos años esa construcción fue completamente destruida. Ni los fascistas eran tres locos sueltos ni la Resistencia era todo el pueblo italiano, sino que hubo mucha más gente comprometida con el régimen. Y ahora los integrantes de la Resistencia también se empiezan a ver como generadores de excesos y violencia. Hay una opinión general de que todo fue malo, más allá de quiénes fueran las partes en conflicto, si fascistas o antifascistas.

Todos los países modernos han construido su historia a través de la discusión de una guerra civil que operaba como fundadora. La revolución inglesa, francesa, americana, o la uruguaya, lograron cumplir este fin. En Italia la concepción más católica de que todos somos malos y pecadores genera un clima de conciliación nacional muy peligroso. Es por eso que toda discusión histórica sobre estos aspectos tiene inevitablemente consecuencias políticas. No hay posibilidad de que sea de otra forma, ya que lo que se está debatiendo son aspectos de la vida civil sumamente importantes para el país.

D.S.: ¿Qué papel cumple la microhistoria en este marco?

G.L.: Muy poco. En este momento el conflicto está centrado entre la historia académica y una historia de divulgación mucho más simplificada. Se trata de una situación dramática, propia de un país que no sabe utilizar su historia. Hoy hay muy pocos libros que puedan considerarse importantes.

D.S.: ¿La microhistoria busca complejizar para construir tipologías o simplemente procede a nuevas generalizaciones?

G.L.: Generalizaciones sí, pero no una tipología, porque esta última sería una respuesta, y la microhistoria lo que busca es organizar preguntas. En realidad no existe un interés del historiador por el lugar que estudia. Sería un error pensar que Uruguay es importante desde esta óptica, salvo para los uruguayos, que tienen un interés extracientífico en él. ¿Pero por qué se lo estudia entonces? Porque es un trozo del mundo, donde hay personas que con sus actos pueden llegar a explicarnos cosas generales. Su especificidad ofrece algo particular que permite tender a una descripción total del hombre, algo que sabemos no se puede hacer en realidad pero que igual intentamos siempre. Nos permite identificar siempre los lugares en lo social, en lo político, que tienen relevancia.

D.S.: ¿Qué ventajas ofrece el hecho que la microhistoria no sea una teoría sino más que nada una práctica historiográfica?

G.L.: La ventaja es que todas las teorías son generales, y sobre todo rígidas. Y cuando uno cree que lo que tiene entre manos es una formulación definitoria de lo que es la sociedad, la investigación se ha acabado. La microhistoria, al ser más pragmática, quiere todavía seguir explicando cosas y producir a través del análisis de conceptos nuevos. La regla única es complejizar para enriquecer, y conseguir con ello un mejoramiento del análisis y de nuestra capacidad de comunicación de los resultados.

D.S.: ¿Cuál es la relación de esta práctica con los macrorrelatos? ¿Depende la elaboración de la microhistoria de estos últimos?

G.L.: Sí, depende. Pero las tendencias nuevas siempre están en relación con lo previo. Para mí hay dos líneas posibles: estudiar lo que los otros no han abordado todavía -algo que hacen mucho los estudiantes- o investigar sobre cosas ya trabajadas pero confiando en que se puede lograr formular una descripción más específica. De todas formas creo que se puede hacer microhistoria aun en aquellos temas sobre los que todavía la macrohistoria no se ha expresado. Siempre se pueden aplicar preguntas generales a situaciones micro y lograr saber más en definitiva acerca de los hombres.

D.S.: ¿Hay diferencias entre quienes se reconocen en esta corriente?

G.L.: Muchísimas. Por suerte, al ser la microhistoria una práctica, no se ha creado una ortodoxia. Mientras algunos estudian temas culturales -como Carlo Ginzburg- otros nos dedicamos a los económicos o los sociales. Hay diferencias también de sensibilidad que se manifiestan continuamente en nuestro trabajo. Para mí es un error lo que hizo Ginzburg en El queso y los gusanos, ya que si bien es un libro bellísimo y muy bien escrito, es también demasiado individualista: Ginzburg no buscó la relación que existía entre su personaje principal y por ejemplo su familia. Menocchio, ese personaje, era un herético, pero habría que preguntarse qué decía su entorno sobre esto, así como si la pasión que tenía por los libros era algo compartido también con otros. Es por ello que pienso que esta obra es en el fondo producto de su simpatía por un personaje secundario.

D.S.: ¿Qué opinión le merecen las críticas que señalan la falta de representatividad de la microhistoria y que cuestionan la utilización del paradigma indiziario, es decir la construcción de la historia a través de indicios?

G.L.: Creo que la primera de esas críticas no tiene sentido, ya que anida una idea positivista, que proyecta la visión de uniformidad sobre lo real. Si bien cuando estudio algo es para comprender todo, ¿quién no sabe que siempre en definitiva estamos investigando nada más que a partir de trozos de la realidad? Nada representa otra cosa, lo único que construimos son generalizaciones mentales. En definitiva hacemos preguntas que a su vez organizamos para entender mejor la realidad.

Pero sí tienen sentido las críticas que se le hacen al paradigma indiziario. A mi entender éste es una mentira pura, es un astuto juego de palabras inventado por Ginzburg que no dice nada, pese a que utiliza una forma muy eficaz desde el punto de vista comunicativo.

D.S.: Si la representatividad encierra homogeneización, ¿cuáles son los criterios que utilizan los microhistoriadores para efectuar sus selecciones? En su libro La herencia inmaterial, usted escogió para contar, entre una cantidad de casos posibles, sólo los referidos a tres familias.

G.L.: No hay una respuesta general a ese problema. Frecuentemente los microhistoriadores hacen una investigación que dura cuatro años, tiempo durante el cual realizan millares de fichas. La reducción a un trabajo de comunicación de doscientas páginas que llegue al lector y que plasme todo ese trabajo es una operación muy violenta. En mi caso, la elección de esas tres familias fue motivada por la comunicación, ya que creí que ellas eran suficientes para dar al lector el sentido de las maneras existentes de construir lo real. Se trató más que nada de una especie de representatividad comunicativa. Lo que quiero construir son preguntas y un orden de relevancias, ya que las respuestas son infinitas.

Muchas veces las ciencias sociales imaginan lo social sometido a la coherencia, mientras que en realidad la libertad de los hombres se funda en la imposibilidad de los sistemas sociales de mantenerla. Critico a Michel Foucault en su noción de un poder total y sin fragmentos. Para mí no existe poder sin contradicciones y es a través de éstas que se construye la libertad parcial de los hombres.

D.S.: ¿Cuáles son los nuevos horizontes que la microhistoria debería plantearse?

G.L.: La situación ha cambiado mucho, y por ello también la microhistoria debe empezar a hacerlo, intentando comenzar a construir. Hasta ahora era una ciencia de la crítica de las ideologías, y en eso tuvo un éxito enorme, pero es momento de que se aboque a hacer lo opuesto. Las nuevas cosas que hace Ginzburg en este momento son difíciles de identificar como microhistóricas.

D.S.: Usted apuesta aún a buscar la verdad histórica. ¿En qué sentido cree que la microhistoria, pese a ser un relato más, nos acerca epistemo- lógicamente a la verdad?

G.L.: Todos sabemos que la realidad no se puede conocer ni aprehender. Es como el tema de Dios en la religión judía, donde no se puede decir que existe o no porque simplemente ésta es una categoría para los hombres y no para un dios. La microhistoria busca trabajar sobre la realidad, pero a sabiendas de que el conocimiento humano es imposible. Hay que trabajar sobre los límites, y uno de éstos es precisamente el carácter inaprehensible que contiene lo real.

martes, 24 de abril de 2007

Entrevista a Peter Burke

Peter Burke es uno de los historiadores ingleses que sigo con más interés. Profesor de la Universidad de Cambridge, reúne las competencias del historiador de campo junto con los talentos que necesita el cultor de la buena teoría (esa que que aclara nuestros temas epistemológicos 'reales'). En 1996 visitó la Universidad Nacional de Mar del Plata, y dejó a Claudia Möller las palabras que vienen a continuación.

Entrevista obtenida de
revista Clio.

C.M.: Frecuentemente se dice que para entrar en el mundo de un autor es importante “ponerse las ropas” del tiempo. Recordando aquel trabajo sobre Egohistoire y en clave etnohistórica, ¿Cómo ha sido su formación intelectual: quiénes han sido sus maestros, cuándo y dónde ha estudiado?

P.B.: La historia externa es muy simple de contar, tal vez la historia interna menos. Estudié en Oxford a fines de los años ‘50 con un profesor muy joven; era el primer año de enseñanza de ese profesor cuyo nombre es Keith Thomas. Él había sido discípulo de Christopher Hill, por lo que insistía en “mirar todo con ojo social”. Luego, como estudiante de posgraduación, mi profesor fue Trevor Roper, mucho más conservador, tanto metodológica como políticamente y nunca mostró demasiado interés por mi investigación, aunque siempre hablaba muy bien de su investigación. Él daba clases en un estilo “conferencista”, luego preguntaba si había alguna dificultad, y él mismo autorespondía que seguramente no, acto seguido se despedía hasta el próximo mes.

En 1962, entré en la nueva Universidad de Sussex. Fue muy importante para mí cambiar de colegio, mi primer colegio había sido el tradicional St. John’s College de Oxford, el segundo fue el nuevo St. Antony’s College, y su importancia residía en que la mayoría de sus integrantes eran extranjeros: cincuenta estudiantes de posgraduación y quizás solamente cuatro o cinco ingleses. Aquí mi gran amigo fue un ecuatoriano recientemente llegado de Paris, Juan Maiguashca (hoy profesor de Historia económica de América Latina en Toronto), discípulo de Chaunú, él fue quien me introdujo al mundo de los Annales. Claro que yo ya había leído los libros de Braudel como estudiante, pero es muy diferente encontrarse con una persona de ese mundo, hablar todos los días con alguien que entendiera todo “desde dentro”. Podría decirse que ingreso al mundo de los Annales de la mano de un discípulo latinoamericano de Chaunú.

C.M.: ¿Quiénes fueron sus “compañeros” a lo largo del camino de construcción de su oficio de historiador?

P.B.: Tuve una experiencia muy importante para mí antes de ir a la universidad. En aquella época, en Inglaterra existía el servicio militar obligatorio y en mi colegio se estilaba realizarlo antes de comenzar los cursos, así es que con dieciocho años fui para Singapur por diecisiete meses a un regimiento local, allí había malayos, hindúes, chinos... ¿Cultura híbrida, no?

C.M.: Entonces ¿Fue allí donde comenzó su interés por conocer las distintas lenguas?

P.B.: Ciertamente, también mi interés por los diversos estilos de vida, por las distintas mentalidades...

C.M.: Ud. mencionaba, al inicio de la entrevista, que en 1962 era estudiante, ¿Cómo vivenció el mayo francés?

P.B.: En aquella época yo era profesor en Sussex. Esta universidad tuvo a comienzos de los años sesenta la reputación de “universidad de izquierda” más por sus profesores que por sus estudiantes, por eso no tuvimos movimientos dentro de la Universidad como sí los hubo en otras universidades inglesas. En Sussex todo era permitido nada era subversivo. Claro que era muy interesante seguir los acontecimientos en Francia, pero en aquella época no me tenían demasiada confianza, yo sólo tenía 30 años. Era el principio de una distancia cultural con los estudiantes, ya que comencé a ser profesor a los 25 años y por lo mismo los estudiantes me parecían más amigos que alumnos. Luego del ‘68 aparece “otra” generación.

C.M.: Retomando la cuestión de la construcción del oficio de historiador, habíamos quedado en su formación en St. John’s College, en St. Antony’s College, su experiencia extraeuropea en clave “militar”, Sussex...

P.B.: Mi experiencia más importante luego de la de Oxford, fue en mi nueva Universidad de Sussex, con ideologías de interdisciplinariedad. Allí trabajaba con sociólogos, con especialistas en literatura... Luego en los años ‘60, con el History workshop tuve los primeros contactos con historiadores sociales de izquierda, como Raphael Samuel. En 1967 voy a Princeton, un lugar maravilloso para hacer investigación, invitado por Lawrence Stone. Casi todos tenían veinte años más que yo. Allí hablé con Panofsky, pero él no quería oír hablar de la historia social del arte, sólo le interesaba la iconografía. En aquella época el Instituto para Estudios Avanzados lo integraban solamente matemáticos, físicos, historiadores del arte, y especialistas en el mundo clásico, pero también estaba Félix Gilbert estudiando el Renacimiento. Después de Princeton y de Sussex, en 1979 fui a la Universidad de Cambridge, aquí había una gran ventaja: gente linda, más tiempo libre y una buena biblioteca, pero lo más importante intelectualmente fue cambiar de un ambiente, donde todos pensábamos mas o menos igual, a otro mucho más crítico, donde era necesario defender todo nuevo abordaje. Por ejemplo, cuando intenté organizar un curso de antropología histórica con mi colega Bob Scribner, fue preciso esperar tres años. El Comité no lo aprobaba, siempre decían que era preciso hacer unas pequeñas modificaciones; finalmente nos propusieron que el curso podría dictarse si quitábamos la teoría. Creo que esto describe mi divertido itinerario de Oxford a Cambridge, vía Sussex.

C.M.: A la manera en que aborda la Revolución historiográfica de los Annales, ¿Podría darnos una imagen de la historiografía inglesa?

P.B.: Hoy la situación es más fluida. Cuando comencé a enseñar, la mayoría de los historiadores ingleses eran historiadores políticos, estamos hablando de los años sesenta. Luego hubo un traslado hacia la historia social de la mano de un grupo de historiadores marxistas, el Grupo Past and Present, pero había mucha desconfianza hacia la historia de las ideas, hacia la historia de la cultura, es decir, hacia una historia con conexiones teóricas. Claro que estaba el Instituto Warburg pero había quedado aislado, una isla germánica y cultural, en un mar de empirismo inglés. Para muchos de mis colegas la historia cultural no tenía sustancia, ya que era y es muy importante, como dicen los ingleses, ‘tener los pies en la tierra”. En los años ‘60 se evidencia un cambio, al menos en el área de la sociología y en otras disciplinas, existe un mayor interés por las ideas continentales, las traducciones de Foucault por ejemplo. Pero fue recién en el ‘72 cuando El Mediterráneo de Braudel fue traducido al inglés, con iniciativa más norteamericana que inglesa, esto hoy parece increíble. En nuestros días la situación es más interesante y más complicada: de un lado, un nueva generación que lee a Braudel sin esa hostilidad para con Annales que mostró Elton, de otro lado, un movimiento global de reacción contra la historia social, la vuelta a la narrativa, a la historia política, esto implica hablar de una situación actual un poco confusa....

C.M.: En este marco ¿Dónde ubicaríamos a Eric Hobsbawm y a E.P. Thompson?; ¿Qué opinan ellos de esta manera de hacer historia?

P.B.: No hay unanimidad, claro que ahora casi todo el mundo respeta a Hobsbawm como un hombre de casi ochenta años que produce historia con gran penetración y estilo irónico... pero a pesar de eso, muchos historiadores ingleses piensan que Hobsbawm y Thompson son dogmáticos y rígidos. Esto es muy irónico porque ellos se definieron en oposición a un marxismo rígido.

C.M.: Luego de haber realizado una mirada sobre la historiografía inglesa actual y siendo Ud. uno de sus representantes ¿Podría decirnos cómo debe ser aprehendida su obra? Si hay una clave para su lectura teniendo en cuenta, valga la comparación, que a Platón se lo puede leer como en pequeñas cajas chinas, que a Maquiavelo se lo debe leer en zig-zag... ¿Peter Burke debe ser leído cronológicamente?; ¿Se debe agrupar su producción por temas? Hoy en este mundo cambiante ¿Ud. ha modificado lo que proponía en sus primeras obras?

P.B.: Para mí es tan importante la visión por dentro cuanto la visión por fuera de mi obra, tal vez alguien desde fuera tenga la llave para leerme, más que yo mismo. Pero mirando mi obra, es la clave cronológica la que me parece mas fácil para poder comprenderla. ¿Por qué hacer la Historia del Renacimiento italiano? Porque no quería hacer historia política, porque en aquella época todos hacían historia política, tampoco quería hacer una pura historia interna del Renacimiento sino una historia social; era la época de Raymond Williams. En 1968, Williams había publicado Cultura y Sociedad, entonces yo escogí el título Cultura y Sociedad en el Renacimiento. Era un tipo de homenaje para R. Williams. Escribiendo ese libro sobre la historia social de la cultura alta descubrí la ausencia de la cultura popular, y también escribiendo un libro general sobre el Renacimiento italiano, no era posible ni necesario ir a los archivos, porque muchas fuentes primarias ya estaban impresas, entonces en reacción contra eso quise hacer trabajo de archivo, por eso escogí Venezia y Amsterdam. Empezé con Venezia, (es decir Italia) queriendo hacer una historia comparativa y pensando en el modelo Marc Bloch me interrogué: ¿Qué ciudad puede yuxtaponerse con Venezia en el siglo XVII? Amsterdam parecía obvio. Este era otro trabajo de elites, pero no solamente de historia cultural, era historia total de un grupo estrecho. Finalmente, escribí la Cultura popular, ya que todo proyecto, en un cierto sentido es una respuesta a los puntos débiles de un proyecto interior. ¿Qué hacer después de la Cultura popular? Estudiar con más precisión la circularidad entre cultura alta y cultura baja, por eso escribí Ensayos de Historia antropológica o antropología histórica. Luego, siguiendo siempre con Italia, ¿Qué hacer? He vuelto al Renacimiento con una visión mas global: será la segunda vez que escriba sobre la Europa total; una vez la cultura popular, otra vez el Renacimiento, en un cierto sentido será un círculo.

C.M.: ¿Cómo surgió su interés por estudiar y adscribir a la Historia cultural, y en este marco, a qué se debe la interrrogación que titula su Seminario de la Maestría en Historia ¿“Hacia una nueva historia de la cultura?”. Es que como con la historia política podríamos -parafraseando a F. Guerra- hablar de un renacer de la historia cultural?

P.B.: ¿Por qué historia cultural? En primer lugar porque pensé hacer carrera como pintor o como restaurador en los museos, siempre sentí una gran atracción por la cultura visual. Como académico, como historiador, pensé al menos en hacer la historia de las artes y después, como hijo de los años ‘60, sentí el impulso de escribir y de no hacer solamente historia de elites En aquel momento en Inglaterra surgió un proyecto colectivo muy interesante: Culture Studies, una vuelta, sobre todo de críticos literarios, para estudiar la cultura popular contemporánea, aquí encontramos a Raymond Williams y luego a Stuart Hall, tal vez la cabeza mas teórica de ese grupo. Ahora me siento mas distanciado de ese abordaje, porque la carrera de Culture Studies en Inglaterra fue de mucho éxito, fue imitada en otros lugares como en Australia y hoy en Italia, pero de otro lado, el proyecto hoy por hoy me parece demasiado estrecho, estudios culturales sin la historia o historia sólo del siglo XIX, y también estudios culturales sin cultura alta, es decir grandes contrastes con el proyecto de Aby Warburg, porque él no excluyó la cultura popular, en cambio Culture Studies hoy está excluyendo a la cultura alta.

Pero es importante llamar la atención con respecto a la historia política, en primer lugar, la tendencia reaccionaria de hacer la vieja historia, y en segundo lugar, la que postula porqué no aprender algo de la antropología política, escribir historia política de estilo antropológica. Hay un libro de Annie Kriegel sobre una antropología del partido comunista francés, muy interesante, porque ella estaba dentro de ese partido y luego de salir escribió su antropología, me gustaría ver una antropología de la cámara de diputados inglesa, porque tiene unos rituales y una historia diplomática de estilo antropológica, las reglas, los rituales... Precisamos integrar la historia política en la nueva historia.

C.M.: Una herencia problemática de la historia cultural reside en la forma de concebir las relaciones entre los poderes sociales y los niveles culturales. ¿Cuál es su posición actual frente al binomio cultura popular-cultura de elites?

P.B.: Concuerdo con casi todos los investigadores en pensar que la circularidad entre cultura popular y cultura de elites es casi siempre muy importante. Pero, a mi ver es casi imposible analizar esa circularidad sin el binomio cultura popular-cultura alta. Quizás es más útil usar el plural, tal vez en casi todas las situaciones históricas es mejor utilizar culturas populares-culturas altas, y no historia de la cultura sino historias de las culturas.

Hay partes del mundo donde la interferencia política con la cultura es, o menos importante o menos obvia. En Inglaterra, tenemos la ventaja -o tal vez desventaja- que existe menos contacto entre el gobierno y la cultura -o alta o popular- lo cual implica: menos subvenciones pero también menos censura. Por eso, mi posición parece muy inocente fuera de mi contexto inglés. Tal vez nuestra felicidad resida en no tener que pensar, en nuestra isla, en esos problemas.

C.M.: En torno al tema del binomio cultura popular-cultura de elite, le propongo un diálogo imaginario con Roger Chartier...

P.B.: Existen por lo menos dos puntos de vista. Podemos escribir la historia cultural empezando con objetos culturales, textos, imágenes, prácticas: ese es el método Chartier. Siguiendo esa pista es claro que Chartier tiene razón al decir que no podremos asociar ciertas imágenes o textos con ciertos grupos sociales, hay una migración de objetos, por lo que es siempre importante distinguir los usos. Pero hay otro punto de vista que empieza por los grupos sociales, preguntándose sobre la lógica de la apropiación, la lógica subyaciendo los usos. Desde mi punto de vista, la estratificación cultural cambia; Chartier tiene razón acerca de la no estratificación social de los objetos culturales, pero tendría que tener en cuenta la estratificación de los usos culturales.

C.M.: En esta línea de los diálogos imaginarios, si Ud. debiera situarse en el contexto historiográfico de los estudios culturales, ¿Más cerca o más lejos de quién se ubicaría? De Darnton, de Ginzburg, de Levi, de Chartier...

P.B.: La pregunta es muy interesante para mí, sobre todo porque no existen grandes nombres. Natalie Zemon Davis merece la atención al igual que Keith Thomas. Resulta difícil ubicarme: formamos un grupo con tantos intereses comunes, con tantos encuentros, tantos diálogos... Tengo muchas cosas en común con todos ellos que son también mis amigos. No me siento más cerca de nadie en especial. Tal vez sea más fácil para alguien de afuera ubicarme...

C.M.: Ud. ha abordado a lo largo del seminario conceptualizaciones como mentalidades, historia de la cultura material, microhistoria -siempre alertando que se trata de conceptos sobre los que no podemos discutir eternamente-. Entonces, hoy Ud., ¿En qué momento de la reflexión se encuentra?

P.B.: Como prefacio me gustaría decir que para los historiadores ingleses yo estaría situado muy cerca de la filosofía, y para los historiadores europeos o americanos yo soy casi empirista. Siempre mi intención es hallar el equilibrio entre lo concreto y lo abstracto, y entre ideas nuevas y tradiciones culturales, porque no tengo nada contra los progresos en función de los cuales, cada generación tiene que pensar la tradición. Con respecto a la microhistoria he aprendido mucho de Giovanni Levi, pero no puedo compartir su posición enteramente. Desde mi punto de vista, Levi niega la variedad de las microhistorias posibles, y yo quiero hallar el equilibrio entre micro y macrohistoria, no me gusta situarme en una isla histórica, las conexiones siempre son importantes. Con respecto a las mentalidades, la situación es muy divertida: en Inglaterra yo debo defender la historia de las mentalidades, porque casi todo el mundo sospecha de ella. La primera vez que me encontré con la historia de los Annales, en los Estados Unidos, en la época en que Braudel consiguió su grado honorario, yo hablé contra las mentalidades, reflexioné sobre la revolución historiográfica francesa diciendo que la historia francesa de las mentalidades tiene una herencia ambigua, la herencia de Levy-Brhul, la herencia del evolucionismo, la idea de mentalidad prelógica. Entonces podría decirse que yo tenía dos caras: una para los ingleses, otra para los franceses, pero siempre quise hallar un equilibrio. Hoy ante la posición de Jacques Revel, no tan a favor de las mentalidades, tal vez deba defender la historia de las mentalidades en Francia y criticarla en Inglaterra.

C.M.: Usted en su último libro traducido al castellano Hablar y Callar, postula a la historia social del lenguaje como un intento de reconocer un terreno que la próxima generación podrá sin duda cultivar más intensivamente. Pero, ¿De qué hablamos cuando hablamos de una historia social del lenguaje?

P.B.: Mi objetivo es integrar el lenguaje en la historia social, e integrar el aspecto social en la historia del lenguaje. Mi inspiración fue la sociolinguística o sociología del lenguaje, o la etnografía del hablar o la etnografía de la comunicación, porque no pertenezco a ninguna escuela específica y hay varias escuelas entre los lingüistas de hoy. Quería hacer un puente entre lingüistas e historiadores. Claro que puede parecer un poco atrasado, hablar en los años ‘90, de una historia social del lenguaje como de una historia social del arte, pero en la introducción a ese libro, intenté mostrar que hay una influencia de la sociedad en el lenguaje, pero también una influencia del lenguaje en la sociedad, de nuevo intentando establecer un equilibrio entre fuerzas intelectuales opuestas, queriendo realizar un síntesis provisoria, teniendo en cuenta que toda síntesis intelectual es provisoria. Desgraciadamente hasta ahora, muy pocos historiadores, por lo menos que yo sepa, están siguiendo esa pista, tal vez será para el siglo que viene.

C.M.: En relación con lo antedicho, ¿Qué diferencia hay entre una historia social del lenguaje y el estudio foucaultiano de las formaciones histórico-discursivas, si tenemos en cuenta que en función de estudios realizados sobre épocas en las que no podemos auxiliarnos con la historia oral, debemos recurrir a una “oralidad escrita”?

P.B.: Me gustaría dividir la respuesta en dos apartados. El primero tiene que ver con las fuentes Creo que podemos utilizar fuentes literarias como las novelas, siempre recordando que esos textos no son espejos sino estilizaciones de la lengua hablada, claro que en el futuro con la historia oral -que ya tiene mas de treinta años-, un banco de datos no utilizado para la historia del lenguaje lo podremos utilizar para ese proyecto también. La segunda respuesta, sobre la relación entre los discursos tal vez en el sentido más literal, más estrecho del lingüista, discurso en el sentido más metafórico foucualtiano, lo cual me lleva a pensar que no es fácil ver una conexión aunque debe haberla. Desde mi punto de vista, lo interesante será hacer un abordaje sociolinguístico para el discurso del propio Foucault, con las preguntas normales para los sociolinguistas: ¿Quién habla a quién?; ¿Diciendo qué?; ¿Con qué registros, medios de comunicación?; ¿Con qué intenciones? y eventualmente; ¿Con qué resultados? Ya que desde mi punto de vista, no solamente se ha de ver el discurso de Foucault como suspendido en el aire. El sabía de lo social, pero no quería hablar de eso, no era falta de conciencia sino de voluntad.

C.M.: Retomando la cita que encabeza uno de los capítulos de su reciente publicación en habla castellana, cuando reproduce a Ortega y Gasset diciendo “el discurso consiste sobre todo en el silencio” y, el objetivo que Ud. persigue en la construcción de una historia social del silencio en la Europa moderna temprana, ¿Cómo esbozaría la historia de las cambiantes significaciones que tuvo el silencio?.

P.B.: ¿Por qué hacer ese proyecto paradojal? En primer lugar, me atraía descubrir los límites de la investigación histórica. Hoy estamos viendo una gran expansión del territorio del historiador, entonces ¿Cuáles son las fronteras?, el único medio de saberlo es explorar esos límites. En segundo lugar, la inspiración provenía de la lectura de los artículos de los antropólogos. Hay uno muy interesante de Keith Basso, sobre el silencio de los apaches, tribu a la que no le gusta hablar mucho; aquí podríamos preguntarnos: ¿Es posible viajar un día para ver a un amigo, llegar y no hablar? ¿Por qué no hablar? Porque el motivo era ver al amigo, no hablar de uno u otro asunto. Entonces, para Basso era un proyecto de explicar cómo para un grupo el silencio tiene un sentido y para otro grupo tiene otro. Así, mi idea era investigar el pasado pensando en esto y teniendo en cuenta por ejemplo, que en la época del dramaturgo Harold Pinter todos consideraban que en su teatro, los silencios eran más importantes que las palabras.

C.M.: Qué recomendaría Ud. a los investigadores que actualmente se están formando en un territorio tan complejo como es el de la historia cultural:¿ Qué no se debe dejar de leer?; ¿Qué centros de estudios se debieran conocer?; ¿Qué “pistas” se deben seguir?; ¿Cuál es su exhortación para quienes estamos construyendo el “oficio de historiador”?.

P.B.: Esta pregunta es también muy difícil. Recuerdo en estos momentos cuando entrevisté a Braudel, mi gran orgullo fue cuando él me dijo “Ud. me propone preguntas terribles!”

En primer lugar, puedo decir que se puede empezar en cualquier sitio, eso no tiene importancia, luego un consejo muy braudeliano: siempre es muy importante colocar el tema escogido en un contexto o mejor en varios contextos, hasta llegar al contexto global. Es muy importante no encerrarse en una investigación, hay que mirar las conexiones entre ese tema, esa aldea y esa persona y las cosas mas grandes. Por otra parte hoy, en la época de la globalización historiográfica es más difícil recomendar Paris, Princeton, Bielefeld... es siempre importante no encerrarse en una lengua, en una mentalidad. Así, para la formación de un buen historiador del siglo XXI, será muy importante aprender lenguas, viajar, saber escuchar, y entrar en discursos historiográficos de tradiciones muy diversas. En cuanto a las lecturas, no sólo se deben leer los libros más apreciados dentro de la nueva historia, claro que es imposible no leer El Mediterráneo de Braudel, pero también es imposible dejar de lado a Burkhardt, con La Civilización del Renacimiento, o a Huizinga con El otoño de la Edad Media, si tomamos una perspectiva cultural. Ahora, como historiador de la política conozco mejor la historiografía de mi país, por lo que creo interesante proponer la lectura de Lewis Namier, que no es inglés sino mas inglés que los ingleses, pero hizo un estudio pionero sobre la estructura política de Inglaterra en el siglo XVIII, gran obra desmitificante, donde dice que detrás de las fachadas de los partidos políticos existe una realidad mucho mas clientelística.

C.M.: Finalmente, ¿podría expresar su opinión acerca de la función-historiador en las puertas del siglo XXI?.

P.B.: Tal vez valga la pena tomar la posición de historiador de la cultura, diciendo que no es el único rol importante, pero destacándolo. El papel de la historia de la cultura es en una frase “hacer la traducción cultural”. Precisamos cada vez más de la traducción cultural y del entendimiento entre gentes de culturas diversas. En estos momentos, de resurgimiento de los nacionalismos y también porque es una época de cambios tan rápidos, precisamos más y más de una traducción cultural entre el pasado y el presente. Desde mi punto de vista, este es a futuro, el gran papel para nosotros, los historiadores de la cultura.