La historia se profesionaliza en el siglo XIX, en un lugar específico, en un contexto determinado. El lugar: el medio universitario alemán. El contexto: una peculiar revuelta en contra del espíritu positivo francés, que intentaba convertir a la historia en un caso de la ciencia. Hubo allí un cambio de folio, sobre el que conviene iniciar una buena discusión. Para aprovechar en eso, adelanto alguna información esencial.
Siempre había habido personas que escribían historias, guiadas por propósitos cognitivos honestos. Estos esfuerzos, sin embargo, habían sido llevados, en forma individual, por amateurs. Esto cambió en Alemania, cuando Wilhelm von Humboldt creó la Universidad de Berlín, en el año de 1810, acordándole a la historia un lugar propio, que no había tenido antes. Hasta entonces la historia había sido un ramo menor, impartido al interior de las facultades de filosofía, derecho y teología. No había facultades o institutos de historia, ni cursos especiales para historiadores, ni especialistas que sólo se dedicaran a la historia. Esto cambió cuando toda esa sociedad vivió un generalizado vuelco hacia la historia, cuyas razones voy a comentar, quizás, un poco después. Pasó esto. A fines del siglo XVIII un grupo selecto de eruditos alemanes perfeccionaron una serie de técnicas que permitían analizar con máximo rigor documentos y textos del pasado, fundamentalmente los textos sagrados. El desarrollo de la gramática comparada, la epigrafía, la filología, la paleografía, la numismática, la arqueología, la hermenéutica (técnicas para la interpretación de textos), fue integrado, en un cuerpo coherente, por Niebuhr, a principios del siglo XIX, cuando nosotros pasando las aflicciones políticas de fines de la etapa colonial. Gracias a ello se perfeccionó lo que nosotros vamos a conocer como el “método crítico”: un conjunto razonado de procedimientos que permiten realizar un estudio riguroso y controlado de fuentes, gracias al cual es posible establecer sobre bases seguras (aunque no indiscutibles) la verdad de los hechos.
Siempre había habido personas que escribían historias, guiadas por propósitos cognitivos honestos. Estos esfuerzos, sin embargo, habían sido llevados, en forma individual, por amateurs. Esto cambió en Alemania, cuando Wilhelm von Humboldt creó la Universidad de Berlín, en el año de 1810, acordándole a la historia un lugar propio, que no había tenido antes. Hasta entonces la historia había sido un ramo menor, impartido al interior de las facultades de filosofía, derecho y teología. No había facultades o institutos de historia, ni cursos especiales para historiadores, ni especialistas que sólo se dedicaran a la historia. Esto cambió cuando toda esa sociedad vivió un generalizado vuelco hacia la historia, cuyas razones voy a comentar, quizás, un poco después. Pasó esto. A fines del siglo XVIII un grupo selecto de eruditos alemanes perfeccionaron una serie de técnicas que permitían analizar con máximo rigor documentos y textos del pasado, fundamentalmente los textos sagrados. El desarrollo de la gramática comparada, la epigrafía, la filología, la paleografía, la numismática, la arqueología, la hermenéutica (técnicas para la interpretación de textos), fue integrado, en un cuerpo coherente, por Niebuhr, a principios del siglo XIX, cuando nosotros pasando las aflicciones políticas de fines de la etapa colonial. Gracias a ello se perfeccionó lo que nosotros vamos a conocer como el “método crítico”: un conjunto razonado de procedimientos que permiten realizar un estudio riguroso y controlado de fuentes, gracias al cual es posible establecer sobre bases seguras (aunque no indiscutibles) la verdad de los hechos.
El método crítico nos aportaba el recurso que necesitabamos para terminar con una mala costumbre de la historia.
Antes de que hubiera historia profesional (y profesionales de la historia) primaba un concepto de la historia como “maestra de la vida”. ¿Qué quiere decir Koselleck, autor de la etiqueta, con esta idea?. La historia de la etapa amateur se interesaba en la verdad del pasado. Como no. Pero la transmisión de esas verdades al lector no era el único propósito que guiaba a los historiadores pre-profesionales. Importaba, tanto como el esfuerzo de veracidad en la configuración de los hechos, extraer de ellos ejemplos que nos enseñaran como vivir mejor en el presente. ¿Quiénes escribían o enseñaban historias? La historia era un consumo suntuario que se permitían solamente los aristócratas: se la usaba como un receptorio de enseñanzas y ejemplos que permitieran educar las mentes más jóvenes.
Pues bien, para construir discursos que aleccionen bien a los hijos de la elite, no se necesitaba un trabajo erudito demasiado atildado. Solamente disponer de una buena pluma, habilidades para argumentar, para seducir, en suma, para formar.... ¿Importante que el manejo de la información sea confiable? No necesariamente. Lo importante es que los hechos colaboren a la tarea de dejar una buena lección moral.
Eso planteaba un problema con la cuestión de los datos. Los historiadores anteriores eran grandes escritores. Qué duda cabe. Pero el trabajo en los archivos no era su fuerte. Ellos, la verdad, no mostraban mucho interés en bucear en fondos documentales para establecer hechos sobre bases seguras; porque para ellos los hechos mismos no eran un objetivo por sí mismos: los miraban solamente como munición para sus alegatos sobre el presente. Gracias al trabajo de Niebuhr los hechos comenzaron a tener centralidad, tanta que von Humboldt decide transformar a la historia en una disciplina con domicilio propio.
En un principio se trabó un fuerte debate dentro de la universidad de Berlín. La historia siempre había tenido un papel subalterno, desde los tiempos de Aristóteles. Ahora que von Humboldt había decidido subirle el pelo, liberándola de sus tutelas, quedaba todavía por ver a qué tipo de especialistas había que asignarle su desarrollo. ¿A esos eruditos que estudiaban la paleografía o la numismáticas? ¿a los literatos? Quizás la solución más obvia era pasarle la responsabilidad a la figura más conocida y respetada de la universidad de Berlín, que hecho un trabajo admirable transformando a la historia en el medio que necesitaba su gran proyecto filosófico para afirmarse. Me refiero, por cierto, a Hegel. ¿Se le daría a él y sus discípulos la tarea de iniciar la disciplina? Pronto von Humboldt advirtió la necesidad de dejar el estudio del pasado a un tipo distinto de investigador, encarnado como nadie en la figura de Ranke.
La historia profesional, defendió, no podía ser entregada a manos de los filósofos. Menos si se trataba de Hegel. Hegel concebía la nueva disciplina, en fundación, de la manera conocida: su meta era estudiar la manera como el Espítu del mundo, lo absoluto, iba realizándose en el tiempo; recomendaba operar operar siempre deductivamente, partiendo de lo abstracto, para luego bajar a lo real en busca de ejemplos que validaran este esfuerzo de inteligencia especulativa. La intención general de Hegel primó en la universidad hasta el año de 1824, cuando otro profesor de la misma universidad publicó su clásica obra Historia de los pueblos romano y germano de 1494 a 1514, en la cual plantea un cuestionamiento fundamental a la ortodoxia dominante. La Idea, lo absoluto, señala Leopold von Ranke, existe y es su existencia el motor de los cambios históricos, la carne de la historia. Hegel tiene razón, pues, cuando asevera que la letra de la historia que viven los humanos es escrita, al final, por la pluma de Dios. Pero se equivoca en el camino. Para acceder a lo universal, como historiadores, es necesario operar inductivamente, estudiando con máxima preocupación las manifestaciones concretas de la Idea, sin intentar derivar de ello lecciones de ningún tipo, sin ningún propósito distinto que el logro de un conocimiento auténtico de lo concreto, como algo único, especial. Luego de estudiar lo concrete, si se quiere, podemos pasar al momento de la filosofía.... haciendo lo contrario de los filósofos: extrayendo las huellas de lo universal que se encuentran realizadas en lo singular. La filosofía, por si sola, es puro aire. ¿Algo cognitivamente estéril? Por cierto que no. Las generalidades que nacen de las mentes especulativas químicamente puras tienen un gran interés filosófico o lógico. Pero eso no cuentan como historia.
Vamos a conversar sobre todo esto. Importante tener en mente lo siguiente. Ranke quiere demostrar con su trabajo que la única misión del historiador es estudiar el pasado "tal como fue". Es ese trabajo menudo ese trabajo menudo con los detalles que los filósofos desprecian y que los historiadores anteriores desarrollan tan mal (porque casi no conocían los archivos, porque escribían sus textos iluminados usando bibliografía y fuentes secundarias, sin cuidarse de establecer la autenticidad de los datos que tomaban prestados con tanta ligereza) lo que deber resultar definitorio de nuestro ser profesional.
¿Qué resultados garantiza esta máxima? El propio Ranke nos dejó sus notables estudios para que nos formaramos una idea del tipo de historia que tenía en la cabeza (que quizás son mucho menos ‘rankeanos’ que las historias que el propio autor reclamaba como necesarias). Junto con eso, inventó un tipo especial de pedagogía. La historia, mantuvo, no puede enseñarse mediante lecciones expositivas. Se necesita ir al laboratorio, al taller, tal cual lo hacen todos los científicos. Nuestro taller, en este caso, son los cursos de seminario.
¿Cómo son esos cursos para investigadores? Ranke nuevamente fue a lo concreto. Lo mejor suyo afloró en el brillante seminario que impartió por décadas. Un seminario similar a los que ustedes conocen, en que los alumnos debían presentar los resultados de sus trabajos en archivos.
¿Algo novedoso? Sin dudas. Antes de que se formaran estos seminarios, rara vez historiador se cruzaba con un documento. A partir de entonces los documentos fueron la pieza fundamental, fueron casi todo para el historiador.
Los seminarios de Ranke causaron furor dentro y fuera de Alemania. En pocas décadas el modelo alemán de historia de historia científica se convirtió en el estandar de la profesión. Comenzaron a aparecer libros de textos, como los de Ernst Bernheim o de C.V. Langlois y Charles Seignobos, que intentaban homogeneizar nuestro lenguaje y nuestras metodologías, a partir de los postulados de los historiadores alemanes, a los que se suplementaba un último ingrediente: una dosis de positivismo, pasado por el tamiz del empirismo (que le quitaba ese fuerte sabor a metafísica que subsistía en el idealismo de los investigadores alemanes). Miles de estudiantes de distintas partes del mundo –como el chileno Valentín Letelier– optaron por culminar sus estudios de historia en las universidades de Göttingen, Heildelberg, Leipzig, Friburgo o Berlín a fines del siglo XIX. Allí pudieron encontrar, con creces, lo que sus países de origen no les ofrecían.
Como ha subrayado muy bien Novick, las universidades alemanas, a diferencia de otros centros académicos en Europa o América, no se sentían comprometidas con la tarea de formar sujetos adaptados a las exigencias morales y culturales del lugar; no querían formar católicos o buenas personas o grandes dirigentes (como sucedía con todas las universidades del mundo, incluidas las chilenas); ellas se habían fijado un ideal mucho más modesto (pero a la vez satisfactorio para las mentes más inquietas): no querían formar personas, solo investigadores; la búsqueda de un saber riguroso, racional, era su única meta; la búsqueda de la excelencia académica, en términos generalmente empíricos, más que teóricos, era su mandato.
Eran, además, notoriamente más baratas que cualquier universidad de cierto nivel en Europa, lo que no es poco decir, y ofrecían, a cambio de un sacrificio pecuniario razonable, muchísimo más que éstas: especialistas en todos los campos –numismática, paleografía, epigrafía...– y, en la cima del sistema, la figura magnifica y seductora del severo y autoexigente herr professor, en lugar de los seres poco significativos que poblaban las academias tradicionales.
Por las razones que fuera, el caso es que logró estructurarse un cierto consenso en torno a los postulados de la ‘escuela científica’ alemana. En las distintas universidades comenzaron a abrirse institutos de historia. Apareció dentro de ellas un tipo distinto de historiador. Ya no se trataba de un dilettante que hablaba del pasado con toda libertad. Los nuevos historiadores, inspirados en la imagen del maestro, eran funcionarios asalariados, que consagraban su vida a la investigación en archivos y al entrenamiento, en seminarios, de nuevas generaciones de investigadores. Los estudiantes de historia, a su vez, se transformaron en aspirantes a académicos. Debían estudiar cada uno de los períodos de la historia universal (debían recibir todos los conocimientos acumulados por las generaciones anteriores). Luego de eso, debían demostrar que dominaban bien el método crítico de los alemanes, realizando una tesis final. Luego de eso debían contribuir a esparcir el mensaje desde nuevos púlpitos universitarios y escribiendo en revistas especializadas para historiadores.
La historia se había convertido en una profesión, que necesitaba su propia teoría, algo distinto a lo que nos ofrecía Hegel, con su mayúsculo proyecto filosofante de historia universal. Detrás de todo esto hay presupuestos para regalar, que aflorarán cuando nos enredemos con el tema del historicismo.
¿Cómo son esos cursos para investigadores? Ranke nuevamente fue a lo concreto. Lo mejor suyo afloró en el brillante seminario que impartió por décadas. Un seminario similar a los que ustedes conocen, en que los alumnos debían presentar los resultados de sus trabajos en archivos.
¿Algo novedoso? Sin dudas. Antes de que se formaran estos seminarios, rara vez historiador se cruzaba con un documento. A partir de entonces los documentos fueron la pieza fundamental, fueron casi todo para el historiador.
Los seminarios de Ranke causaron furor dentro y fuera de Alemania. En pocas décadas el modelo alemán de historia de historia científica se convirtió en el estandar de la profesión. Comenzaron a aparecer libros de textos, como los de Ernst Bernheim o de C.V. Langlois y Charles Seignobos, que intentaban homogeneizar nuestro lenguaje y nuestras metodologías, a partir de los postulados de los historiadores alemanes, a los que se suplementaba un último ingrediente: una dosis de positivismo, pasado por el tamiz del empirismo (que le quitaba ese fuerte sabor a metafísica que subsistía en el idealismo de los investigadores alemanes). Miles de estudiantes de distintas partes del mundo –como el chileno Valentín Letelier– optaron por culminar sus estudios de historia en las universidades de Göttingen, Heildelberg, Leipzig, Friburgo o Berlín a fines del siglo XIX. Allí pudieron encontrar, con creces, lo que sus países de origen no les ofrecían.
Como ha subrayado muy bien Novick, las universidades alemanas, a diferencia de otros centros académicos en Europa o América, no se sentían comprometidas con la tarea de formar sujetos adaptados a las exigencias morales y culturales del lugar; no querían formar católicos o buenas personas o grandes dirigentes (como sucedía con todas las universidades del mundo, incluidas las chilenas); ellas se habían fijado un ideal mucho más modesto (pero a la vez satisfactorio para las mentes más inquietas): no querían formar personas, solo investigadores; la búsqueda de un saber riguroso, racional, era su única meta; la búsqueda de la excelencia académica, en términos generalmente empíricos, más que teóricos, era su mandato.
Eran, además, notoriamente más baratas que cualquier universidad de cierto nivel en Europa, lo que no es poco decir, y ofrecían, a cambio de un sacrificio pecuniario razonable, muchísimo más que éstas: especialistas en todos los campos –numismática, paleografía, epigrafía...– y, en la cima del sistema, la figura magnifica y seductora del severo y autoexigente herr professor, en lugar de los seres poco significativos que poblaban las academias tradicionales.
Por las razones que fuera, el caso es que logró estructurarse un cierto consenso en torno a los postulados de la ‘escuela científica’ alemana. En las distintas universidades comenzaron a abrirse institutos de historia. Apareció dentro de ellas un tipo distinto de historiador. Ya no se trataba de un dilettante que hablaba del pasado con toda libertad. Los nuevos historiadores, inspirados en la imagen del maestro, eran funcionarios asalariados, que consagraban su vida a la investigación en archivos y al entrenamiento, en seminarios, de nuevas generaciones de investigadores. Los estudiantes de historia, a su vez, se transformaron en aspirantes a académicos. Debían estudiar cada uno de los períodos de la historia universal (debían recibir todos los conocimientos acumulados por las generaciones anteriores). Luego de eso, debían demostrar que dominaban bien el método crítico de los alemanes, realizando una tesis final. Luego de eso debían contribuir a esparcir el mensaje desde nuevos púlpitos universitarios y escribiendo en revistas especializadas para historiadores.
La historia se había convertido en una profesión, que necesitaba su propia teoría, algo distinto a lo que nos ofrecía Hegel, con su mayúsculo proyecto filosofante de historia universal. Detrás de todo esto hay presupuestos para regalar, que aflorarán cuando nos enredemos con el tema del historicismo.