La historia vive un completo cambio de piel a partir de la Segunda Guerra Mundial. Se inauguró, luego de esa fisura profunda en la trayectoria de occidente, un nuevo período en que los historiadores modifican de manera sustantiva su actitud hacia el trabajo que realizan, sus fundamentos, métodos y funciones.
Este cambio es notable, tomando en cuenta datos que son indesmentibles. Antes de 1945 los historiadores seguían, sin vacilaciones importantes, las pautas definidas por sus predecesores del siglo XIX y primera mitad del XX. Es cierto que siempre hubo modos alternativos de concebir la historia, que polemizaban con el modelo de historia tradicional. Basta pensar en figuras como Alexis de Tocqueville o Jacob Burckhardt, que cultivaban una idea de horizontes mucho más amplios, que incluía las temáticas sociales y culturales. En las primeras décadas del siglo XX las posturas de estas voces aisladas lograron ecos más interesantes, cuando tomaron forma corrientes que cuestionaron con firmeza los supuestos de la escuela de “historia científica” de los alemanes. Estas corrientes críticas tuvieron una irradiación más amplia, pero de todas maneras se trataba de golondrinas sueltas que no lograban hacer verano.
¿Contra qué se levantaban estos críticos?
Había diferencias notables entre todos estos nuevos historiadores. Pero también algo en común. Ellos no cuestionaban, a la manera de un Nietzsche o, más recientemente, de un Frank Ankersmit o un Keith Jenkins, las intenciones científicas de la empresa histórica, por considerarlas implausibles; cuestionaban a los historiadores científicos por lo contrario de esto: los acusaban, como dice por ahí Lawrence Stone, de no haber sido lo suficientemente científicos.
La tesis de que era posible sumergirse en el pasado usando como único método la intuición de un interprete que se deja guiar por el sentido común, les parecía algo muy limitado, si es que no irrisorio. Para que la historia se ganara el trato de una verdadera ciencia, pensaban, necesitaba sofisticar sus protocolos de trabajo, incorporando pautas procedimentales razonadas, sujetas al escrutinio público; necesitaba abordar sus temas guiada por preguntas e hipótesis explícitas; necesitaba contar con un lenguaje técnico mínimo, que garantizara esos consensos obligados a los que obligan las buenas formas de comunicación. Impensable hablar de historia científica sin el amparo de una teoría explícita, que pudiera insuflar a los temas, conceptos y enfoques ese aire de familia necesario para organizar los avances producidos por el ejército de obreros de la ciencia, los llamados investigadores de 'pala y picota'. Por cierto, debía tratarse de teorías acotadas, nada que ver con las especulaciones macro-históricas de un Hegel o un Spengler.
La noción de la historia como una plena ciencia social encontró un suelo muy mal abonado en las primeras décadas del siglo XX. En realidad, sólo logró penetrar en dos sistemas universitarios. En Estados Unidos y Francia la nueva historia comenzó a ser tratada en serio antes que en cualquier parte. Hubo allí, por lo mismo, el tiempo necesario para madurar una discusión, para definir las problemáticas y los temas, para encontrar un vocabulario común, para iniciar la apertura institucional hacia otros departamentos universitarios (lo mismo que hacia otras especialidades), para zanjar las cuestiones metodológicas primarias. Se creó atmósfera, se forjó los acuerdos mínimos, se logró el apoyo de algunos medios institucionales y se formó un núcleo de estudiosos de alta calidad, aunque pequeño, colocados en posiciones académicas de relativa importancia. Esta acumulación de capital humano e institucional permitió que pudiera iniciarse un proceso de socialización de los modos norteamericano y francés de abordar la historia social, dentro de los respestivos sistemas nacionales, que luego van a aportar los modelos que va a necesitar la 'nueva historia' para iniciar sus exploraciones fronterizas, un par de décadas después, como resultado del trauma provocado por la Segunda Guerra Mundial.
Este acontecimiento mayúsculo modificó de una manera sustantiva la concepción que tenían los profesionales de la disciplina. Y eso se entiende. El mundo que existía antes de la guerra, perdió toda consistencia. Comienzó, a partir de entonces, otra fase en la trayectoria de la humanidad, una en la que los modos habituales de conceptuar y representar el mundo pasado pierde todo sentido.
¿Qué era la historia tradicional sino el espejo en que el europeo podía exponer esa impecable trayectoria de progreso empujado a lo largo de los siglos, por la civilización más vital y exitosa?. Luego de la guerra, ya no fue posible mantener ideas muy optimistas acerca de los avances que permitían las formas más tradicionales de racionalidad occidental.
Esta guerra no fue un conflicto más de los muchos que se habían permitido las naciones que conformaban el primer mundo. Se trató de uno de los acontecimientos más cruentos y devastadores que se hayan producido jamás. Es que los contendores no eran naciones pobres y atrasadas de algún rincón del mundo, que disputaran por añejas cuestiones territoriales. Eran, muy por el contrario, los países más industrializados, más cultos, más avanzados en cualquier terreno, que usaron toda su inteligencia, todos sus recursos, todas sus tecnologías, para provocar destrucciones masivas, nunca antes vistas.
Fue, en todos los sentidos, una guerra moderna, propia del siglo XX, anticipo del siglo XXI: a diferencia de las guerras anteriores, incluida la Primera Guerra Mundial, que fueron guerras de soldados, esta fue una verdadera “guerra de máquinas”. Se enfrentaron, en ella, los aparatos tecnológico-productivos de las naciones más avanzadas, que eran cabezas de civilizaciones complejas, herederas de todas las más altas culturas.
Esas máquinas, que fueron usadas para ganar la guerra, causaron lesiones sin precedentes por toda la superficie del orbe. Esta fue, sabemos, la primera guerra genuinamente mundial. El saldo fueron muchos millones de muertos, buena parte civiles, un continente arrasado, el desarraigo de una cantidad casi tan significativa de refugiados....
Hubo naciones que perdieron a una parte importante de su población: Unión Soviética, Yugoeslavia, Alemania, Polonia. Esta dilapidación grave de recursos humanos ultrasofisticados (pienso en la pérdida de pensadores del calibre de Marc Bloch o Walter Benjamin) no fue, acaso, lo más grave. La guerra provocó un severo desbalance demográfico, desestabilizando a las familias y las sociedades. La juventud desapareció, especialmente la masculina.
Esta crisis demográfica obligó a que la familia y las organizaciones básicas de la sociedad tuvieran que comenzar a cambiar. En la post-guerra se impuso una cultura más individualista, refractaria a toda forma de tradicionalismo, que se sentía cómoda en otros tipos de organización y de asociación. El efecto tangible de este realineamiento global vivido en occidente, fue un cambio muy acelerado en las costumbres, que conformó el horizonte de vida de una sociedad muy distinta a la anterior, una sociedad nueva que necesitó ser representada por una historiografía que tuviera mayores conexiones con las ciencias sociales (que habían demostrado habilidad para dar un tratamiento apropiado a los fenómenos que conocimos desde mediados del siglo XX).
Esta redefinición debió mucho a ciertos aspectos de la coyuntura vivida en estos años, sobre los que vale la pena conversar un rato.
Uno de los resultados más sorprendentes con que se encontró el mundo, al término del conflicto, fue la evidencia del holocausto: el asesinato a escala industrial perpetrado en contra de los judíos europeos (de una clase bien definida de seres humanos). ¿Qué fue lo específicamente novedoso de este acontecimiento? Este genocidio no fue, como otros, el resultado espontáneo de un estallido irracional de violencia, motivado por una rivalidad étnica o territorial antigua (p. ej., la masacre perpetrada por los tutsis, en contra de los hutus, durante un verdadero carnaval de racismo asesino que se prolongó por cerca de 2 meses del año de 1990). Fue una acción planificada, que tuvo lugar en el corazón de la potencia intelectualmente más sofisticada de Europa, acaso del mundo, que decidió usar su mejor tecnología y sus mejores personas para exterminar un pueblo completo, bajo la inspiración de lo que podríamos llamar una teoría del desarrollo (las teorías raciales del Gobineau, que hacían el progreso humano función de la pureza de la sangre). Una razón puramente intelectual, al fin, para justificar una de las mayores sinrazones que habíamos conocido. Una más, porque la guerra nos permitió vivir el anticipo de otra, de consecuencias acaso más graves.....
Luego del Holocausto, vinieron Hiroshima y Nagasaki. Estados Unidos, que era parte del mismo club cultural ultra-sofisticado que los alemanes, había desarrollado armas que tenían un potencial desconocido. Y se había mostrado, además, disponible para usarlas causando a su enemigo, en solo dos días, la misma cantidad de bajas que había sufrido Estados Unidos durante toda su participación en la guerra. Luego de la explosión de estas bombas los norteamericanos iniciaron una carrera armamentista absurda con los soviéticos, en miras a obtener supremacía total sobre un mundo.
La guerra provocó un realineamiento completo en la política mundial. Europa perdió el predominio que había tenido por milenios, entregando el mundo en bandeja a dos mega-potencias, la URRS y Estados Unidos, que se pelean cada uno de sus fragmentos, en una carrera desbocada hacia el final de la historia, que se hace, extrañamente, en el nombre de la paz: una carrera armamentista sin freno que augura la posibilidad completamente real de una tercera guerra mundial, que realizará el anuncio del apocalípsis contenido en las escrituras de las distintas religiones. ¿Qué habrá después de la crisis nuclear? Quizás, un mundo en que no subsista ninguna forma de vida, porque la ingeniería y la ciencia de las superpotencias desarrolló armas con un potencial increíble, capaces de eliminar toda forma de vida, en territorios muy amplios, sin afectar los objetos físicos... demostrando hasta que extremo de irracionalidad puede llevarnos una razón que ha extraviado la conexión con la ética, con los antiguos valores de la decencia. ¿Qué vendrá entonces? Seguramente un mundo militarizado, en que desaparecerán las formas occidentales de urbanidad política (comprensible, tomando en cuenta que han sido los mismos occidentales los que han llevado a la crisis). Surgirán, quizás, severos autócratas que intentarán ofrecer cuotas controladas de seguridad a un mundo en zozobras, sacrificando todos los logros de la libertad. Ya hay un anticipo de esas posibilidades en el régimen bárbaro organizado por Lenin y Stalin en el rincón más subdesarrollado de Europa (los primeros en ensayar ‘soluciones finales’ contra sus adversarios, que les permiten apuntalar sistemas totalitarios).
La guerra de máquinas que compromete a todo el planeta, el asesinato en forma industrial perpetrado en contra de los judíos, con todos sus anticipos y ecos, y el uso de la energía nuclear para a un enemigo que cuenta con medios similares, eran hechos completamente nuevos, para los cuales las historias tradicionales no tenían palabras, ni conceptos, ni esquemas, ni marcos de sentido, ni tramas apropiadas. ¿Cómo describir con categorías éticamente neutras, estos horrores modernos, perpetrados por sociedades que admirábamos tanto, que se habían ofrecido como paradigma de civilización, usando para ello el espejo de la historia? ¿qué narrativa ‘objetiva’ podía hacerse cargo de estas experiencias completamentes nuevas?
Los horrores vividos entre 1939 y 1945, que parecen solo un tímido anticipo de nuevos horrores posibles, destruyen la confianza del europeo en sí mismo, y en el tipo de historia que se ventilaba allí. Luego del holocausto y de Hiroshima es muy difícil mirar con la antigua complacencia el curso de la historia, tal cual es presentado por esa historiografía tradicional que desarma los grandes procesos de la historia de un siglo tan complejo, en minúsculos estudios monográficos, cuyo asunto son detalles de la contingencia política. Un asesinato a gran escala, un régimen totalitario, no puede ser explicado por las acciones de media docena de ‘héroes’ o ‘villanos’. Hay que examinarlos como resultado de necesidades que surgen desde dentro de una sociedad, en un contexto determinado, en una época dada. Ya no es posible, sobretodo, seguir pensando que nuestra única misión es describir las cosas tal cual han sido. La máxima que impele a la profesión a limitar el trabajo investigativo al examen imparcial de hechos singulares, usando categorías neutrales, como si no nos importaran, es algo que violenta profundamente las nociones éticas, políticas y estéticas de los historiadores de la post-guerra, que aspiran a que su trabajo sirva para construir un mundo un poco mejor que el que sus padres levantaron (un mundo muy distinto de este).
Holocausto, bombas nucleares, bombas biológicas. El verdadero fin de la historia parece a la vuelta de la esquina. Hay, en todas partes, una sensación apocalíptica. La ilusión del progreso indefinido de los positivistas desaparece. El mundo se ve como algo incierto y hostil. Y toda esa incertidumbre y sinrazón parece hundir sus raíces más profundas en el mundo precedente, que había sido tan exaltado por las narraciones cándidas de ese historiador burgués (un interprete indulgente, que había ayudado a justificar con su trabajo ese nacionalismo expansivo (causante de la guerra, ahora visto con horror), que había los hechos y procesos de la época precedente, como elementos centrales en el camino del progreso, cuando se trataba, solamente, los cimientos y precondiciones para las barbaries posteriores, que preludian la crisis terminal de occidente, acaso del mundo.
Hay una sensación de haber tocado fondo. Todo lo legado por las generaciones anteriores parece una pesadilla (pesadilla que culmina con Auschwvitz). Hay que borrar ese legado infame, partiendo todo de nuevo. Una nueva historia vivida, una nueva forma académica de abordar esa historia (y la pasada).
La historia tiene que ir más rápido, para que podamos superar la herencia de un pasado horrible. Hay una generación disponible para eso, que quiere evitar que las cosas sigan como antes.
Hay que superar la tradición, lanzarse al futuro liberados del “peso de la historia”. Las elecciones que tienen lugar a la salida de la guerra, en los distintos países europeos, ilustran la importancia de esta perspectiva refrescante. En todos los países europeos se producen triunfos sonados para la izquierda. En todas partes, por lo mismo, se imponen agendas progresistas. Cambio. Futuro. Condena para el pasado. ¿Y esa historia, que trataba con tanta gentileza el pasado, suponiendo que el mundo era una cosa ordenada, que progresaba sin pausa? La condena tiene que extenderse a ella. ¿No han invocado siempre los genocidas como justificación las razones de la historia (de esa historia parcelada, limitada, sectaria, que suprime al otro, que invita a la guerra)?.
La generación de la post-guerra no puede simpatizar con ella (con la historia tradicional). Menos todavía los propios historiadores. Porque el historiador no nace en el aire. Es parte, acaso como nadie, de las urgencias del presente, precisamente porque es quien vive con más consciencia la memoria (otra adulteración grave de Ranke: aquella que trata al historiador como un marciano desarraigado de la memoria de su época). Siente, por lo mismo, la misma urgencia de todos los que rechazan el mundo que permitió el horror de la guerra: traduce ese sentimiento en la convicción de que ha llegado el momento de reconsiderar las bases y los postulados centrales de la disciplina.
Advierte que sus recursos no sirven para aprehender el periodo histórico que se inicia cuando se desmorona ese mundo dominado por las potencias colonialistas de Europa, con una Inglaterra que actuaba como la cabeza y surge orden internacional presidido por dos grandes superpotencias, capitalismo contra socialismo, democracia liberal contra democracia social (en realidad, dictadura de un partido político, para no abusar del término ‘democracia’), que mantienen una paz mentirosa y peligrosa, basada en la disuación nuclear, un mundo de descolonización, en que nace el llamado tercer mundo, escenario de formas de pobreza y abandono desconocidas, de todos los conflictos bélicos, por motivos territoriales, étnicos o religiosos, escenario candente, también, de la revolución. Ese mundo, que despuntó al término de la Segunda Guerra Mundial y que comienza a cerrarse cuando se produce la caída del muro de Berlín y se impone una nueva forma de multiletaralismo presidido por una potencia única.
¿Hacia qué dirección hay que llevar la ‘nueva historia’ que haga el esfuerzo de aprehender ese mundo? La ‘nueva historia’ se ha planteado, como meta, la transformación de la disciplina en una ciencia social, cuyo tema es el cambio. Aunque se ha dado preferencia a los aspectos económicos y sociales (últimamente a los culturales), la norma ha sido la flexibilidad: la crisis del paradigma único de la historia tradicional no ha dado lugar a su reemplazo por un nuevo paradigma único (el de una historia social, p. ej.). Lo que ha sucedido, más bien, es que se han ido afirmando una diversidad de paradigmas que son, todos ellos, respuesta a los desafíos que comportan las pulsiones más importantes de la historia reciente. Cada gran fenómeno y problema de la contemporáneidad ha dejado una huella relevante en la historia, motivando el despliege de una corriente historiográfica dada.
El resultado de todo esto no ha sido, pues, el reemplazo de una visión tradicional defectuosa, por una nueva visión virtuosa, apta para tomarle la medida a los procesos complejos y ramificados que conoce la historia mundial en el siglo XX. Lo que ha pasado es que una visión que lograba describir bien uno de los aspectos de la historia europea del siglo XIX (la formación de los estados nacionales) ha sido reemplazada por un abanico amplio y disperso de perspectivas que intentan aprehender el sentido de los distintos fenómenos que son más característicos de nuestros tiempos.
Se llama a este abanico, generalmente, la ‘nueva historia’.
Este cambio es notable, tomando en cuenta datos que son indesmentibles. Antes de 1945 los historiadores seguían, sin vacilaciones importantes, las pautas definidas por sus predecesores del siglo XIX y primera mitad del XX. Es cierto que siempre hubo modos alternativos de concebir la historia, que polemizaban con el modelo de historia tradicional. Basta pensar en figuras como Alexis de Tocqueville o Jacob Burckhardt, que cultivaban una idea de horizontes mucho más amplios, que incluía las temáticas sociales y culturales. En las primeras décadas del siglo XX las posturas de estas voces aisladas lograron ecos más interesantes, cuando tomaron forma corrientes que cuestionaron con firmeza los supuestos de la escuela de “historia científica” de los alemanes. Estas corrientes críticas tuvieron una irradiación más amplia, pero de todas maneras se trataba de golondrinas sueltas que no lograban hacer verano.
¿Contra qué se levantaban estos críticos?
Había diferencias notables entre todos estos nuevos historiadores. Pero también algo en común. Ellos no cuestionaban, a la manera de un Nietzsche o, más recientemente, de un Frank Ankersmit o un Keith Jenkins, las intenciones científicas de la empresa histórica, por considerarlas implausibles; cuestionaban a los historiadores científicos por lo contrario de esto: los acusaban, como dice por ahí Lawrence Stone, de no haber sido lo suficientemente científicos.
La tesis de que era posible sumergirse en el pasado usando como único método la intuición de un interprete que se deja guiar por el sentido común, les parecía algo muy limitado, si es que no irrisorio. Para que la historia se ganara el trato de una verdadera ciencia, pensaban, necesitaba sofisticar sus protocolos de trabajo, incorporando pautas procedimentales razonadas, sujetas al escrutinio público; necesitaba abordar sus temas guiada por preguntas e hipótesis explícitas; necesitaba contar con un lenguaje técnico mínimo, que garantizara esos consensos obligados a los que obligan las buenas formas de comunicación. Impensable hablar de historia científica sin el amparo de una teoría explícita, que pudiera insuflar a los temas, conceptos y enfoques ese aire de familia necesario para organizar los avances producidos por el ejército de obreros de la ciencia, los llamados investigadores de 'pala y picota'. Por cierto, debía tratarse de teorías acotadas, nada que ver con las especulaciones macro-históricas de un Hegel o un Spengler.
La noción de la historia como una plena ciencia social encontró un suelo muy mal abonado en las primeras décadas del siglo XX. En realidad, sólo logró penetrar en dos sistemas universitarios. En Estados Unidos y Francia la nueva historia comenzó a ser tratada en serio antes que en cualquier parte. Hubo allí, por lo mismo, el tiempo necesario para madurar una discusión, para definir las problemáticas y los temas, para encontrar un vocabulario común, para iniciar la apertura institucional hacia otros departamentos universitarios (lo mismo que hacia otras especialidades), para zanjar las cuestiones metodológicas primarias. Se creó atmósfera, se forjó los acuerdos mínimos, se logró el apoyo de algunos medios institucionales y se formó un núcleo de estudiosos de alta calidad, aunque pequeño, colocados en posiciones académicas de relativa importancia. Esta acumulación de capital humano e institucional permitió que pudiera iniciarse un proceso de socialización de los modos norteamericano y francés de abordar la historia social, dentro de los respestivos sistemas nacionales, que luego van a aportar los modelos que va a necesitar la 'nueva historia' para iniciar sus exploraciones fronterizas, un par de décadas después, como resultado del trauma provocado por la Segunda Guerra Mundial.
Este acontecimiento mayúsculo modificó de una manera sustantiva la concepción que tenían los profesionales de la disciplina. Y eso se entiende. El mundo que existía antes de la guerra, perdió toda consistencia. Comienzó, a partir de entonces, otra fase en la trayectoria de la humanidad, una en la que los modos habituales de conceptuar y representar el mundo pasado pierde todo sentido.
¿Qué era la historia tradicional sino el espejo en que el europeo podía exponer esa impecable trayectoria de progreso empujado a lo largo de los siglos, por la civilización más vital y exitosa?. Luego de la guerra, ya no fue posible mantener ideas muy optimistas acerca de los avances que permitían las formas más tradicionales de racionalidad occidental.
Esta guerra no fue un conflicto más de los muchos que se habían permitido las naciones que conformaban el primer mundo. Se trató de uno de los acontecimientos más cruentos y devastadores que se hayan producido jamás. Es que los contendores no eran naciones pobres y atrasadas de algún rincón del mundo, que disputaran por añejas cuestiones territoriales. Eran, muy por el contrario, los países más industrializados, más cultos, más avanzados en cualquier terreno, que usaron toda su inteligencia, todos sus recursos, todas sus tecnologías, para provocar destrucciones masivas, nunca antes vistas.
Fue, en todos los sentidos, una guerra moderna, propia del siglo XX, anticipo del siglo XXI: a diferencia de las guerras anteriores, incluida la Primera Guerra Mundial, que fueron guerras de soldados, esta fue una verdadera “guerra de máquinas”. Se enfrentaron, en ella, los aparatos tecnológico-productivos de las naciones más avanzadas, que eran cabezas de civilizaciones complejas, herederas de todas las más altas culturas.
Esas máquinas, que fueron usadas para ganar la guerra, causaron lesiones sin precedentes por toda la superficie del orbe. Esta fue, sabemos, la primera guerra genuinamente mundial. El saldo fueron muchos millones de muertos, buena parte civiles, un continente arrasado, el desarraigo de una cantidad casi tan significativa de refugiados....
Hubo naciones que perdieron a una parte importante de su población: Unión Soviética, Yugoeslavia, Alemania, Polonia. Esta dilapidación grave de recursos humanos ultrasofisticados (pienso en la pérdida de pensadores del calibre de Marc Bloch o Walter Benjamin) no fue, acaso, lo más grave. La guerra provocó un severo desbalance demográfico, desestabilizando a las familias y las sociedades. La juventud desapareció, especialmente la masculina.
Esta crisis demográfica obligó a que la familia y las organizaciones básicas de la sociedad tuvieran que comenzar a cambiar. En la post-guerra se impuso una cultura más individualista, refractaria a toda forma de tradicionalismo, que se sentía cómoda en otros tipos de organización y de asociación. El efecto tangible de este realineamiento global vivido en occidente, fue un cambio muy acelerado en las costumbres, que conformó el horizonte de vida de una sociedad muy distinta a la anterior, una sociedad nueva que necesitó ser representada por una historiografía que tuviera mayores conexiones con las ciencias sociales (que habían demostrado habilidad para dar un tratamiento apropiado a los fenómenos que conocimos desde mediados del siglo XX).
Esta redefinición debió mucho a ciertos aspectos de la coyuntura vivida en estos años, sobre los que vale la pena conversar un rato.
Uno de los resultados más sorprendentes con que se encontró el mundo, al término del conflicto, fue la evidencia del holocausto: el asesinato a escala industrial perpetrado en contra de los judíos europeos (de una clase bien definida de seres humanos). ¿Qué fue lo específicamente novedoso de este acontecimiento? Este genocidio no fue, como otros, el resultado espontáneo de un estallido irracional de violencia, motivado por una rivalidad étnica o territorial antigua (p. ej., la masacre perpetrada por los tutsis, en contra de los hutus, durante un verdadero carnaval de racismo asesino que se prolongó por cerca de 2 meses del año de 1990). Fue una acción planificada, que tuvo lugar en el corazón de la potencia intelectualmente más sofisticada de Europa, acaso del mundo, que decidió usar su mejor tecnología y sus mejores personas para exterminar un pueblo completo, bajo la inspiración de lo que podríamos llamar una teoría del desarrollo (las teorías raciales del Gobineau, que hacían el progreso humano función de la pureza de la sangre). Una razón puramente intelectual, al fin, para justificar una de las mayores sinrazones que habíamos conocido. Una más, porque la guerra nos permitió vivir el anticipo de otra, de consecuencias acaso más graves.....
Luego del Holocausto, vinieron Hiroshima y Nagasaki. Estados Unidos, que era parte del mismo club cultural ultra-sofisticado que los alemanes, había desarrollado armas que tenían un potencial desconocido. Y se había mostrado, además, disponible para usarlas causando a su enemigo, en solo dos días, la misma cantidad de bajas que había sufrido Estados Unidos durante toda su participación en la guerra. Luego de la explosión de estas bombas los norteamericanos iniciaron una carrera armamentista absurda con los soviéticos, en miras a obtener supremacía total sobre un mundo.
La guerra provocó un realineamiento completo en la política mundial. Europa perdió el predominio que había tenido por milenios, entregando el mundo en bandeja a dos mega-potencias, la URRS y Estados Unidos, que se pelean cada uno de sus fragmentos, en una carrera desbocada hacia el final de la historia, que se hace, extrañamente, en el nombre de la paz: una carrera armamentista sin freno que augura la posibilidad completamente real de una tercera guerra mundial, que realizará el anuncio del apocalípsis contenido en las escrituras de las distintas religiones. ¿Qué habrá después de la crisis nuclear? Quizás, un mundo en que no subsista ninguna forma de vida, porque la ingeniería y la ciencia de las superpotencias desarrolló armas con un potencial increíble, capaces de eliminar toda forma de vida, en territorios muy amplios, sin afectar los objetos físicos... demostrando hasta que extremo de irracionalidad puede llevarnos una razón que ha extraviado la conexión con la ética, con los antiguos valores de la decencia. ¿Qué vendrá entonces? Seguramente un mundo militarizado, en que desaparecerán las formas occidentales de urbanidad política (comprensible, tomando en cuenta que han sido los mismos occidentales los que han llevado a la crisis). Surgirán, quizás, severos autócratas que intentarán ofrecer cuotas controladas de seguridad a un mundo en zozobras, sacrificando todos los logros de la libertad. Ya hay un anticipo de esas posibilidades en el régimen bárbaro organizado por Lenin y Stalin en el rincón más subdesarrollado de Europa (los primeros en ensayar ‘soluciones finales’ contra sus adversarios, que les permiten apuntalar sistemas totalitarios).
La guerra de máquinas que compromete a todo el planeta, el asesinato en forma industrial perpetrado en contra de los judíos, con todos sus anticipos y ecos, y el uso de la energía nuclear para a un enemigo que cuenta con medios similares, eran hechos completamente nuevos, para los cuales las historias tradicionales no tenían palabras, ni conceptos, ni esquemas, ni marcos de sentido, ni tramas apropiadas. ¿Cómo describir con categorías éticamente neutras, estos horrores modernos, perpetrados por sociedades que admirábamos tanto, que se habían ofrecido como paradigma de civilización, usando para ello el espejo de la historia? ¿qué narrativa ‘objetiva’ podía hacerse cargo de estas experiencias completamentes nuevas?
Los horrores vividos entre 1939 y 1945, que parecen solo un tímido anticipo de nuevos horrores posibles, destruyen la confianza del europeo en sí mismo, y en el tipo de historia que se ventilaba allí. Luego del holocausto y de Hiroshima es muy difícil mirar con la antigua complacencia el curso de la historia, tal cual es presentado por esa historiografía tradicional que desarma los grandes procesos de la historia de un siglo tan complejo, en minúsculos estudios monográficos, cuyo asunto son detalles de la contingencia política. Un asesinato a gran escala, un régimen totalitario, no puede ser explicado por las acciones de media docena de ‘héroes’ o ‘villanos’. Hay que examinarlos como resultado de necesidades que surgen desde dentro de una sociedad, en un contexto determinado, en una época dada. Ya no es posible, sobretodo, seguir pensando que nuestra única misión es describir las cosas tal cual han sido. La máxima que impele a la profesión a limitar el trabajo investigativo al examen imparcial de hechos singulares, usando categorías neutrales, como si no nos importaran, es algo que violenta profundamente las nociones éticas, políticas y estéticas de los historiadores de la post-guerra, que aspiran a que su trabajo sirva para construir un mundo un poco mejor que el que sus padres levantaron (un mundo muy distinto de este).
Holocausto, bombas nucleares, bombas biológicas. El verdadero fin de la historia parece a la vuelta de la esquina. Hay, en todas partes, una sensación apocalíptica. La ilusión del progreso indefinido de los positivistas desaparece. El mundo se ve como algo incierto y hostil. Y toda esa incertidumbre y sinrazón parece hundir sus raíces más profundas en el mundo precedente, que había sido tan exaltado por las narraciones cándidas de ese historiador burgués (un interprete indulgente, que había ayudado a justificar con su trabajo ese nacionalismo expansivo (causante de la guerra, ahora visto con horror), que había los hechos y procesos de la época precedente, como elementos centrales en el camino del progreso, cuando se trataba, solamente, los cimientos y precondiciones para las barbaries posteriores, que preludian la crisis terminal de occidente, acaso del mundo.
Hay una sensación de haber tocado fondo. Todo lo legado por las generaciones anteriores parece una pesadilla (pesadilla que culmina con Auschwvitz). Hay que borrar ese legado infame, partiendo todo de nuevo. Una nueva historia vivida, una nueva forma académica de abordar esa historia (y la pasada).
La historia tiene que ir más rápido, para que podamos superar la herencia de un pasado horrible. Hay una generación disponible para eso, que quiere evitar que las cosas sigan como antes.
Hay que superar la tradición, lanzarse al futuro liberados del “peso de la historia”. Las elecciones que tienen lugar a la salida de la guerra, en los distintos países europeos, ilustran la importancia de esta perspectiva refrescante. En todos los países europeos se producen triunfos sonados para la izquierda. En todas partes, por lo mismo, se imponen agendas progresistas. Cambio. Futuro. Condena para el pasado. ¿Y esa historia, que trataba con tanta gentileza el pasado, suponiendo que el mundo era una cosa ordenada, que progresaba sin pausa? La condena tiene que extenderse a ella. ¿No han invocado siempre los genocidas como justificación las razones de la historia (de esa historia parcelada, limitada, sectaria, que suprime al otro, que invita a la guerra)?.
La generación de la post-guerra no puede simpatizar con ella (con la historia tradicional). Menos todavía los propios historiadores. Porque el historiador no nace en el aire. Es parte, acaso como nadie, de las urgencias del presente, precisamente porque es quien vive con más consciencia la memoria (otra adulteración grave de Ranke: aquella que trata al historiador como un marciano desarraigado de la memoria de su época). Siente, por lo mismo, la misma urgencia de todos los que rechazan el mundo que permitió el horror de la guerra: traduce ese sentimiento en la convicción de que ha llegado el momento de reconsiderar las bases y los postulados centrales de la disciplina.
Advierte que sus recursos no sirven para aprehender el periodo histórico que se inicia cuando se desmorona ese mundo dominado por las potencias colonialistas de Europa, con una Inglaterra que actuaba como la cabeza y surge orden internacional presidido por dos grandes superpotencias, capitalismo contra socialismo, democracia liberal contra democracia social (en realidad, dictadura de un partido político, para no abusar del término ‘democracia’), que mantienen una paz mentirosa y peligrosa, basada en la disuación nuclear, un mundo de descolonización, en que nace el llamado tercer mundo, escenario de formas de pobreza y abandono desconocidas, de todos los conflictos bélicos, por motivos territoriales, étnicos o religiosos, escenario candente, también, de la revolución. Ese mundo, que despuntó al término de la Segunda Guerra Mundial y que comienza a cerrarse cuando se produce la caída del muro de Berlín y se impone una nueva forma de multiletaralismo presidido por una potencia única.
¿Hacia qué dirección hay que llevar la ‘nueva historia’ que haga el esfuerzo de aprehender ese mundo? La ‘nueva historia’ se ha planteado, como meta, la transformación de la disciplina en una ciencia social, cuyo tema es el cambio. Aunque se ha dado preferencia a los aspectos económicos y sociales (últimamente a los culturales), la norma ha sido la flexibilidad: la crisis del paradigma único de la historia tradicional no ha dado lugar a su reemplazo por un nuevo paradigma único (el de una historia social, p. ej.). Lo que ha sucedido, más bien, es que se han ido afirmando una diversidad de paradigmas que son, todos ellos, respuesta a los desafíos que comportan las pulsiones más importantes de la historia reciente. Cada gran fenómeno y problema de la contemporáneidad ha dejado una huella relevante en la historia, motivando el despliege de una corriente historiográfica dada.
El resultado de todo esto no ha sido, pues, el reemplazo de una visión tradicional defectuosa, por una nueva visión virtuosa, apta para tomarle la medida a los procesos complejos y ramificados que conoce la historia mundial en el siglo XX. Lo que ha pasado es que una visión que lograba describir bien uno de los aspectos de la historia europea del siglo XIX (la formación de los estados nacionales) ha sido reemplazada por un abanico amplio y disperso de perspectivas que intentan aprehender el sentido de los distintos fenómenos que son más característicos de nuestros tiempos.
Se llama a este abanico, generalmente, la ‘nueva historia’.