El término “historia”, sabemos, es equívoco. La palabra historia designa, a la vez, un tema de estudio (el pasado humano, el curso completo de hechos acontecidos) y la disciplina que estudia ese tema. Cuando uno dice, el evento “x” es parte de la “historia amorosa” de tal persona, está usando el término ajustado a la primera acepción; si uno dice, como lo hace Elton, “The study of history comprehends everything that men have said, thought, done or suffered”, está empleando el término en el segundo sentido.
Tres comentarios sobre estas generalidades tan obvias (y tan socorridas en cualquier curso de iniciación a la teoría como el presente).
Lo primero es que la vinculación de la disciplina con este tema (el pasado) no aclara mucho sobre la naturaleza de su trabajo. La historia no es, para partir, la única disciplina a la que le interesa el pasado. Hay otras disciplinas, como la geología, la física o lo filosofía que incluyen el pasado entre sus dedicaciones. Lo que diferencia a la historia, sin embargo, es que ella define el pasado como su único tema, mientras que para esas otras disciplinas el pasado es sólo uno más de ellos, a veces el menos importante. Pero ese parámetro restrictor no colabora mucho a que entendamos cuál es su asunto.
Lo segundo que hay que agregar es que, a diferencia de las otras disciplinas que se ocupan del pasado, a esta no le interesa ‘todo el pasado’, que es una categoría demasiado amplia, sino solamente en el ‘pasado humano’. Más bien los hechos protagonizados por seres humanos, junto con aquellos eventos naturales provocados por seres humanos o aquellos otros, ocurridos enteramente en el dominio de la naturaleza, pero que repercuten de algún modo en la vida de personas.
Seguimos en el aire. Porque una definición de un campo que no nos indique nada salvo que existe una identificación especial con un objeto de estudio bastante poroso sigue equivaliendo a rasguñar el aire con las uñas. Porque hablar del ‘pasado humano’ es hablar de algo tan amplio, que casi equivale a no tener tema. Las ciencias hacen lo contrario de lo que intenta la historia. En lugar de abarcar toda la realidad, se limitan a estudiar aspectos parciales: elaboran un enfoque, un lenguaje y unos instrumentos especializados, adaptados para operar dentro de un ámbito contenido. La renuncia al universalismo trae ventajas. La principal es la precisión. Una disciplina cuyo temas son ‘todas las cosas’, por el contrario, se transforma en una ‘ciencia de nada’....
Salvo que por debajo de las apariencias, operen principios de selección, que angosten nuestro entender de ‘pasado humano’, en sentidos de los cuales uno mismo, como profesional de la investigación, no es muy consciente.
Están las los principios más obvios. Aunque aceptamos como tema cualquier cosa, desde las epopeyas de los valientes de las Termopilas, hasta los olores que interesan a cierta historiografía reciente, lo norma es que haya temas (aspectos de la realidad), que la historiografía contemple como determinantes, para la fijación de la trama de nuestros textos. Hasta bien entrado el siglo XX, por ejemplo, el eje de cualquier relato histórico ha solido ser la política.
El verdadero protagonista de la historia que se practica desde Tucídices son los estados. Las narrativas cuentan las peripecias que pasan los estados, sus cuyunturas, sus momentos mejores y peores; describen, por lo mismo, las acciones de los “grandes estadistas”. La dimensión de política que importa es, sobretodo, la internacional. En lo relatos tradicionales los conflictos internos, suscitados por factores económicos, sociales o, propiamente políticos, son menos decisivos que los conflictos trabados con otros estados o con otras realidades políticas: guerras con países vecinos, participación en sistemas de relaciones que comprometen a varios estados (imperio romano, etc.). Hay un tendencia, por lo mismo, favorable a las historias universales (aun si se trata de la historia de un país que está en un rinconcito del planeta, como Chile, siempre se referencia datos del sistema de relaciones internacionales dentro del cual ese estado está inscrito).
Luego de este prolongado momento de la política, de una historia casi siempre narrativa, con fuerte sesgo aristocratizante (la historia de los ‘grandes hombres’), pasamos a la época más corta en que el pivote de la historia fue la sociología. Luego de ese romance intenso y fértil, en que la historia devino en ciencia social aplicada a procesos temporales, la historia adoptó como eje la antropología.... hoy en día, cualquier cosa es posible.
El intento de definir este campo cognitivo a través de una operación elemental de identificación (relacionando la disciplina con su tema de estudio) es un camino ahorrativo, pero completamente estéril. Para que la definición por identificación camine ("historia como ciencia del pasado humano"), hemos visto, es necesario angostar sucesivamente el ámbito de aquello que entendemos como "pasado humano". Como eso, por sí solo, resulta insuficiente, luego tenemos que comenzar a cualificar, añadiendo nuevas cláusulas restrictoras: alegando que lo que interesa a la historia es el lado intencional de las acciones, metiendo en la cazuela la perspectiva del género, etc. Para que las cualificaciones acoten, como necesitamos, hay que sumar tantas que nuestra definición de historia se convierte en un verdadero reglamento, que no es inteligible salvo por sus cláusulas complementarias. Queda de manifiesto, en esa medida, la urgencia de buscar un acercamiento distinto a la materia: uno que intente discernir qué es aquello que resulta propio de un enfoque histórico, en tanto distinto de uno sociológico o uno económico. ¿Habrá algo en la manera en que los historiadores examinan sus materias que les sea propio, que no tenga nadie más....?.
La respuesta es un "si": las descripciones e interpretaciones que ofrecen los historiadores incluyen, en su arquitectura íntima, el vector tiempo, de una manera que es completamente original, sobre la que tenemos que conversar largo y tendido.
Los historiadores se interesan en hacer sentido de procesos de transformación. En lugar de hacer cortes sincrónicos perfectos, para discernir la presencia de elementos inmutables, postulan como premisa insalvable la diacronía. Todo es cambio, todo es movimiento, todo se da en el tiempo. Para capturar la dinámica evasiva del movimiento, no queda más que arrojarse al agua de la historicidad y ver como se puede apreciar todo desde dentro.
Nuestras descripciones y explicaciones son genéticas: eso que nosotros llamamos una reconstrucción objetiva del pasado suele ser la descripción de una secuencia de cambio, en que uno dice paso esto, vino esto otro, lo siguiente y así. Estas líneas de progresión tienen dos particularidades. El cambio tiene que sucederle a un sujeto central (un partido político, una clase social, una nación, un héroe): una entidad, presente a lo largo del relato, que sufra transformaciones. Transformaciones con elementos importantes de continuidad, que se dan siempre desde un hito inicial hasta una conclusión. Esto es urgente. Una reconstrucción histórica necesitan una ‘closure’. Sin hitos de principio y final no hay historia. Por eso es que la historia se siente tan cómoda con la narración (género literario que crea una progresión a partir de un hito del planteamiento de un conflicto inicial, una intriga, avanzando luego a una fase de combate, en que el conflicto de plantea a plenitud, para terminar en una fase última de resolución del conflicto).
El hito de término es el cabo más importante. Los historiadores hacen sentido de los procesos de cambio que estudian imponiendo siempre una especie de lógica regresiva: interpretan los hechos pasados por referencia a hechos futuros que conocen, a través de unos conectores que Danto llama “narrative sentences”. En sencillo, se trata de lo siguiente. Nosotros estudiamos procesos de cambio. Para interpretarlos hacemos un poco de trampa, porque vemos en qué terminó todo, y luego, cuando conocemos sus consecuencias, volvemos la vista atrás y reinterpretamos toda la evidencia a la luz de ese conocimiento anticipado. Un ejemplo aclaratorio. Si pudiéramos interrogar a cualquier santiaguino culto el día 19 de septiembre de 1810 sobre el sentido de los sucesos que se produjeron el día anterior, ¿qué respuesta obtendríamos? Nuestro encuestado diría que un grupo de santiaguinos de la ‘high society’ de la época se reunieron para formar un gobierno provisorio que funcionaría algunos días, hasta que el rey español fuera liberado por Napoleón. Nadie en sus casillas imaginaba (ni quería) que ese acontecimiento señalara el inicio de un proceso que conduciría a la disolución del imperio español, una de las entidades supranacionales más poderosas del mundo, si es que no la que más, ni menos que, a partir de entonces, Chile se quedaría sin la monarquía (sin la única forma de gobierno conocida y apreciada por un habitante de este lugar austral), ni mucho menos que luego de eso se instalaría un tipo de administración cuyo alcance final es quitar poder a la elite de siempre y transferirselo a la gente de mediopelo, o al populacho. Nadie, en sus casillas habría deseado esto. Nadie, por cierto, estaba en posición de juzgar que el episodio mencionado podía representar el inicio de esos procesos de transformación: nadie podría haber previsto lo que iba a pasar, ni podría haber sabido cuales eran los alcances reales de los hechos en los cuales estaban participando con la inocencia de quien es ciego frente al futuro. Porque una cosa es clara. Si esos personajes hubiesen sabido que ese día se estaba dando un primer pasito, que luego otro, y otro, hasta llegar el resultado que todos conocemos, seguro que habrían preferido quedarse en la casa.
Para reflexionar sobre lo mismo, un pasaje extraído de La Nausea, una novela de Sartre, cuyo protagonista es un investigador que reflexiona sobre el sentido que tiene su trabajo cotidiano en los archivos. Las historias verdaderas, reflexiona Roquentin, no existen, se cuentan. Contar no es ser:
“....se habla de historias verdaderas. Como si pudiera haber historias verdaderas; los acontecimientos se producen en un sentido, y nosotros los contamos en sentido inverso. En apariencia se empieza por el comienzo: “Era una hermosa noche de otoño de 1922. Yo trabajaba con un notario en Marommes”. Y en realidad, se ha empezado con el fin. El fin está allí, invisible y presente; es el que da a esas pocas palabras la pompa y el valor de un comienzo. “Estaba paseando; había salido del pueblo sin darme cuenta; pensaba en mis dificultades económicas”. Esta frase, tomada simplemente por lo que es, quiere decir que el tipo estaba absorbido, taciturno, a mil leguas de una aventura, precisamente con esa clase de humor en que uno deja pasar los acontecimientos sin verlos. Pero ahí está el fin que lo transforma todo. Para nosotros el tipo es ya el héroe de la historia. Su taciturnidad, sus dificultades económicas son más preciosas que las nuestras: están doradas por la luz de las pasiones futuras. Y el relato prosigue al revés: los instantes han dejado de apilarse a la buena de Dios unos sobre otros, el fin de la historia los atrae, los atrapa, y a su vez cada uno de ellos atrae al instante que lo precede. “Era de noche, la calle estaba desierta.” La frase cae negligentemente, parece superflua; pero no nos dejamos engañar y la ponemos a un lado; es un dato cuyo valor comprenderemos después. Y sentimos que el héroe ha vivido todos los detalles de esa noche como anunciaciones, como promesas, ciego y sordo a todo lo que no anunciara la aventura. Olvidamos que el porvenir todavía no estaba allí; el individuo paseaba en una noche sin presagios, que le ofrecía en desorden sus riquezas monótonas; él no escogía.
He querido que los momentos de mi vida se sucedieran y ordenaran como los de una vida recordada. Es tanto como querer agarrar al tiempo por la cola”.
J. P. Sartre, La Náusea, 1982 (1938), pp.56-57.
El hito de término es el cabo más importante. Los historiadores hacen sentido de los procesos de cambio que estudian imponiendo siempre una especie de lógica regresiva: interpretan los hechos pasados por referencia a hechos futuros que conocen, a través de unos conectores que Danto llama “narrative sentences”. En sencillo, se trata de lo siguiente. Nosotros estudiamos procesos de cambio. Para interpretarlos hacemos un poco de trampa, porque vemos en qué terminó todo, y luego, cuando conocemos sus consecuencias, volvemos la vista atrás y reinterpretamos toda la evidencia a la luz de ese conocimiento anticipado. Un ejemplo aclaratorio. Si pudiéramos interrogar a cualquier santiaguino culto el día 19 de septiembre de 1810 sobre el sentido de los sucesos que se produjeron el día anterior, ¿qué respuesta obtendríamos? Nuestro encuestado diría que un grupo de santiaguinos de la ‘high society’ de la época se reunieron para formar un gobierno provisorio que funcionaría algunos días, hasta que el rey español fuera liberado por Napoleón. Nadie en sus casillas imaginaba (ni quería) que ese acontecimiento señalara el inicio de un proceso que conduciría a la disolución del imperio español, una de las entidades supranacionales más poderosas del mundo, si es que no la que más, ni menos que, a partir de entonces, Chile se quedaría sin la monarquía (sin la única forma de gobierno conocida y apreciada por un habitante de este lugar austral), ni mucho menos que luego de eso se instalaría un tipo de administración cuyo alcance final es quitar poder a la elite de siempre y transferirselo a la gente de mediopelo, o al populacho. Nadie, en sus casillas habría deseado esto. Nadie, por cierto, estaba en posición de juzgar que el episodio mencionado podía representar el inicio de esos procesos de transformación: nadie podría haber previsto lo que iba a pasar, ni podría haber sabido cuales eran los alcances reales de los hechos en los cuales estaban participando con la inocencia de quien es ciego frente al futuro. Porque una cosa es clara. Si esos personajes hubiesen sabido que ese día se estaba dando un primer pasito, que luego otro, y otro, hasta llegar el resultado que todos conocemos, seguro que habrían preferido quedarse en la casa.
Para reflexionar sobre lo mismo, un pasaje extraído de La Nausea, una novela de Sartre, cuyo protagonista es un investigador que reflexiona sobre el sentido que tiene su trabajo cotidiano en los archivos. Las historias verdaderas, reflexiona Roquentin, no existen, se cuentan. Contar no es ser:
“....se habla de historias verdaderas. Como si pudiera haber historias verdaderas; los acontecimientos se producen en un sentido, y nosotros los contamos en sentido inverso. En apariencia se empieza por el comienzo: “Era una hermosa noche de otoño de 1922. Yo trabajaba con un notario en Marommes”. Y en realidad, se ha empezado con el fin. El fin está allí, invisible y presente; es el que da a esas pocas palabras la pompa y el valor de un comienzo. “Estaba paseando; había salido del pueblo sin darme cuenta; pensaba en mis dificultades económicas”. Esta frase, tomada simplemente por lo que es, quiere decir que el tipo estaba absorbido, taciturno, a mil leguas de una aventura, precisamente con esa clase de humor en que uno deja pasar los acontecimientos sin verlos. Pero ahí está el fin que lo transforma todo. Para nosotros el tipo es ya el héroe de la historia. Su taciturnidad, sus dificultades económicas son más preciosas que las nuestras: están doradas por la luz de las pasiones futuras. Y el relato prosigue al revés: los instantes han dejado de apilarse a la buena de Dios unos sobre otros, el fin de la historia los atrae, los atrapa, y a su vez cada uno de ellos atrae al instante que lo precede. “Era de noche, la calle estaba desierta.” La frase cae negligentemente, parece superflua; pero no nos dejamos engañar y la ponemos a un lado; es un dato cuyo valor comprenderemos después. Y sentimos que el héroe ha vivido todos los detalles de esa noche como anunciaciones, como promesas, ciego y sordo a todo lo que no anunciara la aventura. Olvidamos que el porvenir todavía no estaba allí; el individuo paseaba en una noche sin presagios, que le ofrecía en desorden sus riquezas monótonas; él no escogía.
He querido que los momentos de mi vida se sucedieran y ordenaran como los de una vida recordada. Es tanto como querer agarrar al tiempo por la cola”.
J. P. Sartre, La Náusea, 1982 (1938), pp.56-57.