miércoles, 29 de agosto de 2007

Visión panorámica de la historiografía contemporánea

La historia es una de las disciplinas académicas con genealogía más larga. Adquirió su primera forma en la Grecia del siglo V a.C, cuando un grupo de pensadores comenzó a escribir sobre el pasado de una manera completamente distinta a la que se había conocido. Todos los pueblos, anteriores y posteriores, habían contado con especialistas en el diálogo con el pasado. Pero la mirada de estos especialistas, lo mismo que la de la gente corriente de la época, siempre se entrelazaba con elementos de una mentalidad religiosa o mítica. Los griegos quisieron limitarse a algo mucho más sencillo: ofrecer reconstrucciones verídicas de los sucesos pasados, cimentadas en el examen crítico de la evidencia, operación completada bajo la guía exclusiva de la razón.

Esta manera ‘occidental’ de sumergirse en lo histórico ha tenido una larga sobrevida. En el siglo XIX este enfoque cristalizó en una disciplina académica que prolongaba la tradición, al mismo tiempo que intentaba sujetarla dentro del molde que ofrecía una práctica profesional.

Esta labor seminal tuvo lugar en Alemania. Un grupo de pensadores, cuyo nombre más característico es el de Ranke, examinaron los supuestos y prácticas de la historia, organizaron el campo, definieron el área temática, precisaron el enfoque y llevaron todo este trabajo pirquinero al terreno universitario, sin que eso supusiera una alteración significativo el modo tradicional de concebir la actividad, ese modo originariamente griego que había sido enriquecido con el paso del tiempo, por la vía de los incrementos, más que la de los cambios. La escuela alemana de historia científica se convirtió en el modelo que inspiró a todos los sistemas universitarios del mundo, incluido el chileno. A partir de entonces la historia dejó de ser asunto de amateurs: quedó como un activo monopólico del historiador profesional, el único árbitro legitimado socialmente para hablar de las verdades pasadas.

En la primera mitad del siglo esta forma de hacer historia (y su teoría) entró en una severa crisis. La historia del siglo XIX se interesaba solamente en los hechos políticos, que involucraban a los estados. Su protagonista exclusivo eran los ‘grandes hombres’. Amplias áreas de la existencia y del quehacer humano quedaron, en virtud de estas prelaciones, fuera de los márgenes de la historia: la economía, la cultura, las masas, las mujeres......

Un grupo de historiadores franceses, que formaron la escuela de los Annales, de “New Historians” norteamericanos, y de historiadores marxistas, dieron la batalla por ampliar la mirada de la historia y por subvertir los principios de la teoría elitista en que ella se inspiraba.

La transferencia del eje temático de la disciplina desde lo político a lo social permitió que floreciera una historiografía de vanguardia, mucho más rica y sofisticada, que se potenció con un contexto de teoría que supo aprovechar los fundamentos que aportaban las distintas ciencias sociales –geografía humana, psicología social y economía, principalmente–, y más tarde, por las iluminaciones que permitía la apertura de los lentes teóricos del historiador, por efecto de la incorporación del marxismo y el estructuralismo, como activos de nuestro hacer.

Luego de la Segunda Guerra Mundial estas corrientes minoritarias permearon a la academia de todo el mundo. La historia se transformó en una ciencia de horizontes mucho más amplios, aplicada al estudio de las distintas facetas del ser humano. Esta ampliación tuvo un denominador común: la apertura temática, conceptual y teórica de la historia se produjo en consonancia directa con su conexión más directa con lo social.

La historia se fue metamorfoseando en una ciencia social aplicada al estudio de las distintas facetas del hombre, cuyo sello distintivo era el interés focal en la dimensión del cambio. Cada grupo, cada actor social, pudo encontrar cuerpo en un domicilio historiográfico propio, a medida que los distintos actores sociales fueron ganando su derecho (humano) a tener una historia que naciera desde dentro de su propia identidad societal, que fuera distinta a aquella historia del extrañamiento, que mira los objetos exteriormente, tomando siempre la perspectiva la elite dominante (sea la aristocracia o la burocracia del partido de vanguardia).

Este proceso de socialización de la historia, que permitió a los distintos componentes del cuerpo social tener su propia identidad, expresada en una voz historiográfica, fue evolucionando de manera incremental, generando un fuerte impacto en la historia, como disciplina y como discurso. Los grandes relatos históricos comenzaron a perder relevancia, al mismo tiempo que la disciplina se desmembraba en una gama importante de ramales: surgió la historia social, historia demográfica, historia económica, historia antropológica, historia del género, historia de la vida cotidiano, historia de las mujeres, de las mentalidades, de la moda, de los olores.....

A medida que crecía el abanico de sus opciones, la disciplina comenzó a desmembrarse, en forma cada vez más acentuada, perdiendo la unidad que le confería el eje provisto por lo político y por los grandes hombres. La sociología y, luego, la antropología, no lograron dotar a la ‘nueva historia’ de un ancla equivalente, que brindara al discurso histórico una unidad. Más que un consenso en la teoría y el método, más que un vocabulario común, la ‘nueva historia’ que se afirmó en los 50’s y 60’s tiene que ser presentada como una etapa de exploración y de experimentación libre en que los investigadores más de avanzada ampliaron las posibilidades de la historia, incorporando al seno de la historia nuevos temas, problemas, enfoques.... sin ninguna restricción.

El edificio completo que configuraba la profesión fue agrietándose como resultado de esta apertura un poco desenfrenada, hacia intereses, perspectivas y recursos que no procedían de dentro de la historia (que habían sido tomados prestados muy rápido de disciplinas vecinas, sin cuidar que esta asimilación respetara la naturaleza y las definiciones que la profesión se había dado siempre).

En ese momento preciso, la historia sufrió el asalto de los ‘deconstructores’. En las décadas comprendidas entre 1970 y fines del siglo XX, distintas corrientes de pensamiento postmoderno comenzaron a cuestionar los supuestos de la profesión y de su teoría, bajo la égida de lo que Richard Rorty ha llamado el ‘linguistic turn’ de la cultura filosófica occidental: surgió una ‘New Philosophy of History’, ‘Postmodernist Philosophy of History’, o ‘Narrativist Philosophy of History’, que preconizaba la llegada del verdadero fin de la historia.

La apertura de la disciplina hacia distintos horizontes ayudó a dar sustento a los requerimientos que evidencia el mundo en las dos últimas décadas del siglo XX, cuando se instala con vigor una forma aguda de “conciencia histórica”, que cruza todas las clases y naciones, de este a oeste, de norte a sur.

En la vida cultural de la sociedad postindustrial, en que las identidades son puestas en jaque por los procesos económicos mundiales y la globalización, la historia ha adquirido una centralidad que no tuvo nunca. La conciencia histórica ha abandonado el reducto seguro, pero estrecho, que le ofrecía la academia y comienza a invadirlo todo. El tema ya no para en que cada grupo o institución reclame el derecho a construir su propia historia. Lo que le sucede a los grupos y a las instituciones, le pasa también a un individuo que ha perdido sus anclas, y que intenta reconstruir su identidad en la historia (transformado en un gran consumidor de historia): asistimos a un momento especial en que las novelas y películas de mayor éxito son las que incluyen como tema central la historia, en que canales como History Chanell logran autofinanciarse y hasta dejar utilidades.

El resultado de este proceso ha sido una socialización de la historia en un sentido amplio. El capital de conocimiento de los especialistas ha comenzado a distribuirse en forma más uniforme en la sociedad. Los académicos ya no somos los únicos ‘árbitros’ legitimados para dialogar con el pasado: lo hacen, también, los directores de cine, los artistas, los dirigentes políticos, los autores de políticas sociales..... Esta expansión de la historia no se produce solamente como resultado de la sensación de pérdida de identidad provocada por la globalización. Cada día sectores más amplios de la ciudadanía descubren que el tipo de comprensión que ponen en ejercicio los historiadores, permite discenir con mayor agudeza el sentido de los procesos más críticos vividos en el presente, viabilizando las intervenciones necesarias para construir escenarios propicios para mejores futuros.

El curso propuesto hará un examen crítico de estas tres fases –nacimiento de la profesión, crisis del historicismo, transformación de la historia en una ciencia social,desintegración postmoderna de la profesión–, poniendo hincapié en las dos primeras.