sábado, 29 de junio de 2013

El capitalismo en crisis


En 1848 Marx y Engels publicaron su famoso “Manifiesto Comunista”. Se trataba de un texto programático que fue pensado para organizar los pasos futuros que debía dar una pequeña fraternidad de exiliados alemanes,  radicados en Francia, que sentían ilusionados por la inminencia del estallido de un gran brote revolucionario.
Las expectativas de estos radicales, que soñaban con el mundo mejor que sobrevendría después del cataclismo, pronto parecieron verse confirmadas. Ese mismo año Europa vivió una oleada revolucionaria de magnitudes, con epicentro en París. Se trató de la más extendida y la más profunda que tuviera lugar en el seno de las naciones desarrolladas. Por todas partes los trabajadores parecían dispuestos a llevar la acción mucho más allá de lo que habían querido los burgueses, que habían hecho abortar el momento jacobino de la Revolución Francesa, cuando la “comuna” había comenzado a ejercer el poder popular. Caían las monarquías y se debilitaban las estructuras de las repúblicas.
Esta pandemia revolucionaria parecía el anticipo de algo definitivo. Parecía como si el mundo capitalista estuviera a punto de venirse al suelo. El momento definitivo del socialismo real parecía a la vuelta de la esquina...
Marx veía todo esto como algo inminente e inevitable. Así lo pensó y lo escribió. A partir de entonces sus esperanzas proféticas se transformaron en el faro de luz de todas las izquierdas posibles e imaginables: todos los radicales del mundo, desde entonces, viven en compás de espera, confiados en que de un momento a otro el capitalismo vivirá el colapso terminal que sentará las bases para el asentamiento de un mundo un poco mejor....
Estas esperanzas siguen muy vivas. Pero para darles nuevos aires, es necesario ponerlas en sintonía con las realidades más contemporáneas. Eric Hobsbawm lo intenta en esta lucida entrevista que ofreció a la BBC:
Eric Hobsbawm en la BBC (octubre 2012)



jueves, 27 de junio de 2013

Las filosofías especulativas de la historia

La materia que interesa a este curso es la historia. Pero no a la manera en que ella es de interés para los practicantes de la disciplina, que se concentran en el hacer mismo, sin pensar nunca aquello que realizan: los historiadores son un grupo bien particular que se carácteriza por tener una consciencia teórica casi nula.
Ellos realizan su nuestro trabajo, más o menos como nos parece mejor, sin seguir pautas procedimentales muy claras, sin pensar mucho que significa todo eso, sin darse cuenta realmente qué están haciendo y cómo lo están haciendo.
Lo que se busca, en los cursos de teoría, es lograr esta autoconsciencia. Esto es, lograr que entiendan lo que su disciplina es y hace, establecer la posición en que ella se ubica en el mapa del conocimiento, definir la significación que tiene este enfoque cognitivo para el hombre.
Esto último ya lo vimos, en la unidad temática que llamé “Historia: ¿Para qué?”.
Ahora toca el turno a lo de enteder la disciplina, qué hace ella, cómo se diferencia de otras más o menos similares. Hay tres maneras distintas de acercarse a esos propósitos:
  • Hay un grupo de pensadores, que conocemos como “filósofos especulativos de la historia”, que estudian la historia, porque creen que a través de ellos van a encontrar las claves explicar la racionalidad subyacente al proceso histórico, la causa primaria de que las cosas que conciernen a toda la humanidades avance, siguiendo un recorrido aparentemente aleatorio, hacia un final o telos positivo. Ellos creen que al entender cómo evolucionan las sociedades van a encontrar las claves o leyes finales que les permitirán entender, de una manera amplia y profunda, el fenómeno de la vida humana, que es lo que hace que todo esté, de algún modo, conectado entre sí, tanto las cosas buenas como las malas. ¿Qué interés tienen estos filosofos en la historia, como disciplina? A ellos la historia, como campo específico de conocimiento, les interesa bien poco. Lo único que buscan, con ayuda de ellas, son ‘pistas’ que los conduzcan al descubrimiento mayúsculo para la vida del hombre: esa gran filosofía de la historia, esa gran interpretación del desarrollo del ser humano que lo explica todo. Se formulan preguntas como: “¿Existirá alguna racionalidad subyacente que explique y haga sentido a la evolución de la humanidad, que se ofrece, a simple vista, como algo lleno de accidentes, como algo un poco aleatorio? ¿Cuáles son factores causales primarios que sirven para impulsar los grandes cambios? ¿Cuáles son las grandes fases en la evolución del hombre? ¿Existen leyes que expliquen el curso que toma la humanidad, en cada etapa, equivalente a las leyes que permiten entender la dinámica de funcionamiento del mundo físico?. Fíjense en la mirada penetrante y un poco extraviada que nos muestra el retrato de Hegel, que incluí al principio de esta nota. ¡La profundidad de mirada acusada por la imagen es testimonio de los propósitos tan mayúsculos que se plantean estos filósofos.
  • Al lado de ellos hay un segundo grupo de pensadores que no se interesan en la historia porque consideren que su conocimiento les aportará los ingredientes necesarios para componer una gran interpretación sobre todos los hechos de la vida humana. Estudian la historia porque tienen un interés en ella misma, porque quieren caracterizar esta disciplina, el tipo particular de investigación que desarrollan sus practicantes, poniendo el acento en el hacer mismo y en los presupuestos que subyacen a esta práctica. Sus preguntas son otras: ¿En que consiste, en definitiva, el trabajo que realizan los historiadores, cuando ‘hacen la pega’? ¿Se distingue el ‘enfoque histórico’ del adoptado por las ciencias sociales o las humanidades? ¿Es la historia una ciencia? ¿Cómo son las explicaciones que ofrecen los historiadores de los hechos o procesos? ¿En qué se distinguen de las ofrecidas por los investigadores de otros campos vecinos, como los economistas o los sociólogos? El libro que revisaron del escoces Walsh nos ofrece un ejemplo correcto y bien elocuente del tipo de intereses que guían a estos pensadores. ¿Recuerdan cuánto sufrieron con él? Eso no es gratuito: las dificultades que depara la lectura surjen de la dificultad de la empresa misma que se plantean estos pensadores, empeñados en defender el ideal de unidad de las ciencias en la unidad en el método.
  • Hay un último enfoque que es posible adoptar, que está emparentado con el anterior. Se trata del seguido por quienes miran la historia como “historiografía”. Esto es, de quienes ponen todo el foco de su atención en el resultado final del trabajo realizado por los investigadores: las obras mismas, tal como han sido escritas, a lo largo del tiempo. El interés en este output final del proceso investigativo, se aduce, permitir cómo éste es abordado, a lo largo del tiempo, presentando ciertas características comunes por etapas. Lo que se busca, por fin, es establecer cómo ha ido evolucionando la práctica, qué ha sido en el pasado, qué es ahora, cuáles son los intereses a los que sirve, la historia, en cada momento, qué temas le han interesado, cómo los ha abordado. Se busca, de esta manera, conectar a la disciplina, con su contexto, cosa que no sucede con el primer enfoque, que flota en las alturas, viviendo un poco encerrado en sí mismos, pasando por alto los condicionantes que viabilizan su génesis, o con enfoque anterior, que aborda las cosas de manera abstracta, sin tomar en cuenta los elementos situacionales. Este enfoque contextualista da origen a otras preguntas: ¿Cómo son escritas, en los distintos momentos, las obras históricas? ¿Podemos reconocer, a partir de ello, la existencia de fases o tendencias, en el modo como es investigada y escrita la historia? ¿Qué podemos aprender sobre lo que la disciplina es y hace revisando el modo como ha ido evolucionando la práctica? En la cuarta unidad de este curso aplicamos este enfoque para describir cómo se fue configurando el primer paradigma disciplinar que ha tenido la historia (acaso el único), que luego todos los 'nuevos historiadores' han intentando reformar o abolir (tema para el siguiente curso).

Se trata de tres enfoques excluyentes, más que complementarios (tres formas distintas de hablar de lo mismo). En este curso, vamos a hacernos cargo de los tres, en distintos momentos.
Ahora toca el turno del que resulta más extraño, para nosotros. Me refiero al de los filósofos especulativos de la historia.

a) Elementos en común de todas las filosofías especulativas de la historia

Situemos este modo de pensar sobre la historia conforme a algunas coordenadas.
El primer tipo de filosofía de la historia bien articulado, con todas las de la ley, surge y prolifera en un periodo bien acotado de tiempo, en un lugar específico, dentro de un dominio particular de pensamiento: Alemania, en el tiempo en que florece una corriente de pensamiento conocida como “idealismo”.
La primera realización plena de este tipo de filosofía la encontramos en la obra que publicó Herder en 1774: Las ideas para la filosofía de la historia de la humanidad de Herder (1774). Luego de este estreno, el mundo conoció una serie de obras seminales, que van a alcanzar su realización más completa en las magníficas Lecciones sobre filosofía de la historia de Hegel (1837).
Como vemos, el epicentro de este modo de pensar estuvo en la Alemania, enseñoreada por los filósofos idealistas (de Herder hasta Hegel). Tuvo allí su momento dorado: cuando los mejores filósofos que produjo el mundo en ese entonces (quizás, además, uno de los mejores momentos de la filosofía, en general)... las mentes más potentes, concentraron toda su atención en la historia, en búsqueda de respuestas a las preguntas acerca de la estructura fundamental de la realidad.... 
Antes de este florecimiento, sin embargo, las filosofías de la historia ya llevaban un recorrido bastante largo.
Las ideas expuestas por Herder o por Hegel fueron antecedidas por las interpretaciones metafísicas de mentalidades religiosas, que intuyen que la fuerza espiritual que gobierna todas las cosas del hombre, marcando siempre la pauta, es e l propio Dios: teólogos o apologistas cristianos como los autores del Antiguo Testamento, San Agustín, Bossuet. Algo de esto también asoma en las obras publicados por los filósofos ilustrados: Vico o Voltaire.
Luego de esta corta primavera alemana, las FEH fueron borradas del mapa, en forma progresiva, de la faz de la tierra: los historiadores, primero, y los filósofos, luego, abandonaron este enfoque, que consideraban excesivo y falto de todo rigor (especulación pura, que se sostiene en el aire, no en los datos de la experiencia).
Pero la retirada de las FEH no fue nunca completa: a fines del siglo XIX y durante el siglo XX las FEH tuvieron ecos, algunos de ellos bastante importantes (Marx, en particular).
Lo que pasa es esto: en la obra de estos pensadores alemanes, especialmente en Hegel, la FEH, alcanzó su punto culmine, su realización más completa. Curiosamente, este “primer florecimiento de la filosofía especulativa de la historia fue también, en cierto sentido, el último” (W. H. Dray).
Los grandes pensadores del siglo XIX, como Compte, Spencer y Marx, que construyeron ambiciosas teorías sobre lo social, que tenían elementos propios de la FEH, se plantearon objetivos mucho más acotados: ellos renunciaron, de algún modo, a la pretensión de construir sistemas de pensamientos integrales, una filosofía con mayúsculas que explicara, a la vez, todas las cosas del mundo material, humano y divino. Eso sólo lo intentó Hegel. Luego de eso, nadie quiso llegar a tanto, nadie luchó de esa manera por lograrlo, con resultados de sofisticación intelectual tan logrados. Lo que hicieron, más bien, son intentos parciales de explicación, siempre basados en en el modelo de algún filósofo canónico. Estas obras, en realidad, son siempre derivados de un sistema preexistente. Marx, por ejemplo, es una especie de Hegel invertido. Fujuyama, es una trasposición, al mundo liberal de hoy, del Hegel idealista.
Las filosofías de la historia se desarrollaron, pues, en el periodo descrito: fundamentalmente en el siglo XIX, que es el mismo en que tomó forma la historia, como disciplina.
Pero ¿qué es la filosofía especulativa de la historia?
La filosofía especulativa de la historia, en cierto sentido, podemos decir, constituye una especie de respuesta refleja a los avances que experimenta la física, luego de los descubrimiento de Newton. Newton, vamos a ver, identificó un conjunto de leyes acerca del movimiento y la inercia de los cuerpos en la tierra, postulando que esas pocas leyes permitían saber cómo se movía cualquier cuerpo en cualquier parte, como si todo el mundo fuera un gran mecanismo, lleno de engranajes que funcionaran con la máxima precisión. Esta explicación mecanicista sirvió como inspiración para millares de científicos que se lanzaron a la búsqueda de las leyes que presidían el funcionamiento de esta máquina, con éxitos fulminantes. Los triunfos avasalladores de la ciencia exacta fueron un estimulo para que los humanistas se plantearan si no sería posible lograr algo similar en su propio ámbito: si la sociedad no sería, también, un mecanismo, reglamentado por algo similar a las leyes mecánicas de Newton, leyes históricas que lograran hacer sentido de todo lo que había sucedido, estaba sucediendo e iba a suceder, en el mundo.
¿Será posible descubrir, en el mundo social, lo que Newton ha logrado descubrir en el mundo natural?: rebelar que el mundo social está gobernado por un conjunto limitado de grandes leyes que relacionan todo con todo, que explican todas las cosas que pasan, las guerras, las hambrunas, la innovación, el cambio, o lo que sea, leyes racionales que hacen avanzar las cosas hacia un telos o final, cuyo conocimiento nos permite hacer lo que todos los científicos naturales hacen, esto es, explicar todo lo que sucede hoy, en cualquier parte, y predecir lo que va a pasar en el futuro…..
Todo esto con la ayuda de un recurso un poco mágico: la razón del filósofo.
La razón, para estos filósofos, es la herramienta fundamental. Sólo que la “razón” del idealista alemán, es distinta a la del científico anglosajón o del ilustrado francés.
Cuando el pensador inglés o francés hablan de una razón científica, lo hacen para aludir a una forma de pensar y a un método de trabajo que permite descubrir las leyes universales que gobiernan, de manera exacta, las cosas que pasan en el mundo natural, leyes que ponen de manifiesto la existencia de constantes inalterables, que hacen que los objetos se comporten de una manera dada, como si fueran las piezas de una máquina perfecta, la misma en cualquier parte y momento.
Para los idealistas alemanes el principio de racionalidad no es intemporal, sino esencialmente temporal: ellos consideran la racionalidad de los científicos, que alude valores constantes, leyes universales, que gobiernan los hechos del mundo natural, como una racionalidad externa, que gobierna cosas, elementos sin vida, que no tiene voluntad, que son parte de un mecanismo perfecto, en que nada cambia realmente, porque no hay fuerzas interiores que hagan una diferencia. Estas leyes, por importantes que sean, no aplican al ser humano, porque las personas, a diferencia de las cosas físicas, tienen un lado interno o espiritual, una voluntad, que les sirve de guía, y que actúa sobre ellos, haciedolos alterar un poco la lógica de funcionamiento de los mecanismos estables, provocando siempre la necesidad de la evolución. Este lado esperitual o de libertad o de voluntad, además, lo consideran conectado con fuerzas espirituales superiores, o ideas, o tendencias, o principios racionales de perfección, o principios puros, del tipo que sea, conectados al final con todo lo superior, acaso con Dios. En suma: con una especie de fuente de energía, una tendencia superior, un principio último de racionalidad, que trasciende a los hombres individuales (que sólo pueden interpretar esta tendencia, vivir su libertad dentro de ella), que es el verdadero hilo conductor entre las distintas etapas que conforman la trayectoria del hombre.
Es la creencia en la existencia de esta especie de racionalidad interna, que conduce a los hombre, la que hay que descubrir, de alguna manera, para explicar los asuntos humanos, que se orden como dinámicas de cambio, en las que participan personas, que tienen voluntad, que tienen espíritu, comportan conforme a lo que esas fuerzas espirituales necesitan para su desarrollo, siguiendo trayectorias que pueden ser un poco extrañas, incluso distanciadas de los propósitos más conscientes de cada actor….
Lo de ‘idealistas’ viene de esto: de creer que lo que pasa a las personas, lo que ellas sueñas y quieren, está conectado, de algún modo, con una fuerza o idea primaria, que va desarrollándose con el tiempo, pasando por distintas etapas, llevando las cosas, de manera inevitable  un final, a dónde es necesario.
 Cuando uno descubre los principios que rigen estas ondulaciones, ha puesto de manifiesto cuál es la racionalidad de la historia.
¿Qué tienen en común pensadores tan distintos en tantos aspectos, además de ser alemanes y idealistas?
Hablemos de eso:

El mundo social tiene que tener un ‘sentido’, tal como lo tiene el mundo natural: Si uno estudia los hechos del pasado se va a encontrar con montones de cosas bastante aberrantes. Hay genocidios sin ningún propósito. Piensen en lo que hizo Hitler o Stalin, que lucharon bravamente para lograr grandes resultados históricas, sacrificando a muchísimos millones de seres humanos, cuyas luchas, al final, no fueron en vano, porque estaban totalmente equivocadas. Los socialismos reales y los fascismos, sabemos, fueron proyectos históricos fracasados, lo que viene a significar que todas las rabias pasadas, todos los sufrimientos y pérdidas sufridas, fueron totalmente en vano. Piensen, por ejemplo, en los desconcertantes esfuerzos desarrollados por miles de esclavos, para construir estatuas o templos o murallas, que no sirvieron ni para dar estabilidad a las tiranías, ni para recibir a dios en la tierra, ni para evitar el asalto de los enemigos. Literalmente, podemos decir, que todo eso no sirvió para nada. Un caso bien elocuente es el que ofrece el sistema de fortificaciones que crearon los españoles en Chile, para contener a piratas y corsarios, que terminó de ser construido el mismo día en que ellos dejaron de venir para siempre…. Hay montones de derroches como estos. Es cosa de pensar en virtualmente todas las dictaduras Latinoamericanas, salvo alguna, como la de Pinochet, que hicieron las de Kiko y Caco, sin sacar nada bueno de eso. El resultado de esto no es un progreso para esas sociedades, ni para la humanidad, ni para nadie. Piensen ahora en cosas todavía más absurdas: la de situaciones de abuso perpetradas por sujetos que no tienen ningún atributo, salvo el de detentar el poder, y que no lo ejercieron en el nombre de ninguna causa, realmente. Es poder por ambición, dinero, fama, qué se yo. Poder por el poder, sin ningún significado detrás. Piensen en casos tan extremos como el que nos ofrece, hoy en día, Joseph Kony, un guerrillero ugandés que tiene secuestrados a cerca de 30.000 niños que conforman uno de los ejércitos más curiosos que hayamos conocido jamás, porque sus soldados son niños muy pequeños, secuestrados a sus padres, a los cuales ellos mismos luego deben asesinar, que no sigue ninguna doctrina, que no está luchando para lograr nada en particular. ¿Cuál es la razón de todo eso? Imaginemos que Dios existe y que puso en la tierra todo lo que le parecía importante. ¿Para que nos puso al frente este tipo de cosas? ¿Hay alguna razón que explique que en el siglo de mayores progresos y riquezas, razas o continentes completos estén sufriendo el hambre? ¿Por qué algunas sociedades progresan y otras se quedan estancadas? Los hechos que los historiadores estudian nos muestran, en realidad, un mundo sumamente caótico y desprovisto de todo sentido.
¿Tendrán que ser las cosas así? ¿serán realmente así? Los pensadores idealistas que dieron forma a las Filosofías de la Historia tan solidadas, a partir del siglo XVIII, prolongando el pensamiento de Teólogos Cristianos y Filósofos Ilustrados, se levantaron, indignados, en contra de este diagnóstico. La historia irracional y sin sentido que nos muestran los historiadores, es algo tonto. Nos ofrece series de acontecimientos conectados de una manera accidental, que se suceden sin ton ni son, que no llevan a ninguna parte. Esto no puede ser. Es completamente absurdo pensar que hay un modo perfectamente coherente de funcionamiento en el mundo físico, que se rebela en la lógica perfecta con que se comportan los cuerpos físicos en el espacio, los componentes químicos, la biología de los animales, en todas las cosas con las que nos sorprende una naturaleza maravillosa, pero no en el ámbito directo en que se mueve el hombre: la sociedad. ¿Cómo va a estar todo operando dentro de la lógica de la gran máquina, hasta los insectos, menos el hombre? Eso no tiene ningún sentido. Tiene que haber, detrás de los asuntos humanos, una razón, una meta moralmente satisfactoria que los guie. Tiene que haber una especie de programa, que no logramos ver todavía, que hace necesario, de algún modo, que pasen todas estas cosas que nos parecen accidentales, que hace que ellas puedan contribuir, en forma un poco extraña, al progreso de la humanidad. No puede haber aquí, como nos muestran los historiadores, tantas piezas sueltas, tantas cosas sin sentido.

Estos filósofos otorgaron a la historia una preeminencia que nunca tuvo: Estos pensadores alemanes otorgan a la historia una preponderancia que ninguno de sus pares, ni antes ni después, le habían acordado. Esta fue una gran novedad: ellos estaban convencidos de que la filosofía alcanzaría su máximo valor, su máxima madurez, cuando se transformara, por completo, en una filosofía de la historia.
Expliquemos esto. En la época en que Herder, Kant y Hegel nadie pensaba que la disciplina fuera algo importante. La historia era considerada una especie de artesanía, de muy poco alcance intelectual. Este conjunto de pensadores da vuelta las prelaciones, poniendo lo que estaba más abajo, en la cúspide. Esto supone defender un programa o línea de trabajo que debía marcar a la disciplina en el largo plazo (cosa que realmente no sucedió). Hasta entonces la filosofía se había dedicado a discutir las cuestiones del ser (ontología) o, más recientemente, las condiciones de posibilidad del conocimiento (epistemología). Esto era importante, pero no lo más importante. Sabemos que el mundo tiene sentido y dirección, sabemos que los acontecimientos humanos están relacionados entre sí de una manera fundamental. Sabemos ademas una segunda cosa: estos filósofos están convencidos que la estructura primaria de la realidad social tiene una constitución histórica, que no existen, que lo real es puro movimiento. Para conocerlo y entenderlo, por lo mismo, necesitamos un punto de vista distinto al común en la filosofía, que presume que las cosas son estables…. ¿Qué tarea más grande para la filosofía que describir y comprender lo real, en su constitución auténtica, que dedicarse, junto con eso, a descubrir la trama o estructura subyacente de la historia en función de la cual todo lo real adquiere significado? Simple: toda filosofía superior, al decir de Herder y Hegel, tiene que ser una ‘filosofía de la historia’. Una tarea de una importancia social e intelectual incalculable, más encumbrada incluso que la que se plantea la ciencia en cualquiera de sus formas (importa más saber lo que le pasa a las personas que a los planetas) y hasta de la creen suya los teólogos cuya mirada parece muchas veces puesta sólo en Dios y no en la forma como la perfección en que éste consiste se revela y encarna en el orden de la vida. La historia, de esta manera, adquiere una primacía que no había tenido nunca hasta entonces (a los griegos, por ejemplo, les parecía una manifestación humana menor, al compararla con la poesía), y que no volvió a tener jamás en ningún más adelante..... Pero no la historia como disciplina, que ellos valoraban bien poco, sino algo que nunca analizan los historiadores: lo que Hegel llama la “historia universal” (los patrones o tendencias que determinan la evolución de la humanidad como un todo. Veamos esto a continuación.

Las FEH no se interesan en el pasado, sino más bien en el futuro: Los FEH hablan de la historia todo el tiempo, destacan lo importante que ella es en los planos más significativos, pero toda esa parafernalia no significa nada, porque la historia misma les interesa realmente bien poco. ¿Para qué les sirve? Les aporta ejemplos que sirven para avalar sus grandes interpretaciones sobre lo humano, pero de una manera bien mañosa, porque la interpretación misma es siempre anterior a los hechos, y además de eso, inmune a los hechos: ningún hecho contradictorio con una filosofía de la historia, ha hecho que su creador la abandone. Los FEH no dan mucho crédito a la historia, como disciplina, porque en el fondo la desprecian, por sus limitaciones más evidentes.
La historia que nos presentan los historiadores, que ofrece conocimiento seguro de las cosas que se dieron en el pasado, es algo valioso, pero intelectualmente poco sustantivo. ¿Qué nos aporta el historiador de pala y picota? Gracias al trabajo de los historiadores hemos podido conocer montones de hechos, que ellos estudian individualmente, sin tratar de ver si tienen conexiones unos con otros, sin tratar de establecer, si cada constelación de hechos se encuentra conectada con otra constelación de hechos, que se hayan dado antes o después, de una manera significativa, sin tratar de ver, al final, si el curso total de cosas que hay sucedido y van a suceder, son elementos o partes de un plan racional más amplio, de una trayectoria de progreso que lleve las cosas de un estado inicial a alguno final.
Los historiadores nos ofrecen conocimientos parcelados, que no dicen nada importante sobre lo que pasa a la humanidad, que está evolucionando todo el tiempo, siguiendo tendencias que desconocemos. Lo interesante es ir más lejos que los historiadores, trascender a los hechos mismos, para las leyes de desarrollo histórico que explican la evolución de la humanidad, como conjunto.
¿Interesa el pasado? Por cierto, pero sólo en la medida que su estudio permite conocer estas leyes del cambio y aventurar, a partir de ese conocimiento, predicciones sobre el futuro del hombre: a diferencia de la historia ordinaria, que pone siempre el foco en el pasado, podemos decir, el foco de la FEH está puesto en el futuro.
¿En qué va a terminar todo? ¿En un reino de libertad como piensan Hegel y Fujuyama? ¿En un perpetuo retorno a ciertas raíces primarias, como propone Vico? ¿En una maravillosa sociedad sin clases, como señala Marx?
La historia le interesa al FEH, tal como vemos, pero de no por si misma, sino de una manera derivada. Los FEH piensan que existen tendencias subterráneas, que conducen a la humanidad hacia cierto final, un final inexorable, piensan que esta trayectoria de progreso es totalmente inevitable, confían en que al develar la leyes que regulan las transiciones, de una fase a la otra, podrán entender ese destino y anticiparlo.

Los FEH piensan que la historia tiene no sólo un fin, sino también un final: Aquí hay una conexión con el punto anterior. Estos filósofos pensaban que la trayectoria de progreso que evidenciaba la humanidad como conjunto, que se hacía visible a través de lo que nosotros llamaríamos “historia universal”, desmbocaba siempre en un telos, una especie de final feliz. Estos filósofos diferían con relación a cuál debía ser ese final y a cuándo se iba a producir. Para algunos, el final feliz estaba en el presente del estado alemán (Hegel), para otros en el futuro (Marx). Pero final feliz hay siempre. Luego de llegar a ese estado cúlmine, esta pulsión innata de la humanidad a avanzar siempre hacia adelante, se detendría. Nos encontraríamos, por lo mismo, ante un auténtico “fin de la historia”.

Existencia de un factor causal primario: FEH dan por sentado que la historia avanza hacia su final racional bajo el impulso de de factor causal primario, principio guía o cómo quiera llamárselo. Mandelbaum lo señala: “a philosophy of history is any interpretation of history which purports to derive from a consideration of man’s past a single concept or principle which in itself is sufficient to explain the ultimate direction of historical change at every point in the historical process. Thus, any philosophy of history consists in the formulation of a law of historical change which explains the direction of flow of concrete events” (M. Mandelbaum, “A Critique of Philosophies of History…”, p.365).

La concepción de la realidad evolutiva del hombre como organizada en etapas: Los FEH piensan que la trayectoria de progreso que muestra la humanidad no es lineal, sino está ordenada en grandes etapas, a las cuales se llega luego de momentos de quiebre. El tránsito entre una etapa y otra, tal como dijimos más atrás, está gobernado por leyes, solo que no del tipo que interesan a los científicos, que indagan en la realidad para descubrir constantes, sino leyes de desarrollo, leyes que explican que se produzca el cambio, de manera inevitable, entre una fase y otra. Estos filósofos tienen una visión poco alentadora sobre la potestad del ser humano, como dueño de su destino. Piensan que las individuos son libres para construir su destino y rechazan todo determinismo extremo. Pero la libertad que tienen en mente no es absoluta, porque siempre está limitada por las necesidades que impone la historia, manifestada a través de las etapas. El problema es este: no importa lo que haban las personas, nadie puede saltarse las etapas; nadie puede inventar un final distinto del que está previsto; lo único que pueden hacer los individuos, realmente, es sacar ventaja de las posibilidades que permite cada momento o apurar la marchar para llegar a donde hay que llegar. Marx lo dice así: “Cuando una sociedad ha descubierto la ley natural que determina su propio movimiento, ni aun entonces puede saltarse las fases naturales de su evolución ni hacerlas desaparecer del mundo de un plumazo. Pero esto si se puede hacer: Puede acortar y disminuir los dolores del parto”.

La unidad mínima de análisis para la FEI no son los individuos sino determinados grupos: La premisa de que la historia tiene sentido y de que progresa siempre hacia un estado mejor de cosas no camina si miramos las cosas desde la perspectiva de los individuos a los cuales les afectan los hechos. Para ellos, muchas veces, los avatares de la historia pueden asomar como algo un poco caótico, porque la mayoría de ellos no tienen una relación significativa entre sí, para con sus vidas (como individuos). Según estos pensadores esto es real, pero se debe a una cuestión muy clara: las tendencias o las fuerzas primarias van interviniendo sobre nosotros a una escala mayor que la del individuo; van actuando y beneficiando a la humanidad como conjunto; el bien, pues, no está muchas veces en lo que pasa a los individuos, sino a la humanidad; a esa escala, lo que puede apararecer como incoherente, para el individuo, se nos puede ofrecer como ordenado e inteligible; es cosa de ampliar el campo visual, desde lo singular al conjunto, para que pueda quedar claro que acotecimientos cuyo sentido no era nada de evidente, servían demanera positiva a un propósito más amplio.
Esta general, que vemos desarrollada por primera vez en Kant, hace que las filosofías de la historia apunten siempre a lo general: el protagonista de la historia no son los individuos a los que les pasan cosas, grandes o pequeñas, no son nunca los individuos, que no son considerados como existentes por ninguno de estos esquemas. El protagonismo real lo tienen siempre determinados grupos, entes colectivos, que son priorizados por los filósofos como si se tratara de enviados directos de la Providencia: la ‘humanidad’ para Kant, el ‘pueblo’ para Herder, el ‘estado’ para Hegel, el ‘proletariado’ para Marx.  Esta opción por los grupos, con preferencia a los individuos, no comporta un interés especial por lo social, como el que es característico de los sociólogos, como es propio de quienes han adoptado un enfoque cientírico. Esto, porque lo que interesa no es descubrir leyes universales que pongan de manifiesto las constantes del comportamiento social, porque aquí no interesa destacar el peso que tienen las estructuras o lo social, en general, sino con destacar el papel especial que cumpliría determinado grupo o actor colectivo, que ellos tratan como si fuera una especie de ‘pueblo elegido’, un grupo especialísimo que cumple el papel de conductor de los cambios, un grupo que se conecta mejor o más profundamente con las tendencias de la época, con las fuerzas espirituales primarias, un actor cuyo destino tiende a condicionar lo que sucede al conjunto; se trata, al final, de descubrir como operan leyes de cambio, y no leyes que van a la siga de valores constantes.
Los individuos son trascendidos siempre por las fuerzas. Y eso no es por azar. El problema es que las personas tienen potencialidades y recursos que son necesarios para hacer avanzar la historia. Pero para lograr cosas importantes, es necesario congregar los recursos y capacidades de muchas personas a la vez, en línea de tiempo largas, que transcienden la vida de un ser humano. Por eso nunca vamos a poder descubrir las tendencias principales que rigen la historia, mirandola por la rendija limitada que ofrecen los individuos. Hay que hacerlo usando una perspectiva más amplia. Vamos a descubrir que estas fuerzas básicas hacen que la historia avance, aprovechando estas potencialidades o recursos positivos de los individuos, pero también de una manera un poco más compleja: utilizando incluso el lado malo de las personas, aprovechando su egoismo o su afán destructivo, para empujar la historia hacia donde debe ser….

La principal herramienta con que cuenta le filósofo para llevar adelante esta tarea es la ‘metafísica’: La filosofía es esencial, porque ella tiene ventajas evidentes, para completar la tarea que necesitamos completar (para rebelar el gran plan de Dios), que no están a la altura ni de los historiadores, ni de los científicos (ni tampoco de los filósofos tradicionales). El filósofo de la historia tiene como objeto ‘historia’ en lo que llamé primera acepción. Como res gestae (curso de hechos), no como rerum gestarum (el estudio que se ocupa de ese curso de hechos. Los alcances del tipo de relación que se entabla con este objeto son los siguientes. Los filósofos especulativos piensan que la tarea propuesta no está a la altura de los historiadores ordinarios, ni de los filósofos de la ciencia, porque ambos se confían, en sus estudios, con los datos que les ofrece la percepción. Eso no sirve. Nuestro aparato perceptor, incluso cuando es usado con el rigor del científico, es limitado para llegar al fondo de la historia. Eso es claro con el historiador ordinario, cuyos medios empíricos se quedan demasiado ‘cortos’ (ni para los teólogos, cuyos medios se pasan de largo) para poder revelar la racionalidad subyacente en el curso de acontecimientos. Una empresa tan importante necesita algo distinto de recursos de pensamiento que pone en juego el historiador ordinario, un miope profesional cuyo campo de visión está restringido a la realización de sus pequeñas tareas de erudito: examinar datos aislados para reconstruir hechos puntuales, con empatía, prescindiendo casi siempre de todo lo general que se revela en esa pieza minúscula de pasado (aunque su mirada de lo particular, siempre presuponga lo universal). También es claro con el científico el filósofo de la ciencia, que es un pensador avaro: que se limita a estudiar la historia como una disciplina científica (cómo los historiadores practican su oficio), que se limita a examinar los medios ridículos con que los investigadores auscultan las capas más externas de lo real. Para picar a fondo en la búsqueda del plan de la historia hay que apelar a la disciplina más potente de todas, una filosofía de las filosofías, que se realiza en el examen de la historia, capaz de decirnos cosas sustantivas acerca de la estructura fundamental de la realidad. Para llegar a eso no sirve ni la erudición barata ni los recursos usados por la teoría del conocimiento. Se necesita penetrar en el fondo del tema usando como medio el pensamiento especulativo de la metafísica.
¿Cómo es esto de la metafísica? Durante mucho tiempo se ha pensado que la realidad que se nos muestra es un espejo falso. Más allá de estas apariencias, existen ‘ideas’ puras, ‘esencias’, elementos primarios constitutivos de la real, que no son directamente accesibles a nuestros sentidos. Platón razona esto a través del Mito de la Caverna. Para ver las realidades que están detrás de las sombras, no sirve la observación, que siempre engaña, ni siquiera cuando ella está sometido a control público (como sucede con la ciencia). Para llegar más allá de la físico, el único instrumento útil es la razón, porque en ese más allá lo que hay tiene una arquitectura similar a la que tiene el medio empleada. La realidad de las ideas o esencias, se presume, es racional. El método es simple. Hay que sumergirse dentro de sí, como filósofos, y hurgar allí hasta encontrar a ese árbitro universal que todos tenemos. Ese ‘yo’ racional, que la filosofía posterior a Descartes ha llamado el sujeto trascendente. Con la ayuda de esa brújula interior hay que salir a la realidad, para remontar lo inmediato-físico, hasta acceder a la esfera de lo meta-físico.
El árbitro interno que cada uno lleva puesto no es cualquier cosa. Descartes y Kant inventaron un ego trascendente que tenía la extraña propiedad de poder observar la realidad en el completo extrañamiento (como sólo lo puede hacer Dios, indica Putnam): desde un fuera de ella y desde un fuera del sí mismo (y de las cárceles del lenguaje que nos conectan con la cultura y la vida práctica). Lo hicieron porque sólo un ser tan despersonalizado, como lo es un exiliado, podía mantener una relación neutral y sin distorsiones con su objeto.  
Desde ese momento en adelante, la historia de la filosofía ha consistido en el esfuerzo de establecer qué facultades de la mente son las que pueden asistir mejor a este arbitro trascendente, que dicta sus sentencias guiándose por lo que le dicta su puro fuero interno, en la labor de discernir lo verdadero de lo falso, lo aparente de lo real.
Con Hegel y Marx el sueño epistemológico alcanza su momento de mayor gloria. Las virtudes sobrenaturales del árbitro interior reciben un gran espaldarazo cuando se comienza a historizar todo, árbitro incluido. Seguimos teniendo un foco de trascendencia, solo que ahora no se trata de algo tan menudo como un ego, sino de la historia toda.

b) Declinación de las filosofías especulativas de la historia

Los historiadores hemos tenido, desde la constitución de nuestra profesión, a principios del siglo XIX, una relación bastante problemática con la FEH y con la filosofía, en general.
Los fundadores de nuestra profesión rechazaron las tendencias de su época, que destacaban la importancia del trabajo intelectual puro, del vuelo interpretativo. Les parecía que los sofisticados edificios intelectuales construidos por los filósofos eran demasiado pesados, y terminaban, siempre, falsificando la realidad: los estudiosos de propensiones demasiado interpretativas, pensaban, terminaban siempre encontrando los datos necesarios para afirmar la verdad de sus sistemas.
Lo que resultó de esto es un legado que persiste hasta hoy: los historiadores piensan que la buena historia comienza solo a partir del momento en que termina la filosofía (la divagación muy encumbrada, sin fundamentos)
Propusieron, en contra de eso, un verdadero culto al dato en estado bruto, cuyo correlato era la censura de tres componentes fundamentales de la historia, tal como se daba en esos años:
  • El componente filosófico o metafísico (la propensión a sobreinterpretar la realidad, afirmando cosas que no se sustentan en los hechos),
  • El político (la propensión a escribir historia del pasado para el presente) y
  • El literario (la idea de que nuestro trabajo era una actividad más humanista que científico, basada en una bien curiosa idea de lo que es ciencia, por cierto.

Este culto al dato en estado puro, su noción de la historia como ‘ciencia de los hechos’, los hizo rechazar, con mucha fuerza, a las FEH, antes que nadie, precisamente en el siglo en que la gran filosofía adquiría más prestigio y fuerza que nunca.
No es que los historiadores tuvieran una mala disposición a la filosofía o que la consideraran poco importante. El problema es que la entendían como algo muy distinto a su trabajo y como algo que no debía ser, nunca, parte de su actividad profesional. Ellos querían evitar confusiones declarando el modo de trabajo de los FEH con el pasado como un modo ilegítimo….
Hacia fines del siglo XIX, la mala disposición de los historiadores hacia la FEH se generalizó. En todos los niveles, se instaló la sensación de que la gran filosofía, aquella que pretendía abarcar toda la realidad del hombre, había sido un proyecto totalmente fracasado.
Los pensadores, de todos los signos, comenzaron a desconfiar de la FEH. Esta actitud hacia la FEH no estuvo reservada para grupos específicos de (por ejemplo, los interesados en estudiar la historia como disciplina científica). Lo que ocurrió, más bien, fue una reacción generalizada, en la que participaron todos, en contra del modo de pensar la realidad de los filósofos clásicos, aquellos que dominaron este campo desde el tiempo en que reinaron los griegos, hasta la etapa dorada de los alemanes.
Lo que ocurrió, en suma, fue un conjunto de cambios atmosféricos que se produjeron, durante el siglo XX, dentro del ámbito del pensamiento, en nuestro mundo occidental.
Nuestra filosofía contemporánea dejó de confiar, como la clásica, en la metafísica, y comenzó a cuestionar todos sus supuestos. Lo central fue esto: los filósofos dejaron de pensar de sí mismos como las autoridades infalibles y últimas en todo lo concerniente al hombre; los avances increíbles de la ciencia terminaron por convencerlos que la forma de razonamiento empleada por las ciencias exactas podía ser socialmente más fértil que los alambicados sistemas interpretativos que ellos habían construido, y que no habían acabado en cosas concretas, como si pasaba con la ciencia (salvo en regímenes un poco brutales, cuya única justificación parecían ser las razones de la historia).
Luego de la Segunda Guerra Mundial las filosofías especulativas de la historia comenzaron a vivir un apurado proceso de decadencia. No se trató de una declinación sutil. Fue una muerte por aplastamiento. Hoy en día las ‘filosofías de la historia’ son iguales a los dinosaurios. Uno puede encontrarse con ellas solamente en los libros de historia. Porque más allá de las versiones discretas que ofrece un Fukuyama ya no quedan ejemplares vivos de este modo de mirar el mundo.
Este fenómeno cataclísmico es bastante sorprendente. Siempre hubo, antes, detractores para la filosofía especulativa de la historia, que se han encargado de desnudar sus falencias lógicas y metodológicas. Si uno busca, va a encontrar más de algún nombre en el siglo XIX y hasta en el siglo XVIII. Lo que sucede es que en el siglo XX las voces críticas dejaron de ser gritos en el vacío, que no resuenan ni tienen ecos. Se hicieron mucho más numerosas y comenzaron a ser mejor escuchadas. Al cabo, la filosofía especulativa acabó cayendo en completo descrédito, casi por debajo de la futurología o el tarot. Si debía haber una filosofía de la historia –cosa en sí misma muy dudosa–, que tenía que ser algo completamente distinto.
La FEH sencillamente dejó de aparecer a los ojos de los especialistas y de la comunidad como un enfoque aceptable. Como comenta Morton White, llegó el momento en que la gran especulación acerca del desarrollo de la sociedad, las leyes históricas que querían explicar el auge y declinación de las civilizaciones o la importancia de ciertos factores estructurales preponderantes, que habían sido los caballos de batalla con los cuales idealistas y materialistas, monistas y pluralistas, habían querido enfrentarse en nuestros pequeños dominios, para zanjar las grandes cuestiones que importaban a la metafísica, perdieron todo atractivo.
Un cambio de folio dramático y completo. ¿Qué había sucedido? ¿la crítica destructora de los enemigos internos y externos del pensamiento especulativo había rendido sus frutos?.
En parte sí. En unos casos, como sucede con el primer positivismo lógico, hubo cuestionamientos por razones internas (razones propiamente filosóficas). Las teorías o proposiciones metafísicas fueron descritas por estos filósofos simplemente como carentes de sentido, impotentes para generar conocimiento. En otros, en que los cuestionamientos eran más ponderados pero no menos firmes. Se mantenía que la utilidad del pensamiento especulativo se restringía a proporcionar marcos generales para la interpretación o las conjeturas iniciales, cuyo valor podía ser, como máximo, el de servir de fuente de inspiración para el investigador, pero nunca el de proporcionar información de cierta utilidad acerca de la realidad.
Pero en otros casos, la causa del descrédito estuvo relacionada con un tema más bien político que filosóficos.
Recordemos lo siguiente. Los grandes personajes, que empujaron cambios revolucionarios en el mundo, como Lenin, Hitler o Mao, lo hicieron amparados en los fundamentos tan discutibles que les aportaban sus propias interpretaciones de lo que proponían las cripticas FEH del siglo XIX.  Luego de la Segunda Guerra Mundial, cuando los fascistas fueron derratados y occidente inició su cruzada contra el comunismo, la FEH fue públicamente descreditada por figuras de verdadero calibre en occidente, como Popper o Hayek, quienes endilgaron a estos grandes sistemas responsabilidad en los genocidios y en las guerras.
El golpe de muerte vino un poco después, cuando los supuestos mismos de estas grandes interpretaciones fueron refutados por los postmodernos.
Los postmodernos, de Lyotard en adelante, han cuestionado con firmeza la legitimidad de las ‘Grandes Narrativas’, de las ‘Metarrelatos’, en un plano más general. Los grandes relatos, en historia, en economía, etc., son inventos consoladores que han servido para sojuzgar a los débiles, a los distintos; hay que terminar con ellos; hay que expulsar todo resabio de metafísica de las ciencias sociales.
Pero hay otra razón para la pérdida de importancia de las grandes interpretaciones filosóficas, que no tiene que ver ni con los cuestionamientos internos o externos, sino más bien con la valoración que hacemos hoy en día sobre las cosas que son significativas.
Desde hace muchos siglos que la filosofía es vista como la disciplina madre, como la rama fundamental de conocimiento, bajo cuyo paraguas están abrigadas todas las otras. Esta realidad ha cambiado, de manera concluyente. La filosofía ocupa una posición cada vez más disminuida en la sociedad, siendo eclipsada hoy por la ciencia (cuya posición central ya no cuenta con ningún contrapesa).
La ciencia se ha transformado en la nueva disciplina madre, desplazando a su predecesora (que se ha doblegado de la peor manera: acortando la importancia que concedía a sus propios temas y dedicándose en un grado importante a estudiar a su rival, convertida en filosofía de la ciencia, como si el único tema sobre el que vale la pena razonar sea este).
Las filosofías especulativas de la historia, podemos decir, han muerto. Ya no hay filósofos ni historiadores que dediquen su vida a la elaboración de sofisticados edificios metafísicos que intenten poner en orden todos los asuntos del hombre, desarrollando una especie de gran interpretación, semi-religiosa, que haga sentido de todo lo sucedido y de todo lo por suceder. Las versiones contemporáneas de estos sistemas, tipo Fukuyama, está visto, son pobres remedos de los esfuerzos brillantes de Herder, Kant y sobretodo Hegel.

c) Sobreviviencia de las filosofías de la historia en la historiografía contemporánea

Las FEH están muertas, porque ya no son importantes para nosotros. Pero no están tan muertas como pensamos, porque siguen vivas, de una manera distinta.
Vamos a concluir esta parte del curso hablando sobre eso.
Las filosofías especulativas de la historia han logrado sobrevivir, de todas maneras, transformadas, camufladas, de dos maneras principales que son súper importantes para la historia.
  • Ciertos historiadores se consideran seguidores de algunos filósofos especulativos, que citan como autoridades en sus obras. Los grandes sistemas especulativos no son usados por ellos, ciertamente, tal cual los concibieron y presentaron sus autores. Porque de haber sido así, no se trataría, en ningún caso, de obras de historia, sino de extraños revival metafísicos, sustentados en una base de información empírica algo más amplia, pero siempre menor de lo que necesitan hipótesis que intentan cubrir toda la historia mundial. No es eso. Cuando un historiador aprovecha la obra de estos autores lo hace aplicando recortes y simplificaciones a granel. El historiador se apropia de aspectos parciales de un sistema, convirtiendo esa apropiación en un marco interpretativo muy ad hoc, al que se pide colaboración porque en la práctica ha quedado demostrado que sirve para examinar la realidad e iluminar ciertos aspectos. Estos marcos, insisto, no se usan tal cual los dejaron esos creadores que nos hablaban en las lenguas extrañas de la metafísica. Uno toma de ellos ciertos principios heurísticos y metodológicos, los reelabora, los simplifica, y los aprovecha como instrumentos para mirar aspectos de la realidad, desde un punto de vista científico y político determinado. Casi siempre estas adaptaciones recogen los frutos del trabajo de un adaptador anterior, que se ha vuelto un canon. Estas figuras mediadoras son las que tomaron la materia prima que ofrecen las FEH y las han adaptado de una manera que demuestra ser interesante para los historiadores. Los E.P.Thompson, para los historiadores sociales, los L. Ranke para los historiadores de los estados nacionales, sobre lineamientos idealistas. Ellos son nuestras verdaderas autoridades. Uno los cita en las páginas introductorias en que discute los fundamentos teóricos y metodológicos del esfuerzo desarrollado a lo largo de las páginas del libro, convertidas en nuestro marco teórico (un marco teórico bien particular, por cierto). ¿Qué tipos de FEH han logrado tener esta sobrevida de segunda generación a través de la historiografía?. Tenemos, por ejemplo, a Vico. Su noción de la historia como ciclo revivió en Spengler y ha tenido ecos en alguna historiografía menor, como sucede con nuestro Alberto Edwards y su “Fronda aristocrática” o, más recientemente, Gonzalo Vial. Tenemos, sobretodo, a Marx. Ha surgido, luego de la Segunda Guerra Mundial, una rica historiografía marxista, que transforma las tesis de la preeminencia de lo económico y de la lucha de clases, en instrumentos que sirven para hacer sentido de determinados fenómenos socio-económicos que son bien característicos de las realidades que conoció el mundo a fines del siglo pasado y en la primera mitad del siglo XX (aunque quizás menos apropiados para hacer sentido de las extrañas sociedades sin clases que comienzan a surgir en algunos rincones del mundo, hoy en día). Esta historiografía, que ha mitigado a Marx lo suficiente para que pueda escribirse buena historia, ha logrado poner de rodillas, junto con el estructuralismo de los historiadores de los Annales,  a la historia tradicional (lo que no es poca cosa), permitiendo, con ello, que el abanico de posibilidades temáticas que abarca la disciplina se vuelva mucho más amplio....
  • Una de las formas más interesantes en que han sobrevido las filosofías de la historia, no es la descrita, que es la más visible y explícita, por decirlo de alguna manera, sino una que no se nota nada, porque opera por debajo de lo declarado y lo consciente, en lo que los narrativistas y los postmodernos llamamos el “sotano del texto”. ¿Cuál es el punto aquí? Los textos históricos están armados de materiales que nos parecen muy claros: contienen datos, que los escritores intentan utilizar para afirmar argumentos explícitos, destinados a mostrar algo, probar algo, justificar algo. Para lograr ganarse al lector, intentan afirmar estos argumentos en buenas pruebas. ¿Cómo construir un argumento contundente? Para hacerlo pueden echar manos de las herramientas de análisis que aportan las teorías que siguen. Pero esta operación no se completa nunca con ayuda de los instrumentos que aporta la ciencia. Aquí no hay, tal como pasa con las otras disciplinas, reglas para interpretar y organizar los datos, que sean transparentes, y que generen resultados infalibles. La historia es una actividad humanista, de tipo bien intuitivo, que construye interpretaciones subjetivas, que son personales, que no están gobernadas por reglas como las descritas. Esto es importantisimo, porque abre las puertas para que el trabajo con los significados de la realidad, a nivel del texto, termina siendo controlado por elementos que no tienen nada que ver con las elaboraciones más conscientes del escritor, con lo que el declara como los fundamentos para sus análisis: en esa esfera difusa, es donde interfieren las filosofías de la historia, las visiones éticas, estéticas y políticas del escritor, y principalísimamente, sus esquemas interpretativos, las filosofías de la historia subyacentes con las que comulga.

Lo interesante es que estos a priori no se cuelan ni se reflejan en la parte en que el escritor declara sus premisas, diciendo “voy a hacer un análisis funcionalista o marxista de la materia”, sino en el cuerpo de la narración, en el relato mismo, donde nosotros interpretamos la realidad componiendo un relato, sin preocuparnos, en esa parte de nuestra labor, si las declaraciones iniciales de intenciones son fieles con lo que declaran los apartados teóricos y metodológicos con los que iniciamos nuestros estudios. Por ese motivo los filosofos postmodernos de la historia están revalidando hoy en día las filosofías de la historia, argumentando que no existe una diferencia de fondo, sino solo de grado, entre historia ordinaria y la FEH: ambas pre-interpretan la realidad a partir de esquemas filosóficos, solo que una de ellas, la primera, finge que eso no sucede, y la segunda, por el contrario, es más honesta y expone sus a priori.




Nacimiento del paradigma disciplinar

1. El paradigma de la historiografía tradicional


a) Historia como ‘maestra de la vida’


La historia es una actividad intelectual y una práctica cultural antigua. Pero este modo de entender y estudiar la realidad pasada nunca fue asumido como un ejercicio profesional, sino hasta principios el siglo XIX.
Esto sucedió por primera vez en Alemania, cuando Wilhelm von Humboldt (lingüista, político influyente, una de las mayores celebridades intelectuales de su época, hermano, además, de Alexander, el más famoso naturalista que conoció ese siglo) creó la Universidad de Berlín, en el año de 1810, y tomó la decisión de acordar a la historia un lugar propio, que no había tenido nunca.
Este parto institucional no fue cosa fortuita. Se produjo en el lugar y el momento correcto: cuando la sociedad alemana vivía un vuelco generalizado hacia su pasado, cuyas razones voy a comentar más profundamente cuando estudiemos el “historicismo, que tuvo gran impacto sobre el mundo académico que estaba naciendo.
Antes de que esto sucediera las cosas eran muy distintas.
Hasta entonces la historia había sido un ramo menor, impartido al interior de las Facultades de Filosofía, Derecho y Teología. No había facultades o institutos de historia, ni cursos monográficos de historia, ni especialistas que se dedicaran a la historia, como rubro exclusivo de desarrollo intelectual.
¿Quiénes practicaban la historia? ¿Para qué?
La historia, en su etapa pre-profesional, era practicada por amateurs, gente que tenía montones de otras ocupaciones, pero que dedicaba una parte de su tiempo al tema, por su amor por el pasado. Estos aficionados se interesaban en la historia sobre todo en tanto “maestra de la vida”, según nomenclatura de Koselleck. ¿Qué quiere decir Koselleck con esta idea? Toda historia anterior, aunque interesada en la verdad del pasado, tenía su corazoncito puesto, más bien, siempre en el presente. Es cierto que los historiadores de la etapa pre-profesional buscaban, honestamente, obtener conocimiento cierto de los hechos pasados y traspasar al lector ese conocimiento. Como no. Pero la transmisión de verdades al lector no era el único propósito que los guiaba. El estudio de los hechos pasados era visto cómo interesante, en cuanto permitía contar con los ejemplos necesarios para poder enseñar a los jóvenes de la elite como vivir mejor en el presente, como enfrentar las coyunturas o desafíos que este presente siempre ofrecía.
El pasado, en realidad, no era el tema: era la excusa para entrar en el verdadero tema:  formar a los jóvenes de la élite (occidental) para que estuvieran preparados para tomar decisiones correctas cuando debieran enfrentar sus tareas naturales de liderazgo, como futuros capitanes de empresa y estatistas.
Pues bien, para construir discursos que aleccionen bien, no se necesita tener datos demasiado fieles, establecidos de una manera infalible. Solamente tener una pluma magnifica, habilidades para argumentar, para seducir y contar con la información que permita hacer todo eso.... ¿Importante que sea confiable? Por cierto. Pero eso no es lo más importante. Lo importante es que los hechos colaboren a la tarea de dejar una buena lección moral.
Eso planteaba un problema con la cuestión de los datos. Los historiadores anteriores eran grandes escritores. Pero el trabajo en los archivos con los hechos no era su fuerte. Ellos, la verdad, no mostraban interés en pasarse mucho tiempo dentro de los archivos en búsqueda de pruebas infalibles sobre la veracidad de los hechos que comentaban o exponían; para ellos los hechos no eran una especie de meta sagrada, el objetivo fundamental que los alentaba: los miraban como un medio, no como un fin; para ellos hechos eran solamente la munición que necesitaban para apuntalar sus alegatos sobre el presente.
La importancia que se concedía al presente, incluso cuando se estudiaba el pasado, tenía que ver con otra cuestión. Para el hombre del siglo XIX el pasado todavía era una dimensión inexistente.
Esta aseveración puede sorprender, porque estamos acostumbrados a valorar lo antiguo, a tratarlo como algo valioso, precisamente por consistir en algo extraño, en algo distinto de lo presente, en algo que resulta valioso, precisamente, por haber sido perdido.
Para nosotros todo esto tiene mucho sentido. Los objetos de otros mundos, otras civilizaciones o lugares o momentos son socialmente valorados por que vivimos bajo una cultura del patrimonio, que considera todo lo extraño, todo lo remoto, como algo intrínsecamente significativo.
Pero esta valoración es parte de un discurso epocal, muy circunscrito, que no era parte del horizonte mental de la mayoría de los hombres y mujeres de principios del siglo XIX.
Para ese hombre y esa mujer, que vivía en el de expansión que vive occidente, progreso constante, modernización en distintos planos, las mejores promesas eran las que ofrecía el futuro, no el pasado. Lo que se valoraba, pues, era nuevo, lo moderno, el progreso.
El pasado no sólo era una dimensión poco interesante para la gente de la época. Era, también, una dimensión bastante desconocida.
El hombre del siglo XIX, la verdad, no conocía casi nada del pasado, aunque ese pasado lo rodeara por todas partes (en un continente en que las huellas de las grandezas y flaquezas pasadas estaban por todas partes: vestigios de acueductos romanos, etc.). No había, todavía, ni archivos, ni hechos bien estudiados. El pasado era, por lo mismo, una gran incógnita, casi para cualquiera. Además, todavía no se había desarrollado el concepto de un pasado. Esto es, la conciencia de lo que se vivió en otras épocas y mundos como algo distinto a lo que experimentamos hoy en día (la forma como lo experimentamos, en realidad). El hombre de esa época miraba siempre al pasado como algo familiar, como una simple extensión del presente (algo así como una versión menos desarrollada o más desarrollada de nuestro presente: menos desarrollada, cuando ese pasado era visto como una versión más primitiva de lo que somos ahora; más desarrollada, cuando comparábamos nuestro presente con algún momento ‘dorado’ del pasado que nos configura, como es el caso con la Atenas del siglo VaC o Roma…).
No había sensibilidad para percibir las diferencias. No había espacio, en definitiva, para que la historia, como campo de conocimiento, pudiera tener más presencia y desarrollo del que tenía…


b) Un precedente y precondición del paradigma de la ‘historia tradicional’: El ‘método crítico’

Las cosas comenzaron a cambiar hacia fines del siglo XVIII, en Europa y en Alemania, en el corazón de Alemania, cuando comenzó a tomar vuelo lo que yo describiría como una “actitud de verdad”, propio del tiempo de los Ilustrados, un tiempo en que las mentes más inquietas querían disipar, del mundo, la fantansia,  el mito, el las visiones religiosas, sustituyendo eso por la exactitud, realidad, la racionalidad, en todas las áreas, incluido el frente que nos ofrecía el pasado, como un área más. Ese interés por quitar al pasado los aires míticos llevó a que tomara mucha fuerza la profesión del anticuario. Comenzaron a ser publicados, en todas partes, diccionarios, compilaciones, repertorios, colecciones, que mostraban, describían y clasificaban con toda exactitud antiguedades artísticas, jurídicas, literarias, arqueológicas:  la Académie des Inscriptions et Belles Letres, de Francia, publicó entre 1723 y 1790, una colección de 14 volumenes que contenían todas las ordenanzas emitidas por los reyes, Ludovico Antonio Muratori publicó los 25 volúmenes de su Rerum Italicarum Scriptores, obra en la que compilaba fuentes literarias cuyo tema fuera Italia.
En Alemania, el avance de la erudución se dio en el contexto de dos intereses muy locales, que fueron determinantes para la evolución que tomará la disciplina.
Este afán erudito y clasificatorio, común a los europeos, tomó fuerza especial en el caso de Alemania, a propósito de un tema religioso que un sabor muy local.
Los alemanes están, todavía, intensamente divididos por delicados temas religiosos. Para zanjar las diferencias de lectura a que podían dar lugar las escrituras, fue desarrollandose un tipo especial de erudición bíblica.
¿Qué había de verdad en las escrituras? ¿cómo separar el polvo de la paja? Para despejar estos dilemas fue necesario desarrollar técnicas de trabajo exegético, que aportaron las condiciones que necesitaría la historia para desarrollarse: la existencia de técnicas exegéticas, que permitieron por primera vez conocer la verdad de los hechos, separar la parte literaria o religiosa, de la factual….
La gracia de las técnicas perfeccionadas a fines del XVIII por los eruditos alemanes, en es contexto de esta polémica por temas religiosos, es que motivó el avance más sólido que había tenido lugar hasta entonces, en el campo de la erudición documental: fueron desarrollándose por primera vez, con sistematicidad, técnicas que permitían analizar con máximo rigor documentos y textos del pasado, logrando resultados similares a los alcanzados por peritos de la policía que saben cómo evaluar el valor de las pruebas que aportan los fiscales.
Este impulso comenzó a tomar vuelo en otro frente: el del derecho.
En la Universidad de Göttingen, en Hannover, un grupo de abogados, entre los que se encontraban Gatterer y Schlozer, dedicados al estudio de las instituciones, interesados en investigar la interminable variedad de leyes, instituciones, costumbres características de los entre 200 y 300 principados y estados alemanes, fueron viviendo una especie de transformación gremial interna, evolucionando de abogados a historiadores. Les interesaba conocer mejor ese Antiguo Régimen, ese mundo que esa etapa racionalista, que se inició con la Revolución Francesa, había comenzado a borrar de la faz de la tierra. Su interés por el pasado que estaban perdiendo motivo un interés específico por lo local.
Ellos dieron acogida a ese concepto de Herder que marcó la pauta en la evolución que seguirá la disciplina: el Volksgeist (espíritu del pueblo).
Contra el universalismo atemporal de la época, comenzaba a afirmarse en Alemania un interés por lo particular, por conocer la evolución cultural, legal e histórica, las costumbres, las tradiciones, las instituciones, que hacían singular a cada principado, cada pequeño reino.
Esta visión, alimentada por las intuiciones de Herder, motivó el surgimiento de la llamada “Escuela Histórica del Derecho” de Friederich von Savigny, que extremó estas premisas, desde una posición conservadora y nacionalista, afirmando que los cuerpos legales son producto de la historia particular que vive cada pueblo, de sus costumbres, alegando que, por virtud de ello, no tenía ningún sentido la tesis ilustrada sobre la existencia de una “derecho natural”, de marcos legales que tuvieran una aplicación más allá de las fronteras de cada estado, una vigencia universal…. 
El desarrollo de gramática comparada (realiza estudios comparativos de lenguas), la epigrafía (estudia las inscripciones hechas sobre materiales duros), la filología (estudia los textos escritos, intentando, a partir de ello, reconstruye la cultura que les dio origen), la paleografía (descifra o decodifica documentos generados en otras épocas), la numismática (estudia monedas y medallas antiguas, lo que permite reconstruir las costumbres de un pueblo, conocer sus hechos principales), la arqueología (estudia a las sociedades del pasado, de manera integral, a través de sus restos materiales), la hermenéutica (técnicas para la interpretación de textos), fue integrado, en un cuerpo coherente, por Barthold Georg Niebuhr, hijo de un famoso cartógrafo y explorador, que desempeñaba, como la hará Humboldt luego, una posición política muy importante dentro del estado alemán. Hombre multifacético, dedicaba su tiempo libre al cultivo de la historia. Fue Niebuhr quien, a principios del siglo XIX, cuando nosotros vivíamos los últimos años de la etapa colonial, tomó todo el conocimiento técnico acumulado referente al modo de examinar los documentos dando vida al llamado “método crítico” (el primer método, acaso el único, de que ha dispuesto esta profesión). Este consiste en un conjunto razonado de procedimientos que permiten hacer un estudio riguroso y científico de fuentes, gracias al cual es posible establecer, sobre bases indiscutibles, la verdad de los hechos.
El método crítico nos aportaba el recurso que necesitábamos para terminar con una mala costumbre de la historia: la de aceptar como verdades hechos referidos por fuentes secundarias, repetidos una vez tras otra, sin haberlos establecido de manera fehaciente; la de tomar muy a la ligera, como verdades, simples presunciones.
Gracias al trabajo de Niebuhr los hechos comenzaron a tener centralidad, tanta que von Humboldt empieza a pensar que debe haber una “ciencia de los hechos”, con un lugar institucional propio, actuando a contrapelo de lo que exigía la intelligentsia de la época (una a la que le gustaba la divagación de gran altura, que miraba el trabajo erudito como una práctica cultural inferior, propia de técnicos, no de intelectuales o universitarios).
Esto sucedía al mismo tiempo que comenzaba a instalarse una conciencia histórica que abarcaba a un mundo social mucho más amplio. Esto sucedía, coyunturalmente, como reacción a la amenaza militar e ideológica francesa, que fue enfrentada por una comunidad lingüística muy disgregada, muy amenazada, que se volcó sobre sí misma, que salió al paso de la arrasadera del Iluminismo tratando de identificar los elementos que fueran propios, específicamente alemanes, que buscó en el pasado elementos aglutinantes que no existían en el presente, que usó eso para dar asidero a su propio proyecto de unificación….

c) Nace el paradigma

Disyuntiva inicial
Era el momento preciso. Los alemanes estaban ‘descubriendo’, en forma másiva, lo valiosa que era la historia. Había allí un vuelco general hacia el pasado, una revalidación de las tradiciones, en derecho, en literatura, en cada ámbito. Se estaba afirmando, por primera vez, una cultura del patrimonio. Pero ¿cómo debía ser esta nueva ‘ciencia de los hechos’, que estaba comenzando a tomar forma? Recordemos lo que hemos aprendido. A fines del siglo XVIII se habían puesto de moda los puntos de vista de los filósofos de la historia que ya estudiamos, figuras como Voltaire en el medio francés o como Hegel en el alemán. Ellos le habían subido el pelo a esta materia, tan descuidada en los medios académicos, afirmando algo que resultaba bastante violento a los practicantes de la disciplina: que era inutil perseverar en el estudio de sucesos singulares, en cosas fragmentarias, que no permitían entender por qué pasaban las cosas en un plano más general; la idea era trascender la esfera de los hechos, para poder poner de manifiesto las tendencias subterráneas que los conducían y explicaban; para hacer eso lo que había que hacer era abandonar los medios tan limitados de los historiadores, transformando el trabajo de mayor elaboración intelectual a los filósofos; esto presuponía llevar a las cosas al mismo terreno que lo hicieron, en el siglo XX, los historiadores que quisieron superar el historicismo, abogando por una vinculación más estrecha con ciencias sociales; los ‘nuevos historiadores’, al igual que los filósofos de la historia, proponían un régimen de división de funciones, que dejaba a los historiadores la ocupación limitadísima de establecer los hechos, y a ellos el tratamiento más analítico de estos.
Lo de los filósofos de la historia era similar. Se trataba de ayudar a los historiadores a hacer lo que ellos no podían hacer por sus propios medios: relacionar los conocimientos particulares, transformar todo eso en algo más amplio y significativa.
El problema con esto era que conllevaba un gran desprecio para la historia misma, es que la condenaba a ser dependiente de la filosofía, en condiciones de total vasallaje.
Los historiadores de campo, en esta etapa en que se definía la condición de la disciplina como profesión, tuvieron que enfrentar las ambiciones de los filósofos, y el imperativo de la época misma, defendiendo lo que hacían, demostrando, en particular, que el conocimiento que ellos desarrollaban, que el enfoque que los originaba, tenía valor propio, ofrecía cosas que la filosofía no podía ofrecer…..
La respuesta concreta a la forma tan agresiva de imperialismo académico de los filósofos generó una reacción, en particular, que es importante para los propósitos de este curso (y para entender las orientaciones que tuvo la historiografía en el siglo XIX).
Estas definiciones debieron ser adoptadas a partir de dos posiciones muy demarcadas, que necesitamos caracterizar bien.
La nueva disciplina podía ser una actividad intelectual, de rango elevado, destinada a aportar grandes interpretaciones sobre el hombre, siguiendo el derrotero que había iniciado Hegel, pagando el precio del vasallaje descrito; podía ofrecer relatos interpretativos de gran cobertura y gran vuelo intelectual, como pasaba con la historiografía de Michelet; o podía ser algo más sencillo, priorizando el trabajo erudito con los hechos, por sobre la gran interpretación, siguiendo el derrotero abierto Niebuhr, dando aliento y nueva vida al modo más tradicional de entender el trabajo histórico, que prevalecía desde el tiempo de los griegos. La historia, en este caso, no sería una actividad en que prevaleciera la gran reflexión, llevada adelante por intelectuales, sino consistiría en trabajo científico con los documentos, propio del erudito.
El medio no era muy favorable a la visión tradicionalista.

Papel crucial de Wilhelm von Humboldt

La noción de la historia erudita como una manifestación cultural inferior, como una práctica, al nivel de la epigrafía o la hermenéutica, contaminada de ese espíritu idiográfico al que apuntaba Aristóteles (centrada siempre en la minucia del dato, rehuyendo la gran reflexión) daba para pensar en que von Humboldt se inclinaría por la versión mucho más fascinante que proponía Hegel, que fue siempre el gran competidor para los eruditos.
¿Qué había hecho Hegel? Había sacado a la historia del sótano y la había convertido en la base de su monumental filosofía, obra que intentaba ser un compendio de todo lo humano, de todo lo real, explicar cada dimensión de la vida social, a partir de una sola gran trama magnífica.
¿A quién confiársela? En esos años intelectual más respetado en Alemania, la figura del mundo universitario más conocida, el profesor más respetado de la propia universidad de Berlín, además del pensador más acreditado para opinar sobre la historia, era Hegel. Había buenas razones para ello. Hegel había dado vida a un edificio metafísico descomunal, que pronto se transformó en la base esencial de mirada idealista de la filosofía, cuyo eje ingrediente esencial era la historia. Se trataba de la más importante reflexión de la época sobre lo humano y lo no humano y de la primera, de esta altura, que se cimentaba en una profunda sensibilidad hacia lo histórico. Más que una Filosofía, lo suyo era la primera gran Filosofía de la Historia de los modernos. ¿Se le daría a él y sus discípulos la tarea de iniciar la disciplina? Von Humboldt  optó por el camino menos pensado: se inclinó por dar a la nueva profesión el perfil más técnico, al estilo de Niebuhr, tomando partido decidido por el camino propio….
¿Qué problema había con la fórmula hegeliana?
Von Humboldt fundó la Universidad de Berlín en 1810. Esto es, muy poco después de que Prusia sufriera dos humillantes derrotas a manos de Napoleón (años de 1806 y 1807). El esfuerzo de crear esta universidad era parte de un diseño de política mucho más amplio. Los prusianos querían fortalecer su estado y su nación dando impulso a una gran reforma educativa, cuyo propósito era contar con una nueva elite, que fuera capaz de conducir el país y de fortalecerlo. La idea era ampliar la elite incluyendo elementos de clase media, pero también ofreciendo a los jóvenes una formación más exigente y más sofisticada que la que ofrecían las universidades del antiguo régimen, con sus actividades de instrucción tan general, centradas en la filosofía, el derecho y las humanidades, que se limitaban a brindar a los estudiantes un barniz de cultura general. El propósito de von Humboldt era ir mucho más lejos que eso: él quería que los estudiantes recibieran una formación teórica más sólida, que se apoyara en un trabajo intenso en el campo de la investigación. En esas fechas no había nada como eso. Las universidades no se habían planteado como meta estimular el interés por desarrollar una gestión más profesional del conocimiento.
Precisamente ahí estaba el fallo de la apuesta hegeliana, que era, en el fondo, jugarse las cartas por el pasado más que por el futuro: cultura general, de tipo filosofante, más que saber especializado, practicado con el rigor investigativo, como el que comenzaba a demostrar cierta historiografía, que estaba logrando avances impresionantes en el conocimiento, a través de la utilización sistemática del “método crítico”, que les he descrito.
Si se dejaba historia bajo la administración de los filósofos, pensaba Von Humboldt, no sería posible contar con profesionales adiestrados en el cultivo de una disciplina. Lo único que se obtendría serían intelectuales, inclinados a la divagación, a la vieja manera, esa a la que le faltaba siempre el rigor del método.
Von Humboldt fija su posición en una conferencia dictada el año 1821, bajo el título bien elocuente de “El oficio del historiador”. En esta charla seminal, el alemán, explica por qué rechaza el idealismo hegeliano. El está convencido de que fuerzas espirituales profundas conducen el desarrollo de la humanidad, pero piensa que ellas solo se pueden ser reveladas por una inteligencia crítica luego de estudiar las manifestaciones concretas, el modo como estas fuerzas se realizan o materializan en las experiencias singulares que van teniendo los pueblos, imprimiendo a cada pueblo siempre un sello (aquí hay una deuda evidente con Herder), tesis que ya les resultará familiar a ustedes. Lo universal, pues, se manifiesta a través de lo singular. Por eso, la pega del historiador debe limitarse a establecer los hechos: porque al focalizar el trabajo en ellos están realizando la tarea más importante, más significativa y profunda que es posible realizar: descifrar en serio (no como los filósofos) el propósito último de la Idea, a través de síntesis que pongan de manifiesto los “nexos vitales” que ligan a todas las piezas sueltas.
Su opción a favor de una historia centrada en los hechos, con preferencia a una mucho más interpretativa, responde, pues, a un motivo profundo, que vale la pena aclarar muy bien.
En el siglo XVIII los ilustrados y luego, más intensamente, quienes habían defendido los valores de la revolución francesa, habían impuesto una visión sobre la historia radicalmente distinta a la que había existido hasta entonces. En lugar de estudiar el pasado como una rica pluralidad de cosas singulares, extrañas, ricas, distintas unas de otras, había asumido una perspectiva universalista y racionalista, que defendía conceptos aplicables en todo momento y toda circunstancia, como “soberanía popular”, “derechos humanos” o “democracia”. Ideales universales de perfección, que todos los países y culturas debían perseguir. Los alemanes consideraban que esta visión racionalista era una impostura, que era un error evaluar todas las épocas, todas las civilizaciones, todas las culturas, usando como referencia o como norma de medida, los valores puntuales de los ilustrados europeos (sobretodo considerando que estos filósofos eran casi todos franceses). La realidad humana, consideraban, era algo más difuso, complejo y poliforme. Para entender un pueblo o cualquier “identidad colectiva”, decía Herder, era necesario mirarlo desde dentro. No servía de nada intentar evaluarlo o juzgarlo externamente, usando como vara los principios o los fundamentos de otro pueblo. Cada pueblo es una identidad que elabora su propia cultura y su propia identidad, en la historia. Cada pueblo es algo singular. Por aprehender esa singularidad, con el máximo rigor posible, no sirve ni ese pensar abstracto del racionalismo ilustrado, ni el pensar filosofante.
Esta fusión de erudición con un enfoque centrado en lo local, terminó de afirmarse el año 1810.
Comienza la historia de la historia con Niebuhr y Ranke
Ese año asumió la cátedra de Historia el lingüista Barthold Georg Niebuhr, que había sido el inventor del “método crítico”, descrito recién. Entre 1811 y 1812 este filólogo, transmutado en historiador, publicó su Historia de Roma. Lo que hacía singular este estudio es que era el primero que nos hablaba del pasado romano, con el cual los prusianos se sentían tan identificados, a partir del análisis directo de fuentes literarias y epigráficas del mundo antiguo. Eran los mismos hechos de siempre, pero que tomaban un color distinto cuando se los estudiaba con una mirada de erudito, eludiendo las fuentes indirectas o desmenuzando las fuentes que todo el mundo revisaba, con las herramientas del erudito.
Esta definición a favor de la linea erudita recibió un espaldarazo cuando von Humboldt contrató, para ocupar esa misma cátedra, en el año 1825, a un jóven un joven profesor  (Ranke) que se había hecho conocido, en Frankfurt, debido a la publicación de un libro que estudiaba el proceso de formación de los estados nacionales, que le aportaba lo que estaba buscando: se trataba de un estudio que se distinguía por el riquísimo trabajo con las fuentes primarias (el libro había sido publicado recién el año anterior). Su autor había explicitado, en un apéndice de su obra, una posición clara: el franco rechazo de las obras históricas que no se apoyaban en fuentes primarias; la censura a los historiadores de la época que ofrecían interpretaciones brillantes del pasado que se basaban en fuentes secundarias.
Las obras que el tenía en mente debían ser satisfacer las normas máximas de la erudición, para garantizar la verdad de todos sus hechos. Pero tenían que ser escritas, a su vez, con elegancia, con buen pluma, en términos que fueran satisfactorios el público masivo (y no para las pequeñas minorías de especialistas).
Relatos con vuelo, proponía, que fueran capaces de representar con soltura lo que había sido la realidad pasada. Pero debía ser un vuelo contenido, que nunca sobrepasara lo que permitía la evidencia: la realidad debía prevalecer siempre por sobre la interpretación, la realidad era el mandato y la meta.
El problema con los filósofos de la historia y con los historiadores de orientaciones más filosofantes, es que volaban demasiado alto, saliéndose de los marcos que eran propios de la disciplina.
El mejor ejemplo de ello, en su entender, lo ofrecía Hegel. Se trataba del intelectual más importante de la época, y el que, además, había dando más importancia y más dignidad a la historia. El problema es que su amor por la historia era poco sincero, porque no tenía como objeto la historia misma. Lo que a él le interesaba, cuando trataba nuestros temas, no era ni escribir historia, ni pensar lo que era específico de esta disciplina, sino aprovecharla construir una propuesta filosófica de gran envergadura: Hegel creía que la evolución de la humanidad estaba regida por una racionalidad subyacente, por una fuerza espiritual/racional superior, una Esencia o Idea, lo Absoluto, que sólo podía hacerse concreta, en el mundo de los vivos, a través de la historia; para descubrir el modo como funcionaba esta fuerza primaria, Dios, si se quiera, había que operar deductivamente, partiendo de lo abstracto, para luego bajar a lo real en busca de ejemplos que validaran este esfuerzo de inteligencia especulativa.
Ranke argumentaba, siguiendo al pie de la letra a von Humboldt, debía ser inductivo. En lugar de iniciar su estudio del pasado a partir de una gran la tesis filosófica, debían comenzar con el dato mismo, con los hechos. Una vez que confrontaran la realidad con la mente en blanco y el corazón abierto, irían conformándo la base de conocimientos que les permitiría formular tesis, revelar particularidades, establecer algunas generalidades, e incluso, ir más lejos que eso, y alcanzar lo absoluto.
Lo esencial estaba en el trabajo con los documentos. Este debía servir para algo bien concreto:
 “Se ha atribuido al historiador la misión de juzgar el pasado, de enseñar el mundo contemporáneo para servir al futuro: nuestro intento no se inscribe en tan elevadas misiones; solo intenta mostrar lo que realmente fue”.
¿Qué hay detrás de esta máxima? Ranke quiere demostrar con su trabajo que lo que hace progresar el conocimiento del pasado no son las divagaciones de los filósofos, que pasan siempre por encima de los hechos, como el simple trabajo erudito, como la investigación empírica, que es la parte floja de todos los estudiosos anteriores, que casi no conocen los archivos, que escriben usando siempre bibliografía y fuentes secundarias sin interrogarse acerca de si los datos que ofrecen son auténticos. La pura reflexión sobre lo pasado no es historia. Es chachara. Lo que necesitamos es conocer el pasado objetivamente, conocer lo que realmente fue, y punto. Luego de eso señala, siguiendo la tesis de von Humboldt, es posible poner de manifiesto, a través del relato, las mismas cosas profundas que interesaban a los filosofos idealistas: las fuerzas espirituales que rigen el cambio histórico.
Ranke es un empirista, porque se toma en serio los hechos, la parte factual de la historia. Pero también es idealista. Ese es, precisamente, el sello alemán.
Hay que entender esta particularidad para conocer bien la escuela alemana de historia científica, que ha sido tan influyente.
El fundador de la profesión, que nos exigió que nos reserváramos para el estudio de los hechos, dejando la divagación a los charlatanes, o sea los filósofos y los futuros cientistas sociales, tenía una idea un poco esotérica de los hechos mismos, muy distinta a la nuestra. El motor de la historia, pensaba Ranke, era el Espíritu. O sea Dios. Solo que sus designios no se realizaban directamente. Las intenciones de las fuerzas espirituales se hacían concretas en algunos hechos (pensaba, en realidad, solamente en los hechos de la vida política). Los hechos, pues, eran para su estrambótica filosofía de la historia, ventanitas que mostraban retazos de la intención de Dios, el carácter último de la realidad, las fuerzas espirtuales rectoras del cambio. Al estudiarlos todos, por fin, podríamos, inductivamente, reconstruir su voluntad. No como Hegel, que partía al revés. Primero tiraba un patacón especulativo propio, y luego trataba de encajar eso a la realidad factual. El problema con los filósofos no era que creyeran que la vida humana estuviera condicionada por fuerzas espirituales, sino sencillamente que ellos usaban un método inadecuado para poner de manifiesto sus propiedades, sus características, sus lógicas internas de cambio. Par acceder a las profundidades de lo real el único camino era el del historiador.
Objetividad como elemento básico para configurar a la historia como ciencia
El camino para ello era orientar el estudio a las cosas singulares, con actitud de máxima apertura, con una mirada bien antropológica, imparcial y a la vez empática. Llamaba a esto la objetividad.
En ella radicaba, según su visión, la posibilidad de tener una historia, que además de profunda, fuera científica.
La historia es científica, decía Ranke, porque se trata de un conocimiento objetivo. Pero ¿qué es exactamente lo que se representa Ranke (y el “historicismo”) cuando nos habla de objetividad? ¿en que consiste ese ‘idealismo objetivo’, que defiende frente al ‘idealismo filosófico’ de Hegel?.
Hay que escapar, desde el principio, de las acepciones del término que dominan en nuestros días. La objetividad que invoca no tiene nada que ver con esa idea anglosajona de la objetividad científica. Para que una forma de conocimiento pueda ser caracterizada como objetiva, es preciso, se nos dice, que exista un conjunto de reglas de interpretación que todos estén dispuestos a admitir y que permitan derivar proposiciones cuya validez sea evidente para cualquier observador, con independencia de sus valores o costumbres. Lo que garantiza la validez, en todo contexto, del conocimiento, aquí es el procedimiento, el método.
La objetividad de la cual nos habla Ranke es una cosa enteramente distinta.
Su idea es simple. El historiador no debe comportarse como una suerte de severo juez, cuya misión sea evaluar lo que ha sucedido, con el propósito de mantener los equilibrios sociales de su presente a través de la aplicación de una suerte de castigo retrospectivo en contra de los culpables, ni extraer de lo sucedido alguna moraleja que pueda ser aprovechada por los contemporáneos para algún propósito edificante (o espúreo); tampoco es ofrecernos los materiales que nos ayudarían a la tarea de construir proyecto de futuro que los hombres de su tiempo o la subcultura a la cual el historiador pertenece definen como deseable. Su meta es acercarse a las cosas de una manera tal que permita que estas se nos muestren tal como han sido, sin más ni menos. Para lograrlo, debe asesinar su subjetividad; debe purgarse deseos, posturas, demandas. Debe neutralizar sus gustos, amortiguar sus prejuicios.
Ser ‘objetivos’, es permitir que la pasado de muestre, a través de nosotros, como si fueramos verdaderos mediums, sin ninguna interferencia o menoscabo, sin que ningún elemento de nuestra subjetividad pueda contaminar la pureza del pasado recuperado. Se trata, como ven, de algo así como un imperativo ético; no del resultado que pueda garantizar un método.
Es el pasado el que debe hablarnos; nuestro papel se reduce a prepararnos mentalmente para permitirle que fluya a través de nosotros, cuidándonos de no poner ningún escollo que dificulte ese tránsito que siempre revestirá algún grado de dificultad. El pasado no se explica, como sucede con el saber físico-matemático; se vivencia, sobre bases puramente intuitivas.
El trabajo hermeneútico es muy exigente, en el siguiente sentido. Los sucesos son cosas que resultan visibles a través de los sentidos. Pero la imagen sensorial de cosas que son, en fondo, simples receptorios del significado, no es algo acabado, que pueda satisfacer una genuina voluntad cognoscitiva. Lo nexos causales íntimos, lo que Humbolt –padre intelectual de Ranke– llama su “verdad interior” o a veces su “forma interior”, nunca pueden ser revelados mediante la observación, la taxonomía y la inducción: deben ser descubiertos por el interprete a través del ejercicio de la adivinación, la intuición y la inferencia.
Pero la intuición, precisamente, no es el camino alentado por las disciplinas que estudian lo social para entrar en diálogo con eso.
La “ciencia de los hechos” de los alemanes, ya vemos, tenía poco que ver con lo que uno puede suponer, desde acá, desde nuestro Chile.
Un legado recibido de manera parcial
¿Qué nos quedó de esto?
Lo importante, en todo caso, fue lo de los hechos. Quedarse con ellos, conocerlos con la mayor honestidad posible, usando las técnicas primarias aportadas por el “método crítico”.
¿Qué resultados garantiza esta máxima? La parte idealista de este cuento, terminó pesando bastante poco, fuera de Alemania. Para el resto del mundo lo que dejó como herencia fue el interés de basar el trabajo histórico en un ejercicio inductivo, en un trabajo exclusivo con fuentes primarias, focalizado en las particularidades (un trabajo intuitivo de sensibilidad y apertura hacia lo otro, hacia lo extraño, hacia lo distinto). También, y principalísimamente, ejemplos bien concretos de cómo hacer este trabajo.
El propio Ranke nos dejó sus notables estudios para que nos formáramos una idea del tipo de historia que tiene en la cabeza. Esos estudios, sumados a los de sus sucesores, se transformaron en la fuente de inspiración para las primeras camadas de historiadores profesionales, de todas partes, por la seriedad del trabajo con las fuentes, por el estilo riguroso, erudito, del relato. Nadie se tomó muy en serio, en cambio, el sustrato idealista de esta forma de empirismo. Junto con ejemplos de buenas prácticas, junto con modelo, Ranke inventó un tipo especial de pedagogía, que acaso fue lo que generó más impacto, en todas partes.
La historia, mantuvo, no puede enseñarse mediante lecciones expositivas. Se necesita ir al laboratorio, al taller, tal cual lo hacen todos los científicos. Nuestro taller, en este caso, son los cursos de seminario.
¿Cómo son esos cursos para investigadores? Ranke nuevamente fue a lo concreto. Lo mejor suyo afloró en el brillante seminario que impartió por décadas. Un seminario similar a los que ustedes conocen, en que los alumnos debían presentar los resultados de sus trabajos en archivos.
¿Algo novedoso? Sin dudas. Antes de que se formaran estos seminarios, rara vez historiador se cruzaba con un documento. A partir de entonces los documentos fueron la pieza fundamental, fueron casi todo para el historiador.
Los seminarios de Ranke causaron furor dentro y fuera de Alemania. En pocas décadas el modelo alemán de historia de historia científica se convirtió en el estandar de la profesión. Miles de estudiantes de distintas partes del mundo –como el chileno Valentín Letelier– optaron por culminar sus estudios de historia en las universidades de Göttingen, Heildelberg, Leipzig, Friburgo o Berlín a fines del siglo XIX. Allí pudieron encontrar, con creces, lo que sus países de origen no les ofrecían.
Por las razones que fuera, el caso es que logró estructurarse un cierto consenso en torno a los postulados de la escuela alemana de ‘historia científica’. En las distintas universidades comenzaron a abrirse institutos de historia. Apareció dentro de ellas un tipo distinto de historiador. Ya no se trataba de un dilettante que hablaba del pasado con toda libertad. Los nuevos historiadores, inspirados en la imagen del maestro, eran funcionarios asalariados, generalmente del propio estado, que consagraban su vida a la investigación en archivos (con perfil de eruditos y no de intelectuales), y al entrenamiento, en seminarios, de nuevas generaciones de investigadores. Los estudiantes de historia, a su vez, se transformaron en aspirantes a académicos. Debían estudiar cada uno de los periodos de la historia universal (debían recibir todos los conocimientos acumulados por las generaciones anteriores). Luego de eso, debían demostrar que dominaban bien el método crítico de los alemanes, realizando una tesis final. Luego de eso debían contribuir a esparcir el mensaje desde nuevos púlpitos universitarios y escribiendo en revistas especializadas para historiadores.
La historia se había convertido en ‘paradigma’: un relato que habla de los avatares de los estados, que nace para legitimar esos estados, cuyos protagonistas son héroes políticos o militares (los militares son la otra cara de la política, esa que se muestra cuando los estados entran en conflicto), con un énfasis elitista evidente, una historia centrada esencialmente en los documentos, que rehuye la filosofía y la divagación como a la sífilis. Hechos y nada más que hechos, la piedra angular de la nueva profesión (al final del curso, vamos a proponer una caracterización un poco más detallada de cada uno de estos elementos o características).

e) Difusión del modelo

La fórmula alemana de historia científica se impone, pero no era la única
La fórmula alemana fue transfomada en el canon de la historia profesional, organizada por los estados, pero hay que decir un par de cosas sobre eso: el modelo alemán de “historia científica” no fue el unico ‘modelo’ que se dio en esos años. Nos encontramos en Inglaterra con la tradición historiográfica de Macaulay y en Francia con la de Michelet.
Macaulay, por ejemplo, era un narrador sobresaliente, que escribía con una pluma mas suelta, evitando esa parquedad objetivista de los alemanes, sobre una gama muy amplia de temas, entre los que se incluía la cultura y la sociedad. Lo mismo sucedía con Michelet, en que la política mantenía relaciones estrechas con la economía, lo social y lo cultural.
Estas tradiciones historiográficas eran potentes e intelectualmente quizás más estimulantes que la alemana, pero no lograron imponerse.
Lo que sucedió, de hecho, es que se fue estructurando un consenso bastante en torno a los postulados de la escuela alemana de ‘historia científica’: que solo vale la investigación cimentada en fuentes primarias, idealmente en documentos que nadie ha revisado antes, que la historia debe analizar la realidad como algo singular, usando como método la Verstehen (comprensión intuitiva) y no los procedimientos explicativos de las ciencias exactas, que la prueba de seriedad científica se satisface cuando el investigador logra ser un juez imparcial u objetivo, que estudia los hechos sin permitir que su subjetividad intervenga, que hay que priorizar como tema central de la historia lo que le pasa al estado (tesis inspirada en el concepto del Volksgeist, que va a aportar la base para el historicismo que vamos a ver luego).
En las distintas universidades comenzaron a abrirse institutos de historia. Miles de estudiantes de distintas partes del mundo –como el chileno Valentín Letelier– optaron por culminar sus estudios de historia en las universidades de Göttingen, Heildelberg, Leipzig, Friburgo o Berlín a fines del siglo XIX.
La difusión, a escala global, del modelo alemán de ‘historia científica’, hizo que surgiera un tipo distinto de historiador. Ya no se trataba de un dilettante, con intereses culturales amplios y una pluma excelente, sino de eruditos competentes, financiados generalmente por el estado, que consagraban su vida a la investigación en archivos, que se esmeraban por aportarnos un conocimiento detallado de cada hecho importante, más que grandes interpretaciones filosofantes o políticas alimentadas por el pasado.
El país que siguió más rápido a los alemanes en la transformación de la disciplina fue, sin duda, Francia. Sólo 8 años después de la creación de la historia como un campo autónomo en la universidad de Berlín (en 1810), la historia se convirtió en una asignatura independiente, definida como obligatoria en los currículos, en la universidad de la Sorbona. En España, la reforma de 1845 posibilitó que algunas universidades crearan cátedras de historia en las escuelas de derecho. Los ingleses comenzaron con la profesionalización al mismo tiempo que los españoles. En 1850 la universidad de Oxford abrió su primera cátedra de historia. En el resto Europa y Estados Unidos lo mismo sucedió entre 1850 y fines del siglo XX, aproximadamente.
En Chile, y otros países del tercer mundo, que se afirmaron como naciones más tarde, el proceso de difusión del modelo alemán, como pauta básica para el inicio de la profesionalización, se dio con rezago, pero se dio igual, siguiendo esta misma dirección: la profesión histórica se asentó en las universidades bien entrado el siglo XX, más o menos al mismo ritmo en que avanzaba el proceso de descolonización.
Al mismo tiempo que se abrían cátedras de historia en las universidades, las academias europeas reglamentaban las normas de citación de los trabajos y se creaban los primeros archivos públicos de documentación, destinados a proporcionar a los jóvenes prácticantes la materia prima para sus monografías.  P. ej., el Public Record Office de Gran Bretaña, abierto en 1838, el Archivo Histórico Nacional de España, abierto en 1866 o el Archivo Nacional de Chile, creado en 1925. Junto con ello, se iniciaba la publicación de importantes colecciones de fuentes documentales (en 1819 se inició la publicación de los célebres Monumenta Germaniae Historica, una recopilación de fuentes alemanas del medioevo, en 1830 se comenzaban a publicar, bajo la guía de Francois Guizot, la Collections des documents inédits sur l’histoire de France). Chile, un poco detrás, en 1861, con una recopilación de documentos históricos y cronistas del período colonial titulada Colección de historiadores y de documentos relativos a la Historia Nacional.
La publicación de fuentes para la investigación fue seguida, predeciblemente, por la aparición de revistas especializadas en historia, que permitían a los nuevos profesionales colocar los frutos de su trabajo, todas seguidoras de esa idea expresada por Monod en el primer número de la Revue Historique, de incorporar solamente trabajos que se sustentaran en fuentes primarias no exploradas, trabajos originales, no divagaciones amplias sobre el pasado o interpretaciones de cualquier clase: Historische Zeitschrift (1859), Revue Historique (1876), Boletín de la Real Academia Española de Historia (1877), English Historical Review (1886), Rivista Storica Italiana (1884) y la American Historical Review (1895).
Hacia fines del siglo XIX, como era predecible, aparecieron los manuales de instrucción, que enseñaban a los aprendices como realizar el trabajo de investigación: libros de textos, como los de Ernst Bernheim, C.V. Langlois y Charles Seignobos y finalmente el famoso manual de Droysen, que se encargaron de uniformar los procedimientos investigativos y de fijar todos los consensos mínimos que necesitaba esta subcultura profesional para que pudiera madurar el primer paradigma de historia científica que conocimos.
Razones del éxito de la fórmula alemana
A todos les sorprendió el rigor que evidenciaban los alemanes, con su trabajo. Es cierto que los frenceses, los italianos o los inglese habían desarrollado una rica historiografía, basada en fuentes primarias, pero nadie había llegado tan alto en el esfuerzo de transformar el trabajo erudito en una profesión sometida a los más altos estándares de exigencia.
Fue el temple profesional de este trabajo el que impresionó a todos.
Pero hay también razones de fondo que conviene analizar.
¿Por qué motivos los sistemas educativos de los distintos países se vieron seducidos por la receta alemana, que estaba tan enraizada en las características de esa cultura, que debía tanto a los procesos políticos que se estaban dando en ese lugar?
Esto tiene que ver con una razon bastante acotada y otra más general.
La fórmula alemana tenía gran atractivo, por si misma, porque aportaba a los humanistas un modelo disciplinar tan riguroso como el de las ciencias exactas, apartado del humanismo blando y poco exigente que era la norma en la época. En estas universidades quienes querían iniciar un trabajo serio y sistemático con la historia pudieron encontrar, con creces, lo que sus países de origen no les ofrecían. Las universidades alemanas eran centros de excelencia, con un sello netamente profesional, que tenían un carácter diametralmente distinto al de las universidades señoriales tradicionales: como ha subrayado muy bien Novick, las universidades alemanas, a diferencia de otros centros académicos en Europa o América, no se sentían comprometidas con la tarea de formar sujetos adaptados a las exigencias morales y culturales del lugar; no querían formar católicos o buenas personas o grandes dirigentes; ellas se habían fijado un ideal mucho más modesto, que afincaba bien con el espíritu positivo de los tiempos de la razón: en lugar de fijarse la tarea de formar ‘personas’, se plantearon la exigencia mucho más acotada de preparar ‘investigadores’; la búsqueda de un saber riguroso, racional, era su única meta; la búsqueda de la excelencia académica, en términos generalmente empíricos, más que teóricos, era su mandato.
Eran, además, notoriamente más baratas que cualquier universidad de cierto nivel en Europa, lo que no es poco decir, y ofrecían, a cambio de un sacrificio pecuniario razonable, muchísimo más que éstas: especialistas en todos los campos –numismática, paleografía, epigrafía...– y, en la cima del sistema, la figura magnifica y seductora del severo y autoexigente herr professor, en lugar de los seres poco significativos que poblaban las academias tradicionales.
Pero la razón de fondo por la cual esta receta tan peculiar de ‘historia científica’ (que en muchos aspectos es tan poco científica) no fue contextual o intelectual, sino fundamentalmente política.
La difusión del modelo, que describimos recién, comenzó a materializarse en primer lugar en propio mundo alemán, en esos cerca de 300 principados que Napoleón había logrado reducir a poco más de 40, que estaban viviendo un proceso embrionario y duro de unificación.
Ranke tuvo muchísimos continuadores. El más conocido de ellos fue el jurista y latinista Theodore Mommsen, a través de su Historia romana, publicada entre 1854 y 1856, que se hizo famosa porque exponía todos los hechos relevantes desde la fundación de la República, hasta el asesinato de César, pero sin utilizar las mismas fuentes recicladas empleadas por todos, sino pura fuente primeria, haciendo gala del enorme beneficio que podía obtenerse al emplear las herramientas que aportaba el método crítico. Luego dedico muchos años a la compilación de fuentes primarias.
Todos ellos hablaban, como Mommsen, de la historia como una disciplina cuyo propósito final era lograr “el conocimiento distintivo de lo que realmente sucedió”, a través del” descubrimiento y examen de los testimonios disponibles”. Pero todas ellas interpretavanlo que “realmente sucedió” desde dentro de la lógica políticamente conservadora de los prusianos, que estaban empecinados en terminar con la fragmentación del pueblo alemán, en un sinfín de pequeños reinos y estados, dando impulso a un proceso de unificación que debía ser conducido por Prusia. ¿Cuál era el motivo del interés que tenía Mommsen en Roma?. Sencillo: Roma era un pequeño estado de la península itálica, que había dominado a los otros estados, había logrado la unificación allí, y luego había dado forma a un gran proyecto imperial….
La conexión de historia y política se hizo explicita en historiadores mucho menos sutiles que Ranke, como Heinrich von Tretschke, heredero de su cátedra, que declaraba en su clásica Historia alemana en el siglo XIX (1789), que la imparcialidad era un valor que debía observar todo investigador, pero que eso no debía hacernos pasar por alto que el historiador tenía que cumplir una misión para con su patria, que debía ayudar, con su trabajo, a exhitar en los ciudadanos el patriotismo, a ayudar de esa manera a que el estado alemán se afianzara y engrandeciera, que pudiera imponerse a sus enemigos. Por ese motivo se animaba declarar con mucho entusiasmo, escandalizando a sus pares: “Soy mil veces más un patriota que un profesor”.
Ya vemos la razón de todo esto: la escuela histórica alemana de historia científica prevaleció en la propia alemania, eclipsando proyectos como el de Lamprecht, porque era un proyecto afín a la necesidad más urgente del momento: estimular los sentimientos nacionalistas, proporcionar a los alemanes, empecinados en su unificación, un discurso unitario que los hiciera sentirse parte de un mismo proyecto político.
Lo que les pasó a ellos les pasó a los demás pueblos, incluidos los chilenos, por los mismos motivos: la curiosa fórmula de imparcialidad alemana, le sirvió a los patriotas de todas partes, para dar asidero a sus proyectos independentisas o de unificación.
Entre 1870 y 1930 la historia se convirtió en una disciplina con una identidad propia. Independiente, llevada adelante por profesionales de jornada completa, asalariados de las universidades, y ya no por esos dilettantes que escribían para dejarles enseñanzas buenas a los niños de la elite. Estos profesionales recién salidos del horno universitario trabajaron con máximo celo, siguiendo lo esencial de la herencia rankeana: la dedicación de su estudio a un solo gran tema, el nacimiento y evolución de los estados-nacionales.
Esto resulta plenamente explicable. Los estados-nacionales son el gran invento de los siglos XIX y XX. La eclosión de los primeros estados-nacionales fue un parto arduo, que tuvieron que soportar las sociedades europeas del siglo XIX. Con costos enormes. La pandemia nacionalista, sabemos, provocó un espiral de guerras que se fueron escalando, hasta llegar a esa inmolación colectiva sin nombre de la doble guerra, que sacó a los europeos del centro de la historia mundial. Luego de la Segunda Guerra Mundial, esta fuerza que devastó Europa se ensaño sobre el resto del planeta. Los imperios coloniales se desmoronaron y, sobre sus cenizas, se levantaron precarios estados tercermundistas que intentaban seguir el mismo camino recorrido por los pueblos europeos muy a fines del siglo XIX.
Parecía no haber tema más acuciante, grave y relevante sobre el que escribir que sobre éste: la manera como el nacionalismo liberal, de los burgueses europeos, iba encarnándose en todos los rincones del planeta, socavando las formas históricas de administrar el poder, vaciando de contenidos previos a las sociedades y culturas, y dejando sembrados todos esos conflictos sin solución que ha vivido el tercer mundo (hambre, guerra, revolución, dictaduras militares, caos, estallido multiplicado de viejas rivalidades étnicas).
La historia naciente, que nos propusieron los alemanes, no hablaba de otra cosa que de este difícil parto. En particular, el propio, el alemán. Estudiaban, junto con ello, el contexto de política mundial y regional en que estas creaciones recientes (a veces, totalmente insólitas) tenían que desenvolverse: las relaciones diplomáticas entre estos nuevos actores del orden internacional, sus crisis, el surgimiento de instancias supranacionales de cualquier tipo....
La historia fue un elemento de apoyo fundamental en la tarea urgente de dar asidero a estas creaciones contemporáneas. Fue nacional y nacionalista, dejando muy en clara su función ideológica: colaborar en la tarea de transformar a las personas en ciudadanos responsables, disciplinados en el trabajo, respetuosos de las instituciones, con el amor suficiente por su país para que se pudiera contar con los soldados que necesitaba la afirmación de fronteras, donde antes no las había existido nunca. Todo lo otro (todo lo que no fuera directamente la trayectoria política de los estados) quedó fuera del ámbito de interés de estas historias alemanas, y luego de las otras, que se conformaron a imagen y semejanza de este modelo inicial (incluida la chilena).
Eso se notó desde el principio. Historia y Estado fueron sinónimos. El estado creó la historia. La historia le correspondió ayudando a crear al estado, a perpetuarlo, inventándole sus tradiciones. En el vértice de estas intersecciones quedó todo lo relacionado con el patrimonio. Fue el estado, también, el que hizo nacer la cultura del patrimonio. Pero no tanto del patrimonio de la humanidad: el patrimonio de cada nación.
Fueron los estados que estaban financiando las cátedras de historia los que organizaron la cultura del patrimonio. Nacional, por cierto. Los viejos documentos comenzaron a ser organizados y clasificados. Pero siempre en fondos nacionales. Nacieron los modernos archivos y bibliotecas nacionales, bajo la tutela de los propios estados. En esos depósitos del patrimonio, en instituciones públicas encargadas de administrar la memoria (como el registro civil, el conservador de comercio), se dio acceso a un público abierto a fondos que uno podía consultar a través de índices organizados. Aparecieron colecciones documentales que resumían lo mejor que esos archivos podían ofrecernos. Era previsible que se incluyera, en una posición predominante, casi única, a la documentación política, esto es, la documentación originada dentro del propio estado (que sustentaba la cultura del patrimonio): la estrella de esos archivos eran siempre los documentos que nos informaban de lo que pasaba a estos protagonistas, los estados.
Fue lo que necesitaba ese mundo europeo, que estaba preparándose para la colición formidable en que se enfrento su gran invento –los estados nacionales– en un doble acto de inmolación suicida, sobre el que quiero hablarles.
¿Otros temas importantes para las cuatro o cinco generaciones que organizaron el discurso formal de la historia? Estaban los ripios dejados por el capitalismo, en su paso arrasador, provocando nuevas formas de miseria y depredación, erosión de los principios en que se cimentaban la cultura europea. Pero nada de eso se veía muy nítido en un siglo de gran optimismo, en que los europeos, justificadamente, se sentían el centro del universo, en que sus estados ascendentes se sentían inspirados, además, por un doble afán, misional e imperial: querían que el mundo entero fuera rescatado de la barbarie, transformándose en civilizados, esto es, en algo similar a ellos, que todos se organizaran política, económica, social y hasta moralmente como ellos; querían, además, cada país europeo singular, por si mismo, ser la cabeza de ese futuro imperio mundial-occidental, imponiéndose a los otros competidores, obligándolos a adorarlos haciendo suya su historia particular.
Se entiende que lo social y lo cultural haya tenido un perfil tan bajo. Solo vamos a salir de eso cuando el barómetro de los intereses, empujado por los grandes procesos mismos vividos por los europeos y por el mundo, transforme lo económico y lo social en los problemas más acuciantes, en un contexto de mucho menos optimismo, en el mundo bipolar que advino durante la llamada Guerra Fría.
¿Hay algo extraño en que los fundadores de la profesión, en todas partes hayan concedido tanta importancia a lo político, y tan poco a lo social? Analicemos el contexto de la época y descubriremos que no hay nada extraño en esto: la historia tiene siempre que servir a las sociedades abordando los problemas que a ellas le interesan o la agobian.

f) El espíritu positivo de una época

La fórmula alemana, hemos visto, no fue la única que conocimos, en el siglo XIX, pero fue la que terminó imponiéndose, en todas partes. Pero hay que agregar que aunque su éxito fue total, en este sentido, no fue completo, porque la receta que se propagó excluyó un elemento importante (una parte del trasfondo idealista de la fórmula) y agregó algo que esa fórmula no incluía. Llamamos a eso, en forma incorrecta, “positivismo”.
Hablemos de eso.
Las nuevas cátedras de historia incorporaron las técnicas de investigación histórica, mandaron a sus mejores profesores a realizar estudios especializados en Berlín, pero fueron mucho menos entusiastas a la hora de asimilar las asunciones historicistas (sobre las que voy a hablar un poquito después).
Estas premisas alemanas, que nos hablaban en el exótico lenguaje de la filosofía idealista, fueron reformuladas en todas partes, siguiendo algunos de los lineamientos del positivismo, que debemos a los franceses que precedieron a Bloch y Febvre.
Es importante decir que cuando hablamos de positivismo, no estamos hablando de una punto de vista teórico, articulado y preciso, sino más bien de lo que yo llamaría el ‘espiritu de una época’ de gran optimismo. Si se hubiese incorporado en serio a la historia la “sociología” de Compte, la disciplina se habría convertido, en serio, en una ciencia social dedicada a estudiar el cambio histórico (cosa que solo vino a suceder, realmente, a partir de 1945, en otro contexto y bajo el imperio de un paradigma distinto al del positivismo del siglo XIX).
Lo que hubo, más bien, fue la incorporación a la cazuela alemana de un par de ingredientes franceses, tomados de las páginas iniciales del recetario positivista.
Compte quería, vamos a ver más adelante, que le pasara a las humanidades, en el siglo XIX, lo que le había pasado a las ciencias naturales en el siglo anterior: que se descubriera las leyes universales que hacían funcionar a las sociedades, tal cual se había descubierto las leyes que gobernaban el universo o cualquier dimensión del mundo material. Para penetrar los mecanismos de lo humano, posibilitando la construcción de una gran teoría de lo social, que englobara a todas las humanidades (la sociología), proponía realizar un estudio más sistemático de los hechos objetivos o positivos. Pero ese estudio de los hechos positivos no era el punto de término del trabajo científico. En su sociología se trataba solamente del primer paso. Los adaptadores de la receta alemana tomaron este primer paso, en el fondo, como su último paso, dejando fuera del ámbito de la historia todo lo que podía ser interesante para un tratamiento de la historia como una plena ciencia social. El resultado concreto de este énfasis fue una exaltación de la importancia del hecho, como piedra pivotal del trabajo histórico.
La historia, propusieron los franceses, se dedica a estudiar hechos individuales, esencialmente políticos, destacando su singularidad. Y lo debe hacer estableciendo su verdad mediante el trabajo directo en los archivos. Esa es la base del reconocimiento de la condición de ‘científico’ de nuestro conocimiento: búsqueda de fuentes es propuesta como el elemento esencial (se ha dicho, con razón, que esta historia fundamentaba su condición de ciencia en la apertura de nuevas fuentes, mucho más que en cuestiones de método; la ‘historia científica’ pasó a ser sinónimo de investigación original, esto es, sustentada en fuentes que ningún investigador anterior había explorado).
Esta vocación de establecer la verdad de una prueba, sobre bases indesmentibles, no tiene nada que ver con el la intención de descifrar el mandato de Dios, la concresión del Espíritu universal, que eran lo que intentaban los alemanes, con su empirismo anti-hegeliano. Lo que entendieron todo aquellos que se dejaban guiar el por el espíritu positivo de la una epoca de gran progreso, es que la tarea del profesional debía acotarse a reconstruir con rigor los hechos, y nada más. Este “nada más” es muy distinto a aquel interés por establecer las cosas tal cual han sido, de Ranke. Nos olvidamos de Dios, de las  esencias. Solo hay hechos positivos, que tienen que ser asentados haciendo un examen crítico de la evidencia, siguiendo estrictamente lo que prescribe el método sistematizado por los alemanes, siempre sujetos a la lógica ideográfica defendida por ellos: de manera inductiva, partiendo siempre por lo particular. ¿Y lo general? Primero lo primero. Y lo primero, está dicho, es catalogar los archivos, sumar toda la erudición posible, sobre un tema. Lo que Gabriel Monod (fundador de la Revue Historique), o los famosísimos Langlois y Seignobos llamaban el ‘análisis’. Cada documento debe ser sometido a una crítica interna y externa, que permita refinar o purificar el hecho. A partir de esos materiales, acumulados por docenas y hasta centenas de investigadores escrupulosos, se podrá establecer bases de información y conocimientos satisfactorias, dentro de cada área temática. Luego de que concluya el trabajo de pala y picota de una o dos generaciones de investigadores, y ya se sepa todo lo que puede saberse de un pasaje importante del pasado, llegará el momento de la ‘síntesis’, en que podrá avanzarse a la elaboración de conocimientos más generales, que nos muestren el estado de arte, un resumen comprensivo, tan agudo como sea posible, que haga sentido del fenómeno, el periodo. En esa etapa el escritor, por cierto, puede construir un conocimiento más general, que abarque a la totalidad de un periodo, un país completo, una civilización, que es pertinente porque ha sido derivado de un examen muy concienzudo de todos los hechos conocidos. ¿Similar al de los filósofos o los científicos de área de las ciencias naturales? La verdad, es que no. Las generalizaciones de los historiadores no serán, por cierto, elucubraciones filosóficas tan esotéricas como las que los alemanes tenían en mente, cuando trataban de fundar una ciencia de lo concreto, opuesta a aquella ciencia de lo abstracto, que iba la siga de ‘esencias’, que trabaja de discernir, a partir de este estudio de las huellas que iba dejando el Espíritu, la lógica de un gran plan. Pero tampoco se trata, con propiedad, de leyes universales como las que interesan a los científicos, que subrayan siempre los elementos típicos y repetitivos, por sobre los principios particulares, que especifican la individualidad y singularidad de los hechos históricos. Esto, desde luego, por la lógica idiográfica de la disciplina (su interés por lo particular, incluso cuando procura abarcar las cosas más generales). Se trata, más bien, de dar vida a visiones de conjunto, lo más integradoras posibles, que nos muestren, por cierto, como fueron las cosas realmente.
En esto consiste la ciencia positiva, tal cual la debe entender el historiador: avanzar siempre de lo particular a lo general, de los detalles al conjunto, pero ese ‘conjunto’ no es una ley, sino más bien un resumen, una versión que integra en un solo relato todo el conocimiento efectivamente reunido en el momento. El protagonista de estos progresos paulatinos, y colectivos, no es ya un ‘autor’, no es ya una mente lúcida que nos aporta grandes interpretaciones, sino un ‘obrero de la ciencia’, que establece hechos recurriendo a estudios muy especializados, sumándose a un trabajo gregario mucho más amplio. Miles de ellos que nos aportan sus monografías. Gracias a la cooperación de los especialistas pueden elaborarse las obras integradoras, aludidas recién (capaces de establecer generalizaciones válidas), que expongan los mejores logros percibidos por una o dos generaciones de estudiosos. El modelo de estas obras está claro: la famosísima Histoire Générale de Ernest Lavisse, en varios volúmenes, que resume lo que podríamos llamar el ‘estado del arte’ en el conocimiento sobre Francia, publicada entre 1893 y 1901 o la igualmente famosa Cambridge Modern History, publicada poco despues de la muerte de su director, Lord Acton (en 1902), uno de los pocos ingleses que había recibido una educación alemana.
Ustedes pueden las ideas de Acton, en el capítulo que leyeron de la bella obra de E. H. Carr, dedicado al tema de los hechos. La historia era vista por él como una “ciencia progresiva”, mandatada para “incrementar el conocimiento exacto”, mediante el estudio concienzudo de la experiencia, tal cual se refleja en los documentos. Ese estudio acucioso de toda la información disponible, confiaba, permitiría postular una descripción de un Waterloo (o de la Guerra del Pacífico, en nuestro caso) que fuera plenamente satisfactoria tanto para un francés, un holandés, como para un inglés.
Su Cambridge Modern History intentaba ofrecer eso. Había sido escrita para coronar el trabajo científico de centenares de investigadores que habían sido capaces de ofrecer versiones admisibles por cualquiera de muchos Waterloo. Esto es, de los principales acontecimientos de la vida moderna.  No se trataba de un esfuerzo nacional. En esta colección habían intervenido los mejores investigadores de distintos países, aportando balances sectoriales que no iban con firma, para señalar mejor el carácter colectivo de esta empresa de la ciencia. Lo mejor que nos había dejado la historiografía del siglo XIX estaba allí. ¿Se trataba de la versión última o definitiva de esos sucesos? ¿eran estas obras una última palabra? Acton sabía que faltaba bastante para que todos y cada uno de los hechos significativos de la historia moderna pudieran ser establecidos, sobre bases indesmentibles, pero estaba confiado en que los enormes avances alcanzados permitían alcanzar ese resultado no mucho más adelante. Todos los archivos habrían sido revisados, todos hechos estarían aclarados, tanto como fuera posible, todos los problemas habrían sido bien planteados y se les habría dado una solución cuerda. Habríamos obtenido, como resultado, un corpus de conocimiento inobjetable de la época que fuera el caso, tan sólido como el que acumalaba la ciencia exacta en otros dominios.
Luego de la aparición de estas ‘obras-modelo’ que reflejan tan bien el espíritu positivo de esta época que confía tanto en el progreso indefinido, que da por sentado que el hombre alcanzará, con la colaboración de la razón científica, un pleno dominio sobre todas las dimensiones de lo humano, incluida la del estudio de la historicidad, los otros sistemas nacionales tuvieron un espejo capaz de ofrecer una imagen completa de todo: cómo debía dictarse las clases, cómo debía organizarse los archivos, las bibliotecas, qué debía investigarse, cómo escribir acerca de ella, como socializar los frutos de este trabajo colaborativo. En todas partes brotaron imitadores de Acton, que comenzaron por ofrecer síntesis que bosquejan la historia de un país. Algunas de ellas, nacidas de una sola pluma. En Chile, por ejemplo, tenemos la historia notable de Diego Barros Arana. En el curso del siglo XX esta intención tuvo otras caras. Aparecieron historias colectivas de latinoamérica o de Asia, de la economía o de la vida cotidiana, producidas por los mejores especialistas, aportando capítulos solventes, en sus respectivas áreas de competencia.
El conocimiento histórico, seguro, verdadero, parecía al alcance de la mano del europeo. En realidad, todo parecía a su alcance….
Hay que tener en cuenta el contexto que rodea al historiador profesional para entender la fe que prodiga en su trabajo y en su mundo.
Cuando amanecía el siglo había una situación muy clara en el mundo, por lo menos desde la perspectiva occidental (recordemos, la historia siempre se cuenta desde una perspectiva, casi siempre la de las sociedades dominantes, aquellas que llevan la voz cantante en cada periodo histórico). Se veía progreso por todas partes, y dentrás del progreso, siempre el mismo actor: el europeo, seguido a bastante distancia por su primo el norteamericano.
No había nadie que discutiera la primacía de Europa. Los europeos estaban viviendo el mejor periodo de su larga historia de éxitos, entre 1880 y mediados de la década de 1910, reflejada en el vigor sin precedentes que mostraba la economía, en el pulso de la demografía, en su predominio incostestado mantenido en todo el mundo. Era la era dorada del “capitalismo liberal”. Una época cuyo denominador común fue el progreso espectacular que se da en distintos planos. Progresos sin par. Junto con ellos enormes cambios en la manera de vivir. El capitalismo liberal, el modelo del europeo en su fase más explosiva, tenía una serie de características. Etapa de progresos sin par. Etapa también de cambios infinitos.
La confluencia virtuosa que se produce entre el desarrollo económico, el vigor político, con el salto que se produce (por cierto simultáneo) en el plano de las ideas,  puede ser el fenómeno más notable de esta época virtuosa: la inteligencia organizada del hombre, transformada en factor principal de la modernización y el desarrollo...
La ciencia y la tecnología registraban un desarrollo completamente sin precedentes. Se formulaba la teoría de los cuantos (1900), poco después aparecía la teoría de la relatividad (1905), Mendel fundaba la genética moderna (1906) y Niels Bohr sentaba las bases para el estudio de los átomos (1913), Bertrand Russell asentaba los cimientos para la filosofía analítica, Freud asaltaba el racionalismo descubriendo el psicoanálisis. Los artistas hacían trizas el arte figurativo y el referencialismo, alentando movimientos de vanguardia como el cubismo (1910-20) o más tarde, con el expresionaimos abstracto. Al lado de ellos se producía una cantidad desbordante de desarrollos en el plano de las ideas, con manifestaciones en cada uno de los ámbitos de la creación humana –una etapa tan fertil como aquella en que había germinado el nódulo del pensaiento griego–. Junto a estos progresos en ciencia dura, cuyos efectos tangibles sólo se van a vivir varias décadas después, se desarrollaba el motor de combustión interna, la aeronáutica,  se desplegaban por todos los rincones del mundo las vías férreas, telégrafos o líneas de vapores de los ingleses, reduciendo de manera importante las porciones del planeta que antes se mantenían desconectadas. La tecnología no se quedaba en la industria o en las comunicaciones. Comenzaba a cambiar drásticamente la calidad de vida de las personas. La ciencia médica, de principios del siglo XX, la educación, las políticas públicas en general, registraban avances avances suficientes como para que cualquier persona más o menos instruida pudiera confiar en que era posible, acaso inminente, el que pudieramos librarnos, en un horizonte próximo, de los más grandes motivos de sufrimiento que había conocido el hombre: pobreza, enfermedades, hambre, guerra.
Nunca se había tenido más, nunca se había estado mejor: más modernidad en cualquier plano, mejor salud, más riqueza, más cosas que hacer con el tiempo de ocio.
Estos dones, explicablente, se reflejaron en la actitud dominante de la época, que recibió el nombre genérico de un punto de vista filosófico, que se hiperventiló esos años: el positivismo, la ideología más clara de la autocomplacencia de quien se siente muy seguro de su importancia, de quien confía que todo va a estar cada vez mejor.
El positivismo es una filosofía social propuesta por Compte, el pensador que quiso fundir a las humanidades en una sola ciencia de lo social, la sociología. Compte estaba imbuido de la visión mecanicista de Newton. Pensaba que las sociedades eran mecanismos muy ordenados, regidos por leyes equivalentes a las de la física, que debían ser estudiadas en forma científica, no por historiadores o literatos, sino por verdaderos científicos. Ese estudio nos mostraría rebelaría, nos decía, la evidencia clara de la inevitabilidad del progreso. El progreso resultaría, al final, de la ciencia misma: la sociología, que fundiría todas las ciencias de lo humano en un solo cuerpo coherente nos mostraría que las sociedades son cosas razonables, que se puede conocer con toda precisión y también dirigir con la misma fineza y exactitud que se usa para levantar puentes o elevar aviones. Todo bajo la lógica de la matemática más perfecta.
Los datos de la política alentaban, de manera cierta, estas perspectivas optimistas.
El poderío europeo (y norteamericano), que estaba actuando como el motor del progreso en esos años, no paraba en la economía y la cultura. Tenía, también, expresiones muy visibles en el terreno militar y de la política exterior. En esta edad dorada del europeo, todo el mundo estaba siendo penetrado por las ideas, los intereses y el modelo de los europeos. En algunos casos esta penetración se vivía solo como influencia. Influencia plasmada en realidades muy concretas: las zonas más cercanas geográfica o culturalmente al epicentro de la modernidad (Europa) las cosas comenzaron a cambiar, un poco por efecto de demostración. Las comunidades agrícolas de los confines del hemisferio norte, que eran gobernadas jerárquicamente, con fórmulas ancestrales, con economías autosuficientes, encerradas al contacto con el resto del mundo, con una estructura social dura como un glacial, todo ello supervigilado por un poder eclesiástico, comenzaban a vivir apurados cambios a medida que se dejaba sentir el influjo poderoso del modelo reseñado más atras.
Lo que se vivía como una influencia indirecta en la periferia de europa llegó de una manera mucho más directa y bruta en las zonas más alejadas del epicentro. El continente africano, el subcontinente indio y una parte significativa de asia y algunos rincones de latinoamérica habían sido recientemente anexadas, sin el menor pudor, por las potencias colonialistas europeas.
Hay que tener en cuenta que la creación de los imperios coloniales fue obra de una sola generación de europeos, que hizo lo suyo entre fines del siglo XIX y la Primera Guerra Mundial.
Entre 1800 y 1880 los imperios coloniales de los europeos se anexaron un total de 17 millones de km2. En las cortas tres décadas que corren entre 1880 y 1910, los europeos se apropiaron de más tierras de las que habían reunido en un siglo: sumaron cerca de 20 millones de km2, lo que los hizo dueños de un 85% de la superficie terrestre de todo el planeta.
Es cierto que antes había imperios. Pero estas realidades políticas no eran comparables a las complejas organizaciones internacionales que se constituyeron cuando Europa se convirtió en el corazón del mundo, como principal generadora del comercio y las finanzas, en el momento en que el capitalismo vivía una etapa feroz de mundialización.
Es que los imperios coloniales eran, ante todo, una excusa o un recurso para una política de carácter económico, que se cimentaba en un supuesto principal, expuesto muy claramente John A. Hobson, el más  conocido teórico del imperialismo.
El europeo había mostrado, hasta entonces, un interés limitado por tomar control directo sobre zonas pobres y distantes, sobre pueblos muy distintos y atrasados. Hobson razonaba que esto era un error. El aumento del dominio territorial, hacia las zonas distantes, donde vivían pueblos atrasados, era no sólo conveniente, sino completamente indispensable, para los países europeos. ¿Qué beneficios se esperaban?. El principal, con una lectura muy contemporánea si uno analiza las guerras de Estados Unidos en el medio oriente, es asegurarse el control de materias primas claves para el desarrollo del comercio (impedir, a la vez, que otra nación europea controle esas fuentes de riqueza), para garantizar, a su vez, que las industrias nacionales contarían con los insumos que necesitaban para mantener su expansión. Estaba garantizado que el control de un circuito de comercio colonial, produciría riquezas enormes al país europeo que pusiera primero sus garras allí: en el control de este comercio, se postulaba, estaba la base para la futura riqueza y desarrollo en el mundo del siglo XX.
El éxito de los europeos, podemos decir, fue de la mano con los progresos que evidencia la historiografía decimonónica, que es uno de los principales subproductos de este tiempo lleno de modernidades y avances, en todos los terrenos: se entiende porque este discurso bendecía esos avances, los explicaba, les daba sentido, actuando, al final, como factor aglutinante para las masas (al estudiar historia todos aprendían las razones porque a los occidentales debía irles tan bien, por qué era justificado su predominio en el mundo).
Puede hablarse del triunfo de la historia como ciencia, aunque los investigadores busquen siempre estudiar aspectos muy fragmentarios de la realidad, mirando siempre a los elementos singulares: porque la historia tiene un método, se basa en una división del trabajo (a veces internacional), gracias a lo cual puede conocerse hechos verdaderos, debidamente verificables, que están ensanchando de manera poderosa nuestro conocimiento del pasado.
Pero ¿qué tan científica es esta ‘ciencia histórica’ de los historicistas o los positivistas del siglo XIX, que se esmera por estudiar al máximo todos los detalles que configuran la verdad de cada hecho singular?
La conclusión es clara: esta versión nuestra de ‘historia científica’, que se asienta como paradigma único hasta mediados del siglo XX, tenía poco o nada que ver con lo que uno puede entender como ciencia, en casi cualquier aspecto.
La verdad es que lo que nosotros definimos como nuestro paradigma iba completamente a contrapelo de lo que estaba pasando con todas las otras disciplinas humanistas, que habían iniciado su proceso de profesionalización imitando a la física, que había sido la primera disciplina en abrazar en serio los propósitos generalizadores de la ciencia.
La matriz alemana nos llevó para un lado completamente distinto. Por eso los mismos alemanes, con razones, preferían hablar de la historia como “ciencia autónoma” o “ciencia de lo singular”.
Va a ser ese sello de singularidad, tan impregnado del espíritu historicista originario, lo que los ‘nuevos historiadores’ van a intentar borrar en la segunda mitad del siglo XX.
  


2. En perspectiva: componentes esenciales del nuevo paradigma


En la primera mitad del siglo XX esta forma de hacer historia (y su teoría) comenzó a ser duramente criticada. La historia del siglo XIX se interesaba solamente en los hechos políticos, que involucraban a los estados. Su protagonista exclusivo eran los ‘grandes hombres’. Amplias áreas de la existencia y del quehacer humano quedaron, en virtud de estas prelaciones, fuera de los márgenes de la historia: la economía, la cultura, las masas, las mujeres...... No se trataba de cualquier cosa, sino precisamente de las fuerzas matrices que conducían los cambios, los grandes problemas, cambios o procesos que estaban dando el tono al siglo XX, un siglo que vivió un salto formidable en su capacidad productiva, debido a la mundialización total del capitalismo, grandes tensiones sociales asociadas a profundas transformaciones en la constitución del mundo, una explosión demográfica fuera de todo parangón. El problema con la historia tradicional es que dejaba fuera de sus márgenes todo esto, es que su discurso no había nacido para abarcar todos estos procesos mayúsculos que comprometían el actuar de masas, sino las minúsculas peripecias de unos pocos notables, que ejercían cargos de mando…
Un grupo de historiadores franceses, que formaron la escuela de los Annales, de “New Historians” norteamericanos, y de historiadores marxistas, dieron la batalla por ampliar la mirada de la historia y por subvertir los principios de la teoría elitista en que ella se inspiraba.
Se fue produciendo una paulatina transferencia del eje temático de la disciplina desde lo político a lo social que  fue permitiendo que floreciera una historiografía de vanguardia, mucho más rica y sofisticada, que se potenció con un contexto de teoría que supo aprovechar los fundamentos que aportaban las distintas ciencias sociales –geografía humana, psicología social, economía y, principalmente, sociología–, y más tarde, por las iluminaciones que permitía la apertura de los lentes teóricos del historiador, por efecto de la incorporación del marxismo y el estructuralismo, como activos de nuestro hacer.
Se conoció a este proyecto de renovación como la ‘nueva historia’.
¿Qué tan importante fue, en las primeras décadas del siglo XX, la nueva historia? ¿Quien se tomaba en serio la crítica de los enemigos de la historia tradicional?. Nadie, realmente.
El peso real de los criticos que nuestro gremio ha convertido, retrospectivamente, en héroes y precursores, era virtualmente nulo, en estos años.
En la época en que ellos actuaron no eran héroes de nada, ni menos precursores. De ellos podemos decir las siguientes cosas. Sus ideas interesantes sobre la necesidad de reformar la historia para transformarla en la cabeza de las ciencias sociales eran interesantes, pero completamente intrascendentes. El paisaje que ofrecía a academia, a mediados del siglo XX, era claro. La historia tradicional se había asentado en todo occidente y estaba penetrando con una velocidad increíble en el resto del mundo. Había un solo paradigma que regía a todas estas academias, lo que era percibido como un gran logro cultural. ¿No se había desarrollado la física o la economía precisamente a partir del momento en que había logrado imponerse una visión unitaria, un paradigma único?.
Las corrientes críticas descritas, sabemos, tuvieron vitalidad y cierta importancia a partir de la crisis de 1929, que remeció los cimientos del mundo capitalista, poniendo sobre el tapete la significación que tenían esos fenómenos económicos y sociales que la historiografía tradicional había mirado siempre con gran desprendimiento. Pero se trataba, con todo, de corrientes minoritarias. Lo cierto es que los progresos evidenciados por quienes querían romper el modelo y afirmar nuevas formas de hacer historia, eran limitadísimos, incluso en los sistemas universitarios en que tenían algún espesor (solo tres países, Estados Unidos, Francia y, a su manera, la URRS).
Lo concreto es esto. En los años previos a este cataclismo, especialmente en el tiempo difícil de la entreguerra, con la crisis del 29 en medio, tomaron vuelo las corrientes críticas que hemos descrito. Pero su peso real, en el mundo académico, era virtualmente nulo. La llamada crisis del historicismo o de la historia tradicional, era un ejercicio de imaginación o de voluntad, no de realidad. Nunca la historia tradicional había estado más viva y pujante que entonces, nunca tantas personas de tantas partes la había incorporado a sus vidas, como algo bueno y duradero. Todo los eventos que se produjeron, los cambios internos (de la disciplina) descritos, no modificaron nada sustantivo. Y habrían quedado en eso (o sea, en nada), con toda seguridad, de no haberse producido ese hecho cataclísmico que modificó las relaciones de poder en el mundo y que cambió para siempre los criterios de importancia en occidente, dejando sembradas dudas sobre el predominio del europeo en el mundo, sobre la tesis del progreso indefinido sustanciado en la razón, y sobre el rango social destacado del discurso historiográfico autocomplaciente que vestía las actitudes subyacentes de un primer mundo que se sentía muy seguro de sí mismo: la Segunda Guerra Mundial.
Entonces ya podemos ir cerrando el tema señalando que la visión de la historia que se impuso en el siglo XIX constituyó un paradigma, el primero que tuvimos, acaso el único, que se fue afirmando hacia fines de ese siglo, adquiriendo su plena madures en la primera mitad del siglo XX, hasta que comenzó a ser sometido a cuestionamientos más o menos genéricos hacia mediados de ese siglo.
Terminemos esto hablando de los componentes esenciales de ese paradigma.
¿Qué elementos son característicos de esta versión canónica de la historiografía? En el curso anterior hablamos de estos elementos. Pero es necesario retomarlos, para entender el carácter que adoptará la historiografía, en la segunda mitad del siglo XX, cuando se impondrán una serie de líneas de renovación que intentarán, en lo esencial, superar a la historia tradicional, constituyéndose en una especie de espejo negativo de los rasgos característicos de ésta.
La llamada “nueva historia”, advertiremos, es algo que no tiene unidad. Se trata, más bien, de una especie de reacción espontánea y poco ordenada, frente a las características que vamos a comentar:
Una ‘receta’ occidental: Se trataba, primero que nada, de un discurso hecho a la medida de una cultura específico. Me refiero, por cierto, a la occidental. Nosotros nos relacionamos con el pasado de una manera distinta a los orientales o los africanos. La historia no es, para nosotros, un registro de lo sagrado, no es el espacio para que las sociedades muestren su visión cosmológica más profunda, para que se sublimen en lo mágico. La historia para nosotros no es un espejo en que proyectemos visiones idealizadas, acerca de lo que queremos ser, desde el fondo de nuestras más profundas ansiedades metafísicas, de sentido último, de trascendencia. La vemos, más bien, como un espejo opaco en el que sintamos proyectar la pobre cosa que somos, sin más; la realidad de lo que somos, más que lo que queremos ser. Y esto, de manera siempre controlada: en occidente, la historiografía se orienta a lo secular, se escribe con la razón y no con la fe, con el propósito de poner al frente las cosas tal como son.
Hablamos de la ‘historia’, como si fuera algo uniforme, válido para toda civilización, como si todas las historias estuvieran sometidas a una misma y correcta lógica de organización interna, que fuera realmente universal; hablamos, también, de la existencia de una historia mundial o universal, que contempla el desarrollo de ciertas fases. Pero todo esto sólo resulta válido dentro de las fronteras muy acotadas del mundo europeo o de lo que conocemos, hoy en día, como el “primer mundo”.
Esta idea de la historia universal de los europeos como una suerte de universal es un fantasía.
Lo cierto es esto. La forma occidental de mediación con el pasado, que llamamos historia, expone las peripecias de una sola civilización e intenta imponer, al resto, esas pautas. Conceptos, problemas, fases, teorías de la factualidad y la causalidad, tanto en forma afirmativa, como sus contendoras. Todo surje haya, y todo está permeado por esa matriz de origen. El imperialismo cultural presupuesto en la historia se advierte, sobre todo, en relación a las filosofías de la historia subyacentes. Todas las historias nacionales, vamos a ver, se organizan bajo la lógica del avance de la democracia y el capitalismo o el socialismo; es decir, nos hablan del progreso desde la barbarie (lo no occidental) hacia la civilización (lo que los occidentales consideran deseable): postulan la existencia de una serie de fases encadenadas, que van de lo más primitivo, hacia lo que Fujuyama ha bautizado, correctamente, como el fin de la historia, esto es, el fin de este discurso de la historia de europeos que se miran el ombligo todo el tiempo y que tratan de que todos bailemos a su ritmo.
La existencia de este común denominador, que ha caracterizada a la disciplina, no ha tenido cambios sustantivos en el tiempo, o el espacio.
Es cierto que hemos conocido periodos con fuertes cuestionamientos e intentes bien potentes de superación, del modelo estándar de historiografía, que quieren ampliar su campo de observación, pero todos ellos han surgido del mismo origen: todas y cada una de las vertientes que conforman el núcleo central de la llamada “nueva historia” son francesas, norteamericanas, alemanas, inglesas o italianas; dicho de otra forma: ninguna de ellas es Latinoamericana, Asiática o Africana….
Orientación más interpretativa que explicativa que usa como instrumento cognitivo principal el ‘relato’:
La historia tradicional quiere ofrecernos reconstrucciones veraces de la realidad. Pero junto con representar el pasado, va a tratar de hacerlo significativo, analíticamente. Por eso hablamos de la historia como ciencia. Pero la historiografía del siglo XIX es científica de una manera bien particular, porque el modo de organizar la información para que se pueda rebelar su sentido, las razones por las cuales pasaron las cosas que pasaron, no está sometido a los mismos principios que dotan de dirección a la ciencia. Aquí no se trata tanto de “explicar” los hechos –lo que presupone un trabajo activo con leyes o principios de generalización–, como de ofrecer interpretaciones comprensivas, que permitan entenderlos en su singularidad.
La huella del historicismo alemán está aquí.
Recuerden que lo que hacen los historicistas, fundamentalmente, es rechazar el imperialismo de las ciencias duras, defender la idea de que las humanidades no debían ser subsumidas por las ciencias exactas, con sus propósitos generalizadores, esa intención de dar impulso a una gran revolución en el campo de las humanidades, alegar que los objetos que las disciplinas humanistas deben estudiar. Eso porque el estudio de dos temas tan distintos  (objetos o cosas, vs personas con voluntad, pensamiento, genio) obliga a pensar en métodos de estudio distintos: uno para mostrar cómo las cosas son condicionadas por variables externas y otro para mostrar como son condicionadas por variables internas (culturales, pero en el sentido alemán, es decir cultura que refleja los condicionamientos históricos),
Esto último nos remite a uno de los aspectos más singulares y característicos de la versión paradigmática de historia, que se impuso en el siglo XIX.
La historia está estructurada en torno de la lógica del relato: La forma de presentación estándar de la historia es narrativa. Pero esto no es algo trivial, sino esencial, porque el historiador decimonónico explica a través el relato, no de la invocación de leyes.
La historia, sabemos, se escribe como un cuento, con un principio y un final, no como una crónica de hechos, no como poesía, no como un mito, no como filosofía, no como a partir de dispositivos visuales abstractos o de matemática como pasa con la ciencia. Se la concibe, por lo mismo, como una forma de literatura, gobernada por la retórica (que le habla a la gente en formas que son atractivas, en un vocabulario no especializado, para lograr seducir con el argumento), pero una forma muy especial, diferenciable netamente de la creación ficcional en su intención de verdad: la historia se autorrepresenta como capaz de ofrecer reconstrucciones plenamente confiables del pasado, cuya validez se sustenta en el examen crítico de la evidencia.
El relato es más que una forma de presentación del contenido: es el contenido mismo, porque el historiador tradicional no explica invocando leyes, sino mediante el relato mismo (sus explicaciones son genéticas, uno entiende qué pasó y por qué paso, al recorrer la secuencia narrativa completa, del principio al fin).
Una perspectiva hegemónica: El historiador del siglo XIX, influido por el historicismo, no considera a su disciplina como “una más” de los campos de estudio humanistas, sino como la base auténtica de todo estudio sobre el hombre, como una especie de disciplina madre, superior en rango al resto, debido a que constituye la única que ha sabido zafarse del imperialismo de las ciencias naturales, adoptando un enfoque metodológico adecuado a la naturaleza de su tema. La base de esta pretención es la siguiente. El historiador tradicional considera que la historia ofrece la única herramienta pertinente y valida para comprender lo le pasa a hace una persona, una institución o un país, porque lo que constituye a un ser humano no son propiedades o características abstractas, de la personalidad, la vida o el contexto, sino el modo como ese ser humano vive la experiencia, constituida como un permamente devenir, a partir de esa carga inicial de propiedades intemporales. Es la suma de lo que a uno le ha ido pasando lo que configura su horizonte de experiencia, su modo de reaccionar frente al mundo, lo que uno es y uno hace. Uno, al final, es lo mismo que su historia personal, siempre distinta a la de otros, historia que va sedimentando constantemente distintos resultados, ajustando las cosas siempre en forma acumulativa, haciendo que siempre el piso del que uno parta, aunque tenga elementos de personalidad mas o menos permanentes, sea siempre diferente, esté siempre variando, haciendo de todo ser, individual o social, algo siempre singular...
Orientación ideográfica: La historia de la que hablamos tiene muestra una orientación clara a favor de lo ideográfico. Aquí no interesa, como pasa con las ciencias, estudiar la evidencia para poder asentar principios o reglas de gran aplicabilidad. Lo que nos importa es lo contrario de eso. Es decir, establecer diferencias, particularidades, singularidades. Incluso cuando los historiadores estudian temas tan generales como una civilización, lo hacen porque quieren ver qué tiene esta entidad mayúscula de único e irrepetible. Aquí no entra nunca bien el propósito generalizador de las ciencias: una mirada, vamos a ver, interesada en los aspectos típicos o rutinarios, interesada en descubrir principios generales. Todo es individualismo, es individualidad, es singularidad, es unicidad. Se trata, en lo esencial, de lograr descubrir aquello que hace que un pueblo o civilización sean algo especial, aquello que nos remite a su sentido, por decirlo de alguna manera. Y esto tiene que ver, esencialmente, con el interés que tiene el historiador tradicional por la dimensión más interna del ser humano, su cara interior, por sobre la exterior, que es la que interesa a la sociología.
Esto tiene que ver con algo esencial. Los historicistas negaban la posibilidad de que pudiera establecerse leyes, en el campo social. Aducían que ello se debia a que la realidad humana se de cómo un flujo de cambio continuo, que siempre se alimenta de diferencias nuevas, todo lo cual tiene que ver con el hecho de que es la propia historia de una institución, un ente social, un estado, la que va definiendo su carácter, la que va modelando los principios internos de su desarrollo. Las personas al igual que los grupos, tenemos memoria. Eso determina que vayamos aprendiendo, que cada vez que vivimos un hecho de ciertas características, lo vemos, lo entendemos, en términos de experiencias similares que ya hemos tenido, y que no han tenido otros. La memoria de la primera ejecución siempre está viva en una segunda ejecución. Además de la presencia del recuerdo, que se transforma en un piso para lo siguiente, nos encontramos siempre envueltos por un contexto, que siempre se está modificando. Este cambio en el escenario determina que toda experiencia humana, que es por su naturaleza relacional, siempre se vea afectada por condiciones medioambientales nuevas, lo que va haciendo una diferencia. No es lo mismo, por ejemplo, vivir la amistad entre hobres y mujeres en un contexto cultural como el árabe, respecto al chileno. Lo mismo pasa entre épocas distintas. Cada época va condicionando el modo como las naciones, las institituciones, van madurando. En cada época descubrimos como estos cuerpos sociales tejen sus propias experiencias, sus propios caminos, elaborando destinos colectivos que son siempre singulares, aunque tengan entre sí aires de familia (las naciones viven en contextos relativamente similares en la Colonia, pero todas ellas desarrollan sus propias historias de vida). Dentro de cada una de estas unidades (los estados para los historicistas) puede descrubrirse algunos principios de cohesión, algunos patrones, que fijan las conductas de las personas. Pero estos patrones tienen una vigencia transitoria, acotada a lo que pasa dentro de un momento, en condiciones contextuales. Al variar los términos de referencia, esas “leyes” tan curiosas, también mutan.
Llegamos al final a la conclusión de que todo es singular: una época es algo único e irrepetible, las trayectoria seguida por cada nación en esa época; también es algo singular, porque va siguiendo trayectorias que están condicionadas por los principios de desarrollo interno de la misma, por su genio, su espíritu, su sello particular; lo que vale para épocas y pueblos, vale también para los individuos, cuyas acciones, cuyas experiencias, se dan cruzadas por las de otros, que son variables, cruzadas por un contexto que es siempre único, y adquieren, por lo mismo un sello individualísimo.
Aquí nadie se tropieza con la misma piedra.
Imposibilidad de la comparación: Los historiadores occidentales, antes del historicismo alemán, y los historiadores del siglo XX, consideraban que el estudio de los hechos del pasado, de los pensamientos del pasado, de los contextos del pasado, era intrínsecamente interesante porque permitía derivar consecuencias valiosas para el presente. Para el historiador griego o el Ilustrado, el beneficio era una lección moral o de ética política. Al examinar lo que hizo Pericles en Grecia, por ejemplo, uno podía obtener lecciones para el funcionamiento de una democracia, que era posible aprovechar para construir una sociedad presente mejor. Los cultores de la “nueva historia”, que intentaron acercar la disciplina a las ciencias sociales, llegaban a lo mismo, por un camino algo distinto. Imaginaron un cambio interno en la disciplina que la llevara a madurar como lo había hecho la economía o la sociología. Cuando eso sucediera, sería posible obtener un conocimiento más analítico, más generalizador, sobre el modo como funcionan las sociedades, sobre el modo como ellas evolucionan (por ejemplo, el modo como ellas se desarrollan), fundamental para perfeccionar a las sociedades del presente.
El historicista del siglo XIX niega estas posibildades. El pasado, según él, no puede ser nunca un modelo para el presente, en ningún sentido, porque las cosas que se dan en una época no tienen ningún parangón con cosas similares que se dan en otro época. Cómo la evolución de los países es siempre algo singular, cuya singularidad está determinada por la propia historia de ese ente, condicionada por su alma, su sello o su esencia, y también por factores contextuales que son ellos mismos singularísimos (porque los contextos también tienen historia, también adoptan un sello como resultado del avance de la historia misma, configurando entornos que tienen particularidades que son atingentes a una etapa, una fase, una circunstancia) no tiene ningún sentido comparar las cosas. La comparación misma será, siempre, una acción de violencia para con la realidad. 
No es posible, por lo mismo, usar el pasado para extraer consecuencias que puedan ser aprovechadas hacer generalizaciones sobre el presente. El pasado, pensaban los historicistas, debe ser visto como una especie de “país extranjero”, que no debemos juzgar, sino comprender, en sus propios términos. Para lograrlo lo que debemos hacer es disociarnos radicalmente de nuestro presente, separarnos de lo que somos, estudiar la cosa con un afán contemplativo, para que se nos muestre espontáneamente, para que revela la riqueza de sus particularidades. Tratar de instrumentalizar el conocimiento, usando el pasado para derivar leyes o algo así, es una monstruosidad. También lo es, por los mismos motivos, el presentismo. Es decir, tratar de comprender el pasado en términos del presente, proyectar a lo extraño cosas de nuestro mundo, para no nos resulte tan poco familiar, para que podamos entenderlo bajo nuestras propias categorías. 
La incomparabilidad de épocas, de situaciones, de escenarios, de contingengencias, lleva a la historia tradicional a seguir un curso contrario a la lógica de las ciencias, que consideran la comparación un instrumento de trabajo esencial.
La singularidad y la incomparabilidad están relacionadas con una características que ya hemos aludido, que es necesario destacar, en el punto siguiente.
Orientación teleológica: La historiografía del siglo XIX concede gran importancia a las personas, a su individualidad, y sobre todo, a su subjetividad, en contraste con las visiones más místicas, que hacen que los hechos del hombre sean causados por dioses, o a las más contemporáneas, que tratn de explicar todo por el peso de las estructuras. 
Para esta historiografía el hombre, son su genio, son el elemento determinante.
Las personas, a diferencia de los objetos, tienen un lado interno, una dimensión de voluntad, una personalidad, una alma. Esa parte interior, que no tienen las cosas u objetos del mundo físico, cumple un papel en las decisiones que toman las personas, en sus acciones. Es cierto que los factores contextuales siempre pesan. Pero nunca avasallan al ser humano, que siempre hace uso de una dosis de su libertad, para dar vida a cursos de acción muchas veces impredecibles. Lo que pasa con las personas, tomadas individualmente, le pasa también a los cuerpos sociales. Ellos también tienen una especie  genio o carácter propio, que va marcando diferencia, ellos también evolucionan siguiendo principios internos de desarrollo, que son el resultado de la propia historia de vida del organismo, una historia alimentada por las voluntades libres y un poco caprichosas de los agentes, que se van alineando en torno de ciertos ejes, que son el resultado de esa misma historia, y de los condicionamientos de factores contextuales que van cambiando siempre, porque están afectados por las accioens y propósitos de otros seres humanos...
Cada nación tiene algo que la hace distinta de las demás. Y esto tiene que ver con su misión, su destino, la idea a cuyo servicio ella parece estar.
Todo esto se traduce en una noción que va muy a contrapelo de lo que predican las ciencias sociales: damos por sentada la noción de que el hombre es el verdadero dueño o fabricante de su historia.
La historia tradicional no cree que los hechos sean resultado de la determinación de fuerzas impersonales, estructuras, superestructuras, o como quiera llamarse a los fenómenos que interesan hoy en día a las ciencias de lo social; las personas no somos títeres de las determinaciones de leyes sociales, de condicionantes estructurales, de fuerzas naturales o sociales de ninguna clase. Tampoco somos, por cierto, títeres de las determinaciones de fuerzas no naturales. En las historias formales de occidente Dios no es un motor fundamental (aunque exista). Nuestro punto de vista, resumiendo, es que los hechos históricos son resultado de acciones voluntarias de los agentes; son las motivaciones conscientes de éstos el factor que va empujando el curso histórico hacia determinadas direcciones.
‘Grandes hombres’ como motor del cambio histórico: Los protagonistas de la historia tradicional suelen ser personajes capaces de torcer la dirección que llevan los procesos de cambio, como si todos los resultados fueran función de personalidades que hacen la diferencia. Estas personalidades son lo que generalmente se llama los “grandes hombres”. ¿Quiénes son estos grandes hombres? Casi siempre miembros esclarecidos de la elite dirigente. Esto es, casi siempre, miembros de la aristocracia, porque hasta muy poco tiempo atrás toda la gente influyente procedía de ese sector, incluida la que animaba gobiernos con una orientación más democrática (esto sólo a comenzado a cambiar recientemente debido al surgimiento de una elite más fraccionada, deportiva, espiritual, etc, en que hay muchos centros de poder, y no uno solo).
Sesgo aristocrático: La historia tradicional, pues, tiene un sesgo marcadamente aristocrático. Rara vez tiene parte en estos relatos la gente corriente (que es siempre comparsa de la historia principal: tropa en las batallas, miembros anónimos de la gleba, el tumulto de las rebeliones conspiradas por los grandes líderes).  Que decir de la mitad de la humanidad: la mujeres.
Importancia de la dimensión política: Junto con ese sesgo aristocratizante, que no termina de borrarse (piensen en nuestras visiones contemporáneas de Chile, que dan un protagonismo enorme a la figura de presidentes que acaso no tengan demasiado poder), tiene una orientación casi exclusiva hacia lo político. El verdadero protagonista de la historia que se practica desde Tucídices en adelante son los estados. Las narrativas cuentan las peripecias que pasan los estados, sus cuyunturas, sus momentos mejores y peores; describen, por lo mismo, las acciones de los “grandes estadistas”. La dimensión de política que importa es, sobretodo, la internacional. Los estados se forjan, se desenvuelven, en un contexto más amplio en que es necesario convivir con otros estados. Ahí hay una trama central, organizada siempre entre los conflictos entre esos actores. En lo relatos tradicionales los conflictos internos, suscitados por factores económicos, sociales o, propiamente político, son relevantes, pero pesan menos. Lo normal es que no aporten los elementos centrales de la trama. Ese papel es cumplido, casi siempre, por los conflictos trabados con otros estados: guerras con países vecinos, participación en sistemas de relaciones que comprometen a varios estados (imperio romano, etc.). Hay un tendencia, por lo mismo, favorable a las historias universales (aun si se trata de la historia de un país que está en un rinconcito del planeta, como Chile, siempre se referencia datos del sistema de relaciones internacionales dentro del cual ese estado está inscrito).
La importancia que se concede a lo político se puede atribuir a la importancia que tiene el nacionalismo, en esos año, cuando están germinando por todas partes los estados-nacionales (a un factor, en si mismo, político). Pero también se explica por la visión que tiene el historiador del siglo XIX sobre los factores causales: se piensa, en esos años, que la política es una dimensión completamente autónoma, descoplada de lo económico, lo social o lo cultural; lo que pasa al estado, la situación en que este se encuentre, en un momento dado, condiciona todo lo demás (hace necesario que se configure cierto tipo de economia o sociedad).
Exclusión de las dimensiones de los social, lo cultural y lo económico: La perspectiva de este modelo de historia –la llamada tradicional– es, como se ve, bastante restrictora: estos relatos establecen una línea de demarcación clara entre lo que es historia y lo que no lo es; esa línea divisoria deja fuera una gama enorme de temas y personas; todo lo social, junto con ello lo económico, lo cultural; además de sesgar los temas a favor de una dimensión limitada, que se agota en los avatares de una minoría ínfima de seres humanos, otorgando preeminencia de las variables políticas, esta forma de escritura historia nos sesga por otro lado: delimita el campo de quienes pueden ser voces autorizadas para tratar estos temas; transforma a los historiadores en las únicas voces autorizadas para actuar como verdaderos árbitros de las verdades culturales, condenando a todos los otros opinantes, que antes tenían tela para cortar en esto, a papeles mucho menos respetables: la difusión o la devaluación del conocimiento.
Culto de los hechos: Es heredera del empirismo, particularmente en su vertiente francesa. Por eso se llama a esta corriente también “historia metódica” (método empírico propuesto por Monod, el padre del positivismo francés), “historia acontecimiental” o “historia positivista”. Se trata, al igual que en el caso de la historiografía alemana, de destacar el trabajo con las fuentes y los hechos, por por sobre el elemento interpretativo o explicativo de la historia.
Creencia en el progreso: La historiografía del siglo XIX es una historiografía optimista, que cree en el progreso indefinido, que da por sentado que ese progreso va a poder alcanzarse, siguiendo el derrotero que están fijando los ‘civilizados’ de occidente. Por ese motivo organiza la trama de la historia siempre en etapas, cada una hilvanada con la siguiente, avanzando siempre hacia un estado mejor. La identificación de la historiografía decimonónica con esta fe en el progreso es tan firme, que luego, cuando sobrevengan las corrientes postmodernas, que cuestionan todo lo que es característico de la modernidad, su blanco favorito va a ser lo nuestro: los principales cuestionamientos de filósofos como Vattimo, por ejemplo, van a estar dirigidos en contra de la historiografía, por considerarla el discurso que justifica la fe en el progreso indefinido, propia de los modernos.
Realismo: Hay un último elemento que es característico de la historiografía decimonónica. Ella cree a ciegas en la verdad del conocimiento histórico, en la posibilidad de obtener un conocimiento seguro, incuestionable, a partir del trabajo empírico. Da por sentado que los hechos no se construyen sino se descubren, que existe una radical separación entre sujeto y objeto: que el método que usamos, basado en el trabajo riguroso con la evidencia, permite que podamos ofrecer, en nuestros relatos, reconstrucciones del pasado que no están afectadas por nuestras tendencias, nuestra subjetividad.

Aquí hay una diferencia importante con la historiografía del siglo XX, y radical con relación a la de principios del siglo XXI, que postulan un realismo mitigado o, en algunos casos, un total anti-realismo, que deniega la posibilidad de que los historiadores puedan decir cosas ciertas sobre el pasado, aduciendo razones que vamos a conocer en el siguiente curso.