La historia es una
actividad intelectual y una práctica cultural antigua. Pero este modo de entender
y estudiar la realidad pasada nunca fue asumido como un ejercicio profesional,
sino hasta principios el siglo XIX.
Esto sucedió por
primera vez en Alemania, cuando Wilhelm von Humboldt (lingüista, político
influyente, una de las mayores celebridades intelectuales de su época, hermano,
además, de Alexander, el más famoso naturalista que conoció ese siglo) creó la
Universidad de Berlín, en el año de 1810, y tomó la decisión de acordar a la
historia un lugar propio, que no había tenido nunca.
Este parto institucional
no fue cosa fortuita. Se produjo en el lugar y el momento correcto: cuando la
sociedad alemana vivía un vuelco generalizado hacia su pasado, cuyas razones
voy a comentar más profundamente cuando estudiemos el “historicismo, que tuvo
gran impacto sobre el mundo académico que estaba naciendo.
Antes de que esto
sucediera las cosas eran muy distintas.
Hasta entonces la
historia había sido un ramo menor, impartido al interior de las Facultades de
Filosofía, Derecho y Teología. No había facultades o institutos de historia, ni
cursos monográficos de historia, ni especialistas que se dedicaran a la
historia, como rubro exclusivo de desarrollo intelectual.
¿Quiénes practicaban la
historia? ¿Para qué?
La historia, en su
etapa pre-profesional, era practicada por amateurs, gente que tenía montones de
otras ocupaciones, pero que dedicaba una parte de su tiempo al tema, por su
amor por el pasado. Estos aficionados se interesaban en la historia sobre todo
en tanto “maestra de la vida”, según nomenclatura de Koselleck. ¿Qué quiere
decir Koselleck con esta idea? Toda historia anterior, aunque interesada en la
verdad del pasado, tenía su corazoncito puesto, más bien, siempre en el
presente. Es cierto que los historiadores de la etapa pre-profesional buscaban,
honestamente, obtener conocimiento cierto de los hechos pasados y traspasar al
lector ese conocimiento. Como no. Pero la transmisión de verdades al lector no
era el único propósito que los guiaba. El estudio de los hechos pasados era
visto cómo interesante, en cuanto permitía contar con los ejemplos necesarios
para poder enseñar a los jóvenes de la elite como vivir mejor en el presente,
como enfrentar las coyunturas o desafíos que este presente siempre ofrecía.
El pasado, en realidad,
no era el tema: era la excusa para entrar en el verdadero tema: formar a los jóvenes de la élite
(occidental) para que estuvieran preparados para tomar decisiones correctas
cuando debieran enfrentar sus tareas naturales de liderazgo, como futuros
capitanes de empresa y estatistas.
Pues bien, para
construir discursos que aleccionen bien, no se necesita tener datos demasiado
fieles, establecidos de una manera infalible. Solamente tener una pluma
magnifica, habilidades para argumentar, para seducir y contar con la
información que permita hacer todo eso.... ¿Importante que sea confiable? Por
cierto. Pero eso no es lo más importante. Lo importante es que los hechos
colaboren a la tarea de dejar una buena lección moral.
Eso planteaba un
problema con la cuestión de los datos. Los historiadores anteriores eran
grandes escritores. Pero el trabajo en los archivos con los hechos no era su
fuerte. Ellos, la verdad, no mostraban interés en pasarse mucho tiempo dentro
de los archivos en búsqueda de pruebas infalibles sobre la veracidad de los hechos
que comentaban o exponían; para ellos los hechos no eran una especie de meta
sagrada, el objetivo fundamental que los alentaba: los miraban como un medio,
no como un fin; para ellos hechos eran solamente la munición que necesitaban
para apuntalar sus alegatos sobre el presente.
La importancia que se
concedía al presente, incluso cuando se estudiaba el pasado, tenía que ver con
otra cuestión. Para el hombre del siglo XIX el pasado todavía era una dimensión
inexistente.
Esta aseveración puede
sorprender, porque estamos acostumbrados a valorar lo antiguo, a tratarlo como
algo valioso, precisamente por consistir en algo extraño, en algo distinto de
lo presente, en algo que resulta valioso, precisamente, por haber sido perdido.
Para nosotros todo esto
tiene mucho sentido. Los objetos de otros mundos, otras civilizaciones o
lugares o momentos son socialmente valorados por que vivimos bajo una cultura
del patrimonio, que considera todo lo extraño, todo lo remoto, como algo
intrínsecamente significativo.
Pero esta valoración es
parte de un discurso epocal, muy
circunscrito, que no era parte del horizonte mental de la mayoría de los
hombres y mujeres de principios del siglo XIX.
Para ese hombre y esa
mujer, que vivía en el de expansión que vive occidente, progreso constante,
modernización en distintos planos, las mejores promesas eran las que ofrecía el
futuro, no el pasado. Lo que se valoraba, pues, era nuevo, lo moderno, el
progreso.
El pasado no sólo era
una dimensión poco interesante para la gente de la época. Era, también, una
dimensión bastante desconocida.
El hombre del siglo
XIX, la verdad, no conocía casi nada del pasado, aunque ese pasado lo rodeara
por todas partes (en un continente en que las huellas de las grandezas y
flaquezas pasadas estaban por todas partes: vestigios de acueductos romanos,
etc.). No había, todavía, ni archivos, ni hechos bien estudiados. El pasado
era, por lo mismo, una gran incógnita, casi para cualquiera. Además, todavía no
se había desarrollado el concepto de un pasado. Esto es, la conciencia de lo
que se vivió en otras épocas y mundos como algo distinto a lo que
experimentamos hoy en día (la forma como lo experimentamos, en realidad). El
hombre de esa época miraba siempre al pasado como algo familiar, como una
simple extensión del presente (algo así como una versión menos desarrollada o
más desarrollada de nuestro presente: menos desarrollada, cuando ese pasado era
visto como una versión más primitiva de lo que somos ahora; más desarrollada,
cuando comparábamos nuestro presente con algún momento ‘dorado’ del pasado que
nos configura, como es el caso con la Atenas del siglo VaC o Roma…).
No había sensibilidad
para percibir las diferencias. No había espacio, en definitiva, para que la
historia, como campo de conocimiento, pudiera tener más presencia y desarrollo
del que tenía…
Las cosas comenzaron a
cambiar hacia fines del siglo XVIII, en Europa y en Alemania, en el corazón de
Alemania, cuando comenzó a tomar vuelo lo que yo describiría como una “actitud
de verdad”, propio del tiempo de los Ilustrados, un tiempo en que las mentes
más inquietas querían disipar, del mundo, la fantansia, el mito, el las visiones religiosas,
sustituyendo eso por la exactitud, realidad, la racionalidad, en todas las
áreas, incluido el frente que nos ofrecía el pasado, como un área más. Ese
interés por quitar al pasado los aires míticos llevó a que tomara mucha fuerza
la profesión del anticuario. Comenzaron a ser publicados, en todas partes,
diccionarios, compilaciones, repertorios, colecciones, que mostraban,
describían y clasificaban con toda exactitud antiguedades artísticas, jurídicas, literarias, arqueológicas: la Académie des Inscriptions et Belles
Letres, de Francia, publicó entre 1723 y 1790, una colección de 14 volumenes
que contenían todas las ordenanzas emitidas por los reyes, Ludovico Antonio
Muratori publicó los 25 volúmenes de su Rerum Italicarum Scriptores, obra en la
que compilaba fuentes literarias cuyo tema fuera Italia.
En Alemania, el avance
de la erudución se dio en el contexto de dos intereses muy locales, que fueron
determinantes para la evolución que tomará la disciplina.
Este afán erudito y
clasificatorio, común a los europeos, tomó fuerza especial en el caso de
Alemania, a propósito de un tema religioso que un sabor muy local.
Los alemanes están,
todavía, intensamente divididos por delicados temas religiosos. Para zanjar las
diferencias de lectura a que podían dar lugar las escrituras, fue
desarrollandose un tipo especial de erudición bíblica.
¿Qué había de verdad en
las escrituras? ¿cómo separar el polvo de la paja? Para despejar estos dilemas
fue necesario desarrollar técnicas de trabajo exegético, que aportaron las
condiciones que necesitaría la historia para desarrollarse: la existencia de
técnicas exegéticas, que permitieron por primera vez conocer la verdad de los
hechos, separar la parte literaria o religiosa, de la factual….
La gracia de las
técnicas perfeccionadas a fines del XVIII por los eruditos alemanes, en es
contexto de esta polémica por temas religiosos, es que motivó el avance más
sólido que había tenido lugar hasta entonces, en el campo de la erudición
documental: fueron desarrollándose por primera vez, con sistematicidad,
técnicas que permitían analizar con máximo rigor documentos y textos del
pasado, logrando resultados similares a los alcanzados por peritos de la
policía que saben cómo evaluar el valor de las pruebas que aportan los
fiscales.
Este impulso comenzó a
tomar vuelo en otro frente: el del derecho.
En la Universidad de Göttingen,
en Hannover, un grupo de abogados, entre los que se encontraban Gatterer y
Schlozer, dedicados al estudio de las instituciones, interesados en investigar
la interminable variedad de leyes, instituciones, costumbres características de
los entre 200 y 300 principados y estados alemanes, fueron viviendo una especie
de transformación gremial interna, evolucionando de abogados a historiadores.
Les interesaba conocer mejor ese Antiguo Régimen, ese mundo que esa etapa
racionalista, que se inició con la Revolución Francesa, había comenzado a
borrar de la faz de la tierra. Su interés por el pasado que estaban perdiendo
motivo un interés específico por lo local.
Ellos dieron acogida a
ese concepto de Herder que marcó la pauta en la evolución que seguirá la
disciplina: el Volksgeist (espíritu
del pueblo).
Contra el universalismo
atemporal de la época, comenzaba a afirmarse en Alemania un interés por lo
particular, por conocer la evolución cultural, legal e histórica, las
costumbres, las tradiciones, las instituciones, que hacían singular a cada
principado, cada pequeño reino.
Esta visión, alimentada
por las intuiciones de Herder, motivó el surgimiento de la llamada “Escuela
Histórica del Derecho” de Friederich von Savigny, que extremó estas premisas,
desde una posición conservadora y nacionalista, afirmando que los cuerpos
legales son producto de la historia particular que vive cada pueblo, de sus
costumbres, alegando que, por virtud de ello, no tenía ningún sentido la tesis
ilustrada sobre la existencia de una “derecho natural”, de marcos legales que
tuvieran una aplicación más allá de las fronteras de cada estado, una vigencia
universal….
El desarrollo de
gramática comparada (realiza estudios comparativos de lenguas), la epigrafía
(estudia las inscripciones hechas sobre materiales duros), la filología
(estudia los textos escritos, intentando, a partir de ello, reconstruye la
cultura que les dio origen), la paleografía (descifra o decodifica documentos
generados en otras épocas), la numismática (estudia monedas y medallas
antiguas, lo que permite reconstruir las costumbres de un pueblo, conocer sus
hechos principales), la arqueología (estudia a las sociedades del pasado, de
manera integral, a través de sus restos materiales), la hermenéutica (técnicas
para la interpretación de textos), fue integrado, en un cuerpo coherente, por
Barthold Georg Niebuhr, hijo de un famoso cartógrafo y explorador, que
desempeñaba, como la hará Humboldt luego, una posición política muy importante
dentro del estado alemán. Hombre multifacético, dedicaba su tiempo libre al
cultivo de la historia. Fue Niebuhr quien, a principios del siglo XIX, cuando
nosotros vivíamos los últimos años de la etapa colonial, tomó todo el conocimiento
técnico acumulado referente al modo de examinar los documentos dando vida al
llamado “método crítico” (el primer método, acaso el único, de que ha dispuesto
esta profesión). Este consiste en un conjunto razonado de procedimientos que
permiten hacer un estudio riguroso y científico de fuentes, gracias al cual es
posible establecer, sobre bases indiscutibles, la verdad de los hechos.
El método crítico nos
aportaba el recurso que necesitábamos para terminar con una mala costumbre de
la historia: la de aceptar como verdades hechos referidos por fuentes
secundarias, repetidos una vez tras otra, sin haberlos establecido de manera
fehaciente; la de tomar muy a la ligera, como verdades, simples presunciones.
Gracias al trabajo de
Niebuhr los hechos comenzaron a tener centralidad, tanta que von Humboldt
empieza a pensar que debe haber una “ciencia de los hechos”, con un lugar
institucional propio, actuando a contrapelo de lo que exigía la intelligentsia de la época (una a la que
le gustaba la divagación de gran altura, que miraba el trabajo erudito como una
práctica cultural inferior, propia de técnicos, no de intelectuales o
universitarios).
Esto sucedía al mismo
tiempo que comenzaba a instalarse una conciencia histórica que abarcaba a un
mundo social mucho más amplio. Esto sucedía, coyunturalmente, como reacción a
la amenaza militar e ideológica francesa, que fue enfrentada por una comunidad
lingüística muy disgregada, muy amenazada, que se volcó sobre sí misma, que
salió al paso de la arrasadera del Iluminismo tratando de identificar los
elementos que fueran propios, específicamente alemanes, que buscó en el pasado
elementos aglutinantes que no existían en el presente, que usó eso para dar
asidero a su propio proyecto de unificación….
Disyuntiva inicial
Era el momento preciso. Los alemanes
estaban ‘descubriendo’, en forma másiva, lo valiosa que era la historia. Había
allí un vuelco general hacia el pasado, una revalidación de las tradiciones, en
derecho, en literatura, en cada ámbito. Se estaba afirmando, por primera vez,
una cultura del patrimonio. Pero ¿cómo debía ser esta nueva ‘ciencia de los
hechos’, que estaba comenzando a tomar forma? Recordemos lo que hemos
aprendido. A fines del siglo XVIII se habían puesto de moda los puntos de vista
de los filósofos de la historia que ya estudiamos, figuras como Voltaire en el
medio francés o como Hegel en el alemán. Ellos le habían subido el pelo a esta materia, tan descuidada en los medios
académicos, afirmando algo que resultaba bastante violento a los practicantes
de la disciplina: que era inutil perseverar en el estudio de sucesos
singulares, en cosas fragmentarias, que no permitían entender por qué pasaban
las cosas en un plano más general; la idea era trascender la esfera de los
hechos, para poder poner de manifiesto las tendencias subterráneas que los
conducían y explicaban; para hacer eso lo que había que hacer era abandonar los
medios tan limitados de los historiadores, transformando el trabajo de mayor
elaboración intelectual a los filósofos; esto presuponía llevar a las cosas al
mismo terreno que lo hicieron, en el siglo XX, los historiadores que quisieron
superar el historicismo, abogando por una vinculación más estrecha con ciencias
sociales; los ‘nuevos historiadores’, al igual que los filósofos de la
historia, proponían un régimen de división de funciones, que dejaba a los
historiadores la ocupación limitadísima de establecer los hechos, y a ellos el
tratamiento más analítico de estos.
Lo de los filósofos de la historia era
similar. Se trataba de ayudar a los historiadores a hacer lo que ellos no
podían hacer por sus propios medios: relacionar los conocimientos particulares,
transformar todo eso en algo más amplio y significativa.
El problema con esto era que conllevaba
un gran desprecio para la historia misma, es que la condenaba a ser dependiente
de la filosofía, en condiciones de total vasallaje.
Los historiadores de campo, en esta etapa
en que se definía la condición de la disciplina como profesión, tuvieron que
enfrentar las ambiciones de los filósofos, y el imperativo de la época misma,
defendiendo lo que hacían, demostrando, en particular, que el conocimiento que
ellos desarrollaban, que el enfoque que los originaba, tenía valor propio,
ofrecía cosas que la filosofía no podía ofrecer…..
La respuesta concreta a la forma tan
agresiva de imperialismo académico de los filósofos generó una reacción, en
particular, que es importante para los propósitos de este curso (y para
entender las orientaciones que tuvo la historiografía en el siglo XIX).
Estas definiciones debieron ser adoptadas
a partir de dos posiciones muy demarcadas, que necesitamos caracterizar bien.
La nueva disciplina podía ser una
actividad intelectual, de rango elevado, destinada a aportar grandes
interpretaciones sobre el hombre, siguiendo el derrotero que había iniciado
Hegel, pagando el precio del vasallaje descrito; podía ofrecer relatos
interpretativos de gran cobertura y gran vuelo intelectual, como pasaba con la
historiografía de Michelet; o podía ser algo más sencillo, priorizando el
trabajo erudito con los hechos, por sobre la gran interpretación, siguiendo el
derrotero abierto Niebuhr, dando aliento y nueva vida al modo más tradicional
de entender el trabajo histórico, que prevalecía desde el tiempo de los griegos.
La historia, en este caso, no sería una actividad en que prevaleciera la gran
reflexión, llevada adelante por intelectuales, sino consistiría en trabajo
científico con los documentos, propio del erudito.
El medio no era muy favorable a la visión
tradicionalista.
Papel crucial de Wilhelm von Humboldt
La noción de la historia erudita como una
manifestación cultural inferior, como una práctica, al nivel de la epigrafía o
la hermenéutica, contaminada de ese espíritu idiográfico al que apuntaba
Aristóteles (centrada siempre en la minucia del dato, rehuyendo la gran
reflexión) daba para pensar en que von Humboldt se inclinaría por la versión
mucho más fascinante que proponía Hegel, que fue siempre el gran competidor
para los eruditos.
¿Qué había hecho Hegel? Había sacado a la
historia del sótano y la había convertido en la base de su monumental
filosofía, obra que intentaba ser un compendio de todo lo humano, de todo lo
real, explicar cada dimensión de la vida social, a partir de una sola gran
trama magnífica.
¿A quién confiársela? En esos años
intelectual más respetado en Alemania, la figura del mundo universitario más
conocida, el profesor más respetado de la propia universidad de Berlín, además
del pensador más acreditado para opinar sobre la historia, era Hegel. Había
buenas razones para ello. Hegel había dado vida a un edificio metafísico
descomunal, que pronto se transformó en la base esencial de mirada idealista de
la filosofía, cuyo eje ingrediente esencial era la historia. Se trataba de la
más importante reflexión de la época sobre lo humano y lo no humano y de la
primera, de esta altura, que se cimentaba en una profunda sensibilidad hacia lo
histórico. Más que una Filosofía, lo suyo era la primera gran Filosofía de la
Historia de los modernos. ¿Se le daría a él y sus discípulos la tarea de
iniciar la disciplina? Von Humboldt
optó por el camino menos pensado: se inclinó por dar a la nueva
profesión el perfil más técnico, al estilo de Niebuhr, tomando partido decidido
por el camino propio….
¿Qué problema había con
la fórmula hegeliana?
Von Humboldt fundó la
Universidad de Berlín en 1810. Esto es, muy poco después de que Prusia sufriera
dos humillantes derrotas a manos de Napoleón (años de 1806 y 1807). El esfuerzo
de crear esta universidad era parte de un diseño de política mucho más amplio.
Los prusianos querían fortalecer su estado y su nación dando impulso a una gran
reforma educativa, cuyo propósito era contar con una nueva elite, que fuera
capaz de conducir el país y de fortalecerlo. La idea era ampliar la elite
incluyendo elementos de clase media, pero también ofreciendo a los jóvenes una
formación más exigente y más sofisticada que la que ofrecían las universidades
del antiguo régimen, con sus actividades de instrucción tan general, centradas
en la filosofía, el derecho y las humanidades, que se limitaban a brindar a los
estudiantes un barniz de cultura general. El propósito de von Humboldt era ir
mucho más lejos que eso: él quería que los estudiantes recibieran una formación
teórica más sólida, que se apoyara en un trabajo intenso en el campo de la
investigación. En esas fechas no había nada como eso. Las universidades no se
habían planteado como meta estimular el interés por desarrollar una gestión más
profesional del conocimiento.
Precisamente ahí estaba
el fallo de la apuesta hegeliana, que era, en el fondo, jugarse las cartas por
el pasado más que por el futuro: cultura general, de tipo filosofante, más que
saber especializado, practicado con el rigor investigativo, como el que
comenzaba a demostrar cierta historiografía, que estaba logrando avances
impresionantes en el conocimiento, a través de la utilización sistemática del
“método crítico”, que les he descrito.
Si se dejaba historia
bajo la administración de los filósofos, pensaba Von Humboldt, no sería posible
contar con profesionales adiestrados en el cultivo de una disciplina. Lo único
que se obtendría serían intelectuales, inclinados a la divagación, a la vieja
manera, esa a la que le faltaba siempre el rigor del método.
Von Humboldt fija su posición
en una conferencia dictada el año 1821, bajo el título bien elocuente de “El
oficio del historiador”. En esta charla seminal, el alemán, explica por qué
rechaza el idealismo hegeliano. El está convencido de que fuerzas espirituales
profundas conducen el desarrollo de la humanidad, pero piensa que ellas solo se
pueden ser reveladas por una inteligencia crítica luego de estudiar las
manifestaciones concretas, el modo como estas fuerzas se realizan o
materializan en las experiencias singulares que van teniendo los pueblos,
imprimiendo a cada pueblo siempre un sello (aquí hay una deuda evidente con
Herder), tesis que ya les resultará familiar a ustedes. Lo universal, pues, se
manifiesta a través de lo singular. Por eso, la pega del historiador debe limitarse
a establecer los hechos: porque al focalizar el trabajo en ellos están
realizando la tarea más importante, más significativa y profunda que es posible
realizar: descifrar en serio (no como los filósofos) el propósito último de la
Idea, a través de síntesis que pongan de manifiesto los “nexos vitales” que
ligan a todas las piezas sueltas.
Su opción a favor de
una historia centrada en los hechos, con preferencia a una mucho más
interpretativa, responde, pues, a un motivo profundo, que vale la pena aclarar
muy bien.
En el siglo XVIII los
ilustrados y luego, más intensamente, quienes habían defendido los valores de
la revolución francesa, habían impuesto una visión sobre la historia
radicalmente distinta a la que había existido hasta entonces. En lugar de estudiar
el pasado como una rica pluralidad de cosas singulares, extrañas, ricas,
distintas unas de otras, había asumido una perspectiva universalista y
racionalista, que defendía conceptos aplicables en todo momento y toda
circunstancia, como “soberanía popular”, “derechos humanos” o “democracia”.
Ideales universales de perfección, que todos los países y culturas debían
perseguir. Los alemanes consideraban que esta visión racionalista era una
impostura, que era un error evaluar todas las épocas, todas las civilizaciones,
todas las culturas, usando como referencia o como norma de medida, los valores
puntuales de los ilustrados europeos (sobretodo considerando que estos
filósofos eran casi todos franceses). La realidad humana, consideraban, era
algo más difuso, complejo y poliforme. Para entender un pueblo o cualquier
“identidad colectiva”, decía Herder, era necesario mirarlo desde dentro. No servía de nada intentar evaluarlo o juzgarlo
externamente, usando como vara los principios o los fundamentos de otro pueblo.
Cada pueblo es una identidad que elabora su propia cultura y su propia
identidad, en la historia. Cada pueblo es algo singular. Por aprehender esa
singularidad, con el máximo rigor posible, no sirve ni ese pensar abstracto del
racionalismo ilustrado, ni el pensar filosofante.
Esta fusión de
erudición con un enfoque centrado en lo local, terminó de afirmarse el año
1810.
Comienza la historia de la historia con
Niebuhr y Ranke
Ese año asumió la
cátedra de Historia el lingüista Barthold Georg Niebuhr, que había sido el
inventor del “método crítico”, descrito recién. Entre 1811 y 1812 este
filólogo, transmutado en historiador, publicó su Historia de Roma. Lo que hacía
singular este estudio es que era el primero que nos hablaba del pasado romano,
con el cual los prusianos se sentían tan identificados, a partir del análisis
directo de fuentes literarias y epigráficas del mundo antiguo. Eran los mismos
hechos de siempre, pero que tomaban un color distinto cuando se los estudiaba
con una mirada de erudito, eludiendo las fuentes indirectas o desmenuzando las
fuentes que todo el mundo revisaba, con las herramientas del erudito.
Esta definición a favor
de la linea erudita recibió un espaldarazo cuando von Humboldt contrató, para
ocupar esa misma cátedra, en el año 1825, a un jóven un joven profesor (Ranke) que se había hecho conocido, en
Frankfurt, debido a la publicación de un libro que estudiaba el proceso de
formación de los estados nacionales, que le aportaba lo que estaba buscando: se
trataba de un estudio que se distinguía por el riquísimo trabajo con las
fuentes primarias (el libro había sido publicado recién el año anterior). Su
autor había explicitado, en un apéndice de su obra, una posición clara: el
franco rechazo de las obras históricas que no se apoyaban en fuentes primarias;
la censura a los historiadores de la época que ofrecían interpretaciones
brillantes del pasado que se basaban en fuentes secundarias.
Las obras que el tenía
en mente debían ser satisfacer las normas máximas de la erudición, para garantizar
la verdad de todos sus hechos. Pero tenían que ser escritas, a su vez, con
elegancia, con buen pluma, en términos que fueran satisfactorios el público
masivo (y no para las pequeñas minorías de especialistas).
Relatos con vuelo,
proponía, que fueran capaces de representar con soltura lo que había sido la
realidad pasada. Pero debía ser un vuelo contenido, que nunca sobrepasara lo
que permitía la evidencia: la realidad debía prevalecer siempre por sobre la
interpretación, la realidad era el mandato y la meta.
El problema con los
filósofos de la historia y con los historiadores de orientaciones más
filosofantes, es que volaban demasiado alto, saliéndose de los marcos que eran
propios de la disciplina.
El mejor ejemplo de
ello, en su entender, lo ofrecía Hegel. Se trataba del intelectual más
importante de la época, y el que, además, había dando más importancia y más
dignidad a la historia. El problema es que su amor por la historia era poco
sincero, porque no tenía como objeto la historia misma. Lo que a él le
interesaba, cuando trataba nuestros temas, no era ni escribir historia, ni
pensar lo que era específico de esta disciplina, sino aprovecharla construir una
propuesta filosófica de gran envergadura: Hegel creía que la evolución de la
humanidad estaba regida por una racionalidad subyacente, por una fuerza
espiritual/racional superior, una Esencia o Idea, lo Absoluto, que sólo podía
hacerse concreta, en el mundo de los vivos, a través de la historia; para
descubrir el modo como funcionaba esta fuerza primaria, Dios, si se quiera,
había que operar deductivamente, partiendo de lo abstracto, para luego bajar a
lo real en busca de ejemplos que validaran este esfuerzo de inteligencia
especulativa.
Ranke argumentaba,
siguiendo al pie de la letra a von Humboldt, debía ser inductivo. En lugar de iniciar
su estudio del pasado a partir de una gran la tesis filosófica, debían comenzar
con el dato mismo, con los hechos. Una vez que confrontaran la realidad con la
mente en blanco y el corazón abierto, irían conformándo la base de
conocimientos que les permitiría formular tesis, revelar particularidades,
establecer algunas generalidades, e incluso, ir más lejos que eso, y alcanzar
lo absoluto.
Lo esencial estaba en
el trabajo con los documentos. Este debía servir para algo bien concreto:
“Se ha
atribuido al historiador la misión de juzgar el pasado, de enseñar el mundo
contemporáneo para servir al futuro: nuestro intento no se inscribe en tan
elevadas misiones; solo intenta mostrar lo que realmente fue”.
¿Qué hay detrás de esta
máxima? Ranke quiere demostrar con su trabajo que lo que hace progresar el
conocimiento del pasado no son las divagaciones de los filósofos, que pasan
siempre por encima de los hechos, como el simple trabajo erudito, como la
investigación empírica, que es la parte floja de todos los estudiosos
anteriores, que casi no conocen los archivos, que escriben usando siempre
bibliografía y fuentes secundarias sin interrogarse acerca de si los datos que
ofrecen son auténticos. La pura reflexión sobre lo pasado no es historia. Es
chachara. Lo que necesitamos es conocer el pasado objetivamente, conocer lo que
realmente fue, y punto. Luego de eso señala, siguiendo la tesis de von
Humboldt, es posible poner de manifiesto, a través del relato, las mismas cosas
profundas que interesaban a los filosofos idealistas: las fuerzas espirituales
que rigen el cambio histórico.
Ranke es un empirista, porque se toma en serio los
hechos, la parte factual de la historia. Pero también es idealista. Ese es,
precisamente, el sello alemán.
Hay que entender esta
particularidad para conocer bien la escuela alemana de historia científica, que
ha sido tan influyente.
El fundador de la
profesión, que nos exigió que nos reserváramos para el estudio de los hechos,
dejando la divagación a los charlatanes, o sea los filósofos y los futuros
cientistas sociales, tenía una idea un poco esotérica de los hechos mismos, muy
distinta a la nuestra. El motor de la historia, pensaba Ranke, era el Espíritu.
O sea Dios. Solo que sus designios no se realizaban directamente. Las
intenciones de las fuerzas espirituales se hacían concretas en algunos hechos
(pensaba, en realidad, solamente en los hechos de la vida política). Los
hechos, pues, eran para su estrambótica filosofía de la historia, ventanitas que
mostraban retazos de la intención de Dios, el carácter último de la realidad,
las fuerzas espirtuales rectoras del cambio. Al estudiarlos todos, por fin,
podríamos, inductivamente, reconstruir su voluntad. No como Hegel, que partía
al revés. Primero tiraba un patacón especulativo propio, y luego trataba de
encajar eso a la realidad factual. El problema con los filósofos no era que
creyeran que la vida humana estuviera condicionada por fuerzas espirituales,
sino sencillamente que ellos usaban un método inadecuado para poner de
manifiesto sus propiedades, sus características, sus lógicas internas de
cambio. Par acceder a las profundidades de lo real el único camino era el del
historiador.
Objetividad como elemento básico para
configurar a la historia como ciencia
El camino para ello era
orientar el estudio a las cosas
singulares, con actitud de máxima apertura, con una mirada bien
antropológica, imparcial y a la vez empática. Llamaba a esto la objetividad.
En ella radicaba, según
su visión, la posibilidad de tener una historia, que además de profunda, fuera
científica.
La historia es
científica, decía Ranke, porque se trata de un conocimiento objetivo. Pero ¿qué
es exactamente lo que se representa Ranke (y el “historicismo”) cuando nos
habla de objetividad? ¿en que consiste ese ‘idealismo objetivo’, que defiende
frente al ‘idealismo filosófico’ de Hegel?.
Hay que escapar, desde
el principio, de las acepciones del término que dominan en nuestros días. La
objetividad que invoca no tiene nada que ver con esa idea anglosajona de la
objetividad científica. Para que una
forma de conocimiento pueda ser caracterizada como objetiva, es preciso, se nos
dice, que exista un conjunto de reglas de interpretación que todos estén
dispuestos a admitir y que permitan derivar proposiciones cuya validez sea
evidente para cualquier observador, con independencia de sus valores o
costumbres. Lo que garantiza la validez, en todo contexto, del conocimiento,
aquí es el procedimiento, el método.
La objetividad de la
cual nos habla Ranke es una cosa enteramente distinta.
Su idea es simple. El
historiador no debe comportarse como una suerte de severo juez, cuya misión sea
evaluar lo que ha sucedido, con el propósito de mantener los equilibrios
sociales de su presente a través de la aplicación de una suerte de castigo
retrospectivo en contra de los culpables, ni extraer de lo sucedido alguna
moraleja que pueda ser aprovechada por los contemporáneos para algún propósito
edificante (o espúreo); tampoco es ofrecernos los materiales que nos ayudarían
a la tarea de construir proyecto de futuro que los hombres de su tiempo o la
subcultura a la cual el historiador pertenece definen como deseable. Su meta es
acercarse a las cosas de una manera tal que permita que estas se nos muestren
tal como han sido, sin más ni menos. Para lograrlo, debe asesinar su
subjetividad; debe purgarse deseos, posturas, demandas. Debe neutralizar sus
gustos, amortiguar sus prejuicios.
Ser ‘objetivos’, es
permitir que la pasado de muestre, a través de nosotros, como si fueramos
verdaderos mediums, sin ninguna
interferencia o menoscabo, sin que ningún elemento de nuestra subjetividad
pueda contaminar la pureza del pasado recuperado. Se trata, como ven, de algo
así como un imperativo ético; no del resultado que pueda garantizar un método.
Es el pasado el que
debe hablarnos; nuestro papel se reduce a prepararnos mentalmente para
permitirle que fluya a través de nosotros, cuidándonos de no poner ningún
escollo que dificulte ese tránsito que siempre revestirá algún grado de dificultad.
El pasado no se explica, como sucede con el saber físico-matemático; se vivencia,
sobre bases puramente intuitivas.
El trabajo hermeneútico
es muy exigente, en el siguiente sentido. Los sucesos son cosas que resultan
visibles a través de los sentidos. Pero la imagen sensorial de cosas que son,
en fondo, simples receptorios del significado, no es algo acabado, que pueda
satisfacer una genuina voluntad cognoscitiva. Lo nexos causales íntimos, lo que
Humbolt –padre intelectual de Ranke– llama su “verdad interior” o a veces su
“forma interior”, nunca pueden ser revelados mediante la observación, la
taxonomía y la inducción: deben ser descubiertos
por el interprete a través del ejercicio de la adivinación, la intuición y la
inferencia.
Pero la intuición,
precisamente, no es el camino alentado por las disciplinas que estudian lo
social para entrar en diálogo con eso.
La “ciencia de los
hechos” de los alemanes, ya vemos, tenía poco que ver con lo que uno puede
suponer, desde acá, desde nuestro Chile.
Un legado recibido de manera parcial
¿Qué nos quedó de esto?
Lo importante, en todo
caso, fue lo de los hechos. Quedarse con ellos, conocerlos con la mayor
honestidad posible, usando las técnicas primarias aportadas por el “método
crítico”.
¿Qué resultados garantiza
esta máxima? La parte idealista de este cuento, terminó pesando bastante poco,
fuera de Alemania. Para el resto del mundo lo que dejó como herencia fue el
interés de basar el trabajo histórico en un ejercicio inductivo, en un trabajo
exclusivo con fuentes primarias, focalizado en las particularidades (un trabajo
intuitivo de sensibilidad y apertura hacia lo otro, hacia lo extraño, hacia lo
distinto). También, y principalísimamente, ejemplos bien concretos de cómo
hacer este trabajo.
El propio Ranke nos
dejó sus notables estudios para que nos formáramos una idea del tipo de
historia que tiene en la cabeza. Esos estudios, sumados a los de sus sucesores,
se transformaron en la fuente de inspiración para las primeras camadas de
historiadores profesionales, de todas partes, por la seriedad del trabajo con
las fuentes, por el estilo riguroso, erudito, del relato. Nadie se tomó muy en
serio, en cambio, el sustrato idealista de esta forma de empirismo. Junto con ejemplos
de buenas prácticas, junto con modelo,
Ranke inventó un tipo especial de pedagogía,
que acaso fue lo que generó más impacto, en todas partes.
La historia, mantuvo,
no puede enseñarse mediante lecciones expositivas. Se necesita ir al
laboratorio, al taller, tal cual lo hacen todos los científicos. Nuestro
taller, en este caso, son los cursos de seminario.
¿Cómo son esos cursos
para investigadores? Ranke nuevamente fue a lo concreto. Lo mejor suyo afloró
en el brillante seminario que impartió por décadas. Un seminario similar a los
que ustedes conocen, en que los alumnos debían presentar los resultados de sus
trabajos en archivos.
¿Algo novedoso? Sin
dudas. Antes de que se formaran estos seminarios, rara vez historiador se
cruzaba con un documento. A partir de entonces los documentos fueron la pieza
fundamental, fueron casi todo para el historiador.
Los seminarios de Ranke
causaron furor dentro y fuera de Alemania. En pocas décadas el modelo alemán de
historia de historia científica se
convirtió en el estandar de la profesión. Miles de estudiantes de distintas
partes del mundo –como el chileno Valentín Letelier– optaron por culminar sus
estudios de historia en las universidades de Göttingen, Heildelberg, Leipzig,
Friburgo o Berlín a fines del siglo XIX. Allí pudieron encontrar, con creces,
lo que sus países de origen no les ofrecían.
Por las razones que
fuera, el caso es que logró estructurarse un cierto consenso en torno a los
postulados de la escuela alemana de ‘historia científica’. En las distintas
universidades comenzaron a abrirse institutos de historia. Apareció dentro de
ellas un tipo distinto de historiador. Ya no se trataba de un dilettante que hablaba del pasado con
toda libertad. Los nuevos historiadores, inspirados en la imagen del maestro,
eran funcionarios asalariados, generalmente del propio estado, que consagraban
su vida a la investigación en archivos (con perfil de eruditos y no de
intelectuales), y al entrenamiento, en seminarios, de nuevas generaciones de
investigadores. Los estudiantes de historia, a su vez, se transformaron en
aspirantes a académicos. Debían estudiar cada uno de los periodos de la
historia universal (debían recibir todos los conocimientos acumulados por las
generaciones anteriores). Luego de eso, debían demostrar que dominaban bien el
método crítico de los alemanes, realizando una tesis final. Luego de eso debían
contribuir a esparcir el mensaje desde nuevos púlpitos universitarios y
escribiendo en revistas especializadas para historiadores.
La historia se había
convertido en ‘paradigma’: un relato que habla de los avatares de los estados,
que nace para legitimar esos estados, cuyos protagonistas son héroes políticos
o militares (los militares son la otra cara de la política, esa que se muestra
cuando los estados entran en conflicto), con un énfasis elitista evidente, una
historia centrada esencialmente en los documentos, que rehuye la filosofía y la
divagación como a la sífilis. Hechos y nada más que hechos, la piedra angular
de la nueva profesión (al final del curso, vamos a proponer una caracterización
un poco más detallada de cada uno de estos elementos o características).
La fórmula alemana de historia científica se
impone, pero no era la única
La fórmula alemana fue
transfomada en el canon de la historia profesional, organizada por los estados,
pero hay que decir un par de cosas sobre eso: el modelo alemán de “historia
científica” no fue el unico ‘modelo’ que se dio en esos años. Nos encontramos
en Inglaterra con la tradición historiográfica de Macaulay y en Francia con la
de Michelet.
Macaulay, por ejemplo,
era un narrador sobresaliente, que escribía con una pluma mas suelta, evitando
esa parquedad objetivista de los alemanes, sobre una gama muy amplia de temas,
entre los que se incluía la cultura y la sociedad. Lo mismo sucedía con Michelet,
en que la política mantenía relaciones estrechas con la economía, lo social y
lo cultural.
Estas tradiciones
historiográficas eran potentes e intelectualmente quizás más estimulantes que
la alemana, pero no lograron imponerse.
Lo que sucedió, de hecho,
es que se fue estructurando un consenso bastante en torno a los postulados de
la escuela alemana de ‘historia científica’: que solo vale la investigación
cimentada en fuentes primarias, idealmente en documentos que nadie ha revisado
antes, que la historia debe analizar la realidad como algo singular, usando
como método la Verstehen (comprensión
intuitiva) y no los procedimientos explicativos de las ciencias exactas, que la
prueba de seriedad científica se satisface cuando el investigador logra ser un juez
imparcial u objetivo, que estudia los hechos sin permitir que su subjetividad
intervenga, que hay que priorizar como tema central de la historia lo que le
pasa al estado (tesis inspirada en el concepto del Volksgeist, que va a aportar la base para el historicismo que vamos
a ver luego).
En las distintas
universidades comenzaron a abrirse institutos de historia. Miles de estudiantes
de distintas partes del mundo –como el chileno Valentín Letelier– optaron por
culminar sus estudios de historia en las universidades de Göttingen,
Heildelberg, Leipzig, Friburgo o Berlín a fines del siglo XIX.
La difusión, a escala
global, del modelo alemán de ‘historia científica’, hizo que surgiera un tipo
distinto de historiador. Ya no se trataba de un dilettante, con intereses culturales amplios y una pluma excelente,
sino de eruditos competentes, financiados generalmente por el estado, que
consagraban su vida a la investigación en archivos, que se esmeraban por
aportarnos un conocimiento detallado de cada hecho importante, más que grandes
interpretaciones filosofantes o políticas alimentadas por el pasado.
El país que siguió más
rápido a los alemanes en la transformación de la disciplina fue, sin duda,
Francia. Sólo 8 años después de la creación de la historia como un campo
autónomo en la universidad de Berlín (en 1810), la historia se convirtió en una
asignatura independiente, definida como obligatoria en los currículos, en la
universidad de la Sorbona. En España, la reforma de 1845 posibilitó que algunas
universidades crearan cátedras de historia en las escuelas de derecho. Los
ingleses comenzaron con la profesionalización al mismo tiempo que los
españoles. En 1850 la universidad de Oxford abrió su primera cátedra de
historia. En el resto Europa y Estados Unidos lo mismo sucedió entre 1850 y
fines del siglo XX, aproximadamente.
En Chile, y otros
países del tercer mundo, que se afirmaron como naciones más tarde, el proceso
de difusión del modelo alemán, como pauta básica para el inicio de la
profesionalización, se dio con rezago, pero se dio igual, siguiendo esta misma
dirección: la profesión histórica se asentó en las universidades bien entrado
el siglo XX, más o menos al mismo ritmo en que avanzaba el proceso de
descolonización.
Al mismo tiempo que se
abrían cátedras de historia en las universidades, las academias europeas
reglamentaban las normas de citación de los trabajos y se creaban los primeros
archivos públicos de documentación, destinados a proporcionar a los jóvenes
prácticantes la materia prima para sus monografías. P. ej., el Public Record Office de Gran Bretaña, abierto en
1838, el Archivo Histórico Nacional de España, abierto en 1866 o el Archivo
Nacional de Chile, creado en 1925. Junto con ello, se iniciaba la publicación
de importantes colecciones de fuentes documentales (en 1819 se inició la
publicación de los célebres Monumenta
Germaniae Historica, una recopilación de fuentes alemanas del medioevo, en
1830 se comenzaban a publicar, bajo la guía de Francois Guizot, la Collections des documents inédits sur l’histoire
de France). Chile, un poco detrás, en 1861, con una recopilación de
documentos históricos y cronistas del período colonial titulada Colección de historiadores y de documentos
relativos a la Historia Nacional.
La publicación de
fuentes para la investigación fue seguida, predeciblemente, por la aparición de
revistas especializadas en historia, que permitían a los nuevos profesionales
colocar los frutos de su trabajo, todas seguidoras de esa idea expresada por
Monod en el primer número de la Revue Historique,
de incorporar solamente trabajos que se sustentaran en fuentes primarias no
exploradas, trabajos originales, no divagaciones amplias sobre el pasado o
interpretaciones de cualquier clase: Historische
Zeitschrift (1859), Revue Historique
(1876), Boletín de la Real Academia
Española de Historia (1877), English
Historical Review (1886), Rivista
Storica Italiana (1884) y la American
Historical Review (1895).
Hacia fines del siglo
XIX, como era predecible, aparecieron los manuales de instrucción, que enseñaban
a los aprendices como realizar el trabajo de investigación: libros de textos,
como los de Ernst Bernheim, C.V. Langlois y Charles Seignobos y finalmente el
famoso manual de Droysen, que se encargaron de uniformar los procedimientos
investigativos y de fijar todos los consensos mínimos que necesitaba esta
subcultura profesional para que pudiera madurar el primer paradigma de historia
científica que conocimos.
Razones del éxito de la fórmula alemana
A todos les sorprendió
el rigor que evidenciaban los alemanes, con su trabajo. Es cierto que los
frenceses, los italianos o los inglese habían desarrollado una rica
historiografía, basada en fuentes primarias, pero nadie había llegado tan alto
en el esfuerzo de transformar el trabajo erudito en una profesión sometida a
los más altos estándares de exigencia.
Fue el temple
profesional de este trabajo el que impresionó a todos.
Pero hay también
razones de fondo que conviene analizar.
¿Por qué motivos los
sistemas educativos de los distintos países se vieron seducidos por la receta
alemana, que estaba tan enraizada en las características de esa cultura, que
debía tanto a los procesos políticos que se estaban dando en ese lugar?
Esto tiene que ver con
una razon bastante acotada y otra más general.
La fórmula alemana
tenía gran atractivo, por si misma, porque aportaba a los humanistas un modelo
disciplinar tan riguroso como el de las ciencias exactas, apartado del
humanismo blando y poco exigente que era la norma en la época. En estas
universidades quienes querían iniciar un trabajo serio y sistemático con la
historia pudieron encontrar, con creces, lo que sus países de origen no les
ofrecían. Las universidades alemanas eran centros de excelencia, con un sello
netamente profesional, que tenían un carácter diametralmente distinto al de las
universidades señoriales tradicionales: como ha subrayado muy bien Novick, las
universidades alemanas, a diferencia de otros centros académicos en Europa o
América, no se sentían comprometidas con la tarea de formar sujetos adaptados a
las exigencias morales y culturales del lugar; no querían formar católicos o
buenas personas o grandes dirigentes; ellas se habían fijado un ideal mucho más
modesto, que afincaba bien con el espíritu positivo de los tiempos de la razón:
en lugar de fijarse la tarea de formar ‘personas’, se plantearon la exigencia
mucho más acotada de preparar ‘investigadores’; la búsqueda de un saber
riguroso, racional, era su única meta; la búsqueda de la excelencia académica,
en términos generalmente empíricos, más que teóricos, era su mandato.
Eran, además,
notoriamente más baratas que cualquier universidad de cierto nivel en Europa,
lo que no es poco decir, y ofrecían, a cambio de un sacrificio pecuniario
razonable, muchísimo más que éstas: especialistas en todos los campos
–numismática, paleografía, epigrafía...– y, en la cima del sistema, la figura
magnifica y seductora del severo y autoexigente herr professor, en lugar de los seres poco significativos que
poblaban las academias tradicionales.
Pero la razón de fondo
por la cual esta receta tan peculiar de ‘historia científica’ (que en muchos
aspectos es tan poco científica) no fue contextual o intelectual, sino
fundamentalmente política.
La difusión del modelo,
que describimos recién, comenzó a materializarse en primer lugar en propio
mundo alemán, en esos cerca de 300 principados que Napoleón había logrado
reducir a poco más de 40, que estaban viviendo un proceso embrionario y duro de
unificación.
Ranke tuvo muchísimos
continuadores. El más conocido de ellos fue el jurista y latinista Theodore
Mommsen, a través de su Historia romana,
publicada entre 1854 y 1856, que se hizo famosa porque exponía todos los hechos
relevantes desde la fundación de la República, hasta el asesinato de César,
pero sin utilizar las mismas fuentes recicladas empleadas por todos, sino pura
fuente primeria, haciendo gala del enorme beneficio que podía obtenerse al
emplear las herramientas que aportaba el método crítico. Luego dedico muchos
años a la compilación de fuentes primarias.
Todos ellos hablaban,
como Mommsen, de la historia como una disciplina cuyo propósito final era
lograr “el conocimiento distintivo de lo
que realmente sucedió”, a través del” descubrimiento y examen de los
testimonios disponibles”. Pero todas ellas interpretavanlo que “realmente
sucedió” desde dentro de la lógica políticamente conservadora de los prusianos,
que estaban empecinados en terminar con la fragmentación del pueblo alemán, en
un sinfín de pequeños reinos y estados, dando impulso a un proceso de
unificación que debía ser conducido por Prusia. ¿Cuál era el motivo del interés
que tenía Mommsen en Roma?. Sencillo: Roma era un pequeño estado de la
península itálica, que había dominado a los otros estados, había logrado la
unificación allí, y luego había dado forma a un gran proyecto imperial….
La conexión de historia
y política se hizo explicita en historiadores mucho menos sutiles que Ranke,
como Heinrich von Tretschke, heredero de su cátedra, que declaraba en su
clásica Historia alemana en el siglo XIX
(1789), que la imparcialidad era un valor que debía observar todo investigador,
pero que eso no debía hacernos pasar por alto que el historiador tenía que
cumplir una misión para con su patria, que debía ayudar, con su trabajo, a
exhitar en los ciudadanos el patriotismo, a ayudar de esa manera a que el
estado alemán se afianzara y engrandeciera, que pudiera imponerse a sus
enemigos. Por ese motivo se animaba declarar con mucho entusiasmo,
escandalizando a sus pares: “Soy mil veces más un patriota que un profesor”.
Ya vemos la razón de
todo esto: la escuela histórica alemana de historia científica prevaleció en la
propia alemania, eclipsando proyectos como el de Lamprecht, porque era un
proyecto afín a la necesidad más urgente del momento: estimular los
sentimientos nacionalistas, proporcionar a los alemanes, empecinados en su
unificación, un discurso unitario que los hiciera sentirse parte de un mismo
proyecto político.
Lo que les pasó a ellos
les pasó a los demás pueblos, incluidos los chilenos, por los mismos motivos:
la curiosa fórmula de imparcialidad alemana, le sirvió a los patriotas de todas
partes, para dar asidero a sus proyectos independentisas o de unificación.
Entre 1870 y 1930 la
historia se convirtió en una disciplina con una identidad propia. Independiente,
llevada adelante por profesionales de jornada completa, asalariados de las
universidades, y ya no por esos dilettantes que escribían para dejarles
enseñanzas buenas a los niños de la elite. Estos profesionales recién salidos
del horno universitario trabajaron con máximo celo, siguiendo lo esencial de la
herencia rankeana: la dedicación de su estudio a un solo gran tema, el
nacimiento y evolución de los estados-nacionales.
Esto resulta plenamente
explicable. Los estados-nacionales son el gran invento de los siglos XIX y XX.
La eclosión de los primeros estados-nacionales fue un parto arduo, que tuvieron
que soportar las sociedades europeas del siglo XIX. Con costos enormes. La
pandemia nacionalista, sabemos, provocó un espiral de guerras que se fueron escalando,
hasta llegar a esa inmolación colectiva sin nombre de la doble guerra, que sacó
a los europeos del centro de la historia mundial. Luego de la Segunda Guerra
Mundial, esta fuerza que devastó Europa se ensaño sobre el resto del planeta.
Los imperios coloniales se desmoronaron y, sobre sus cenizas, se levantaron
precarios estados tercermundistas que intentaban seguir el mismo camino
recorrido por los pueblos europeos muy a fines del siglo XIX.
Parecía no haber tema
más acuciante, grave y relevante sobre el que escribir que sobre éste: la
manera como el nacionalismo liberal, de los burgueses europeos, iba
encarnándose en todos los rincones del planeta, socavando las formas históricas
de administrar el poder, vaciando de contenidos previos a las sociedades y
culturas, y dejando sembrados todos esos conflictos sin solución que ha vivido
el tercer mundo (hambre, guerra, revolución, dictaduras militares, caos,
estallido multiplicado de viejas rivalidades étnicas).
La historia naciente,
que nos propusieron los alemanes, no hablaba de otra cosa que de este difícil
parto. En particular, el propio, el alemán. Estudiaban, junto con ello, el
contexto de política mundial y regional en que estas creaciones recientes (a
veces, totalmente insólitas) tenían que desenvolverse: las relaciones
diplomáticas entre estos nuevos actores del orden internacional, sus crisis, el
surgimiento de instancias supranacionales de cualquier tipo....
La historia fue un
elemento de apoyo fundamental en la tarea urgente de dar asidero a estas creaciones
contemporáneas. Fue nacional y nacionalista, dejando muy en clara su función
ideológica: colaborar en la tarea de transformar a las personas en ciudadanos
responsables, disciplinados en el trabajo, respetuosos de las instituciones,
con el amor suficiente por su país para que se pudiera contar con los soldados
que necesitaba la afirmación de fronteras, donde antes no las había existido
nunca. Todo lo otro (todo lo que no fuera directamente la trayectoria política
de los estados) quedó fuera del ámbito de interés de estas historias alemanas,
y luego de las otras, que se conformaron a imagen y semejanza de este modelo
inicial (incluida la chilena).
Eso se notó desde el
principio. Historia y Estado fueron sinónimos. El estado creó la historia. La
historia le correspondió ayudando a crear al estado, a perpetuarlo,
inventándole sus tradiciones. En el vértice de estas intersecciones quedó todo
lo relacionado con el patrimonio. Fue el estado, también, el que hizo nacer la
cultura del patrimonio. Pero no tanto del patrimonio de la humanidad: el
patrimonio de cada nación.
Fueron los estados que
estaban financiando las cátedras de historia los que organizaron la cultura del
patrimonio. Nacional, por cierto. Los viejos documentos comenzaron a ser
organizados y clasificados. Pero siempre en fondos nacionales. Nacieron los
modernos archivos y bibliotecas nacionales, bajo la tutela de los propios
estados. En esos depósitos del patrimonio, en instituciones públicas encargadas
de administrar la memoria (como el registro civil, el conservador de comercio),
se dio acceso a un público abierto a fondos que uno podía consultar a través de
índices organizados. Aparecieron colecciones documentales que resumían lo mejor
que esos archivos podían ofrecernos. Era previsible que se incluyera, en una
posición predominante, casi única, a la documentación política, esto es, la
documentación originada dentro del propio estado (que sustentaba la cultura del
patrimonio): la estrella de esos archivos eran siempre los documentos que nos informaban
de lo que pasaba a estos protagonistas, los estados.
Fue lo que necesitaba
ese mundo europeo, que estaba preparándose para la colición formidable en que
se enfrento su gran invento –los estados nacionales– en un doble acto de
inmolación suicida, sobre el que quiero hablarles.
¿Otros temas
importantes para las cuatro o cinco generaciones que organizaron el discurso
formal de la historia? Estaban los ripios dejados por el capitalismo, en su
paso arrasador, provocando nuevas formas de miseria y depredación, erosión de
los principios en que se cimentaban la cultura europea. Pero nada de eso se
veía muy nítido en un siglo de gran optimismo, en que los europeos,
justificadamente, se sentían el centro del universo, en que sus estados
ascendentes se sentían inspirados, además, por un doble afán, misional e
imperial: querían que el mundo entero fuera rescatado de la barbarie,
transformándose en civilizados, esto es, en algo similar a ellos, que todos se
organizaran política, económica, social y hasta moralmente como ellos; querían,
además, cada país europeo singular, por si mismo, ser la cabeza de ese futuro
imperio mundial-occidental, imponiéndose a los otros competidores, obligándolos
a adorarlos haciendo suya su historia particular.
Se entiende que lo social
y lo cultural haya tenido un perfil tan bajo. Solo vamos a salir de eso cuando
el barómetro de los intereses, empujado por los grandes procesos mismos vividos
por los europeos y por el mundo, transforme lo económico y lo social en los
problemas más acuciantes, en un contexto de mucho menos optimismo, en el mundo
bipolar que advino durante la llamada Guerra Fría.
¿Hay algo extraño en
que los fundadores de la profesión, en todas partes hayan concedido tanta
importancia a lo político, y tan poco a lo social? Analicemos el contexto de la
época y descubriremos que no hay nada extraño en esto: la historia tiene
siempre que servir a las sociedades abordando los problemas que a ellas le
interesan o la agobian.
La fórmula alemana,
hemos visto, no fue la única que conocimos, en el siglo XIX, pero fue la que
terminó imponiéndose, en todas partes. Pero hay que agregar que aunque su éxito
fue total, en este sentido, no fue completo, porque la receta que se propagó
excluyó un elemento importante (una parte del trasfondo idealista de la
fórmula) y agregó algo que esa fórmula no incluía. Llamamos a eso, en forma
incorrecta, “positivismo”.
Hablemos de eso.
Las nuevas cátedras de
historia incorporaron las técnicas de investigación histórica, mandaron a sus
mejores profesores a realizar estudios especializados en Berlín, pero fueron
mucho menos entusiastas a la hora de asimilar las asunciones historicistas
(sobre las que voy a hablar un poquito después).
Estas premisas
alemanas, que nos hablaban en el exótico lenguaje de la filosofía idealista,
fueron reformuladas en todas partes, siguiendo algunos de los lineamientos del
positivismo, que debemos a los franceses que precedieron a Bloch y Febvre.
Es importante decir que
cuando hablamos de positivismo, no estamos hablando de una punto de vista
teórico, articulado y preciso, sino más bien de lo que yo llamaría el ‘espiritu
de una época’ de gran optimismo. Si se hubiese incorporado en serio a la
historia la “sociología” de Compte, la disciplina se habría convertido, en
serio, en una ciencia social dedicada a estudiar el cambio histórico (cosa que
solo vino a suceder, realmente, a partir de 1945, en otro contexto y bajo el
imperio de un paradigma distinto al del positivismo del siglo XIX).
Lo que hubo, más bien,
fue la incorporación a la cazuela alemana de un par de ingredientes franceses,
tomados de las páginas iniciales del recetario positivista.
Compte quería, vamos a
ver más adelante, que le pasara a las humanidades, en el siglo XIX, lo que le
había pasado a las ciencias naturales en el siglo anterior: que se descubriera
las leyes universales que hacían funcionar a las sociedades, tal cual se había
descubierto las leyes que gobernaban el universo o cualquier dimensión del
mundo material. Para penetrar los mecanismos de lo humano, posibilitando la
construcción de una gran teoría de lo social, que englobara a todas las
humanidades (la sociología), proponía realizar un estudio más sistemático de
los hechos objetivos o positivos. Pero ese estudio de los hechos positivos no
era el punto de término del trabajo científico. En su sociología se trataba
solamente del primer paso. Los adaptadores de la receta alemana tomaron este
primer paso, en el fondo, como su último paso, dejando fuera del ámbito de la
historia todo lo que podía ser interesante para un tratamiento de la historia
como una plena ciencia social. El resultado concreto de este énfasis fue una
exaltación de la importancia del hecho, como piedra pivotal del trabajo
histórico.
La historia,
propusieron los franceses, se dedica a estudiar
hechos individuales, esencialmente políticos, destacando su singularidad. Y
lo debe hacer estableciendo su verdad mediante el trabajo directo en los
archivos. Esa es la base del reconocimiento de la condición de ‘científico’ de
nuestro conocimiento: búsqueda de fuentes es propuesta como el elemento
esencial (se ha dicho, con razón, que esta historia fundamentaba su condición
de ciencia en la apertura de nuevas fuentes, mucho más que en cuestiones de
método; la ‘historia científica’ pasó a ser sinónimo de investigación original,
esto es, sustentada en fuentes que ningún investigador anterior había
explorado).
Esta vocación de
establecer la verdad de una prueba, sobre bases indesmentibles, no tiene nada
que ver con el la intención de descifrar el mandato de Dios, la concresión del
Espíritu universal, que eran lo que intentaban los alemanes, con su empirismo
anti-hegeliano. Lo que entendieron todo aquellos que se dejaban guiar el por el
espíritu positivo de la una epoca de gran progreso, es que la tarea del
profesional debía acotarse a reconstruir con rigor los hechos, y nada más. Este
“nada más” es muy distinto a aquel interés por establecer las cosas tal cual
han sido, de Ranke. Nos olvidamos de Dios, de las esencias. Solo hay hechos positivos, que tienen que ser
asentados haciendo un examen crítico de la evidencia, siguiendo estrictamente
lo que prescribe el método sistematizado por los alemanes, siempre sujetos a la
lógica ideográfica defendida por ellos: de manera inductiva, partiendo siempre
por lo particular. ¿Y lo general? Primero lo primero. Y lo primero, está dicho,
es catalogar los archivos, sumar toda la erudición posible, sobre un tema. Lo
que Gabriel Monod (fundador de la Revue
Historique), o los famosísimos Langlois y Seignobos llamaban el ‘análisis’.
Cada documento debe ser sometido a una crítica interna y externa, que permita
refinar o purificar el hecho. A partir de esos materiales, acumulados por
docenas y hasta centenas de investigadores escrupulosos, se podrá establecer
bases de información y conocimientos satisfactorias, dentro de cada área
temática. Luego de que concluya el trabajo de pala y picota de una o dos
generaciones de investigadores, y ya se sepa todo lo que puede saberse de un
pasaje importante del pasado, llegará el momento de la ‘síntesis’, en que podrá
avanzarse a la elaboración de conocimientos más generales, que nos muestren el
estado de arte, un resumen comprensivo, tan agudo como sea posible, que haga
sentido del fenómeno, el periodo. En esa etapa el escritor, por cierto, puede
construir un conocimiento más general, que abarque a la totalidad de un
periodo, un país completo, una civilización, que es pertinente porque ha sido
derivado de un examen muy concienzudo de todos los hechos conocidos. ¿Similar
al de los filósofos o los científicos de área de las ciencias naturales? La
verdad, es que no. Las generalizaciones de los historiadores no serán, por
cierto, elucubraciones filosóficas tan esotéricas como las que los alemanes
tenían en mente, cuando trataban de fundar una ciencia de lo concreto, opuesta
a aquella ciencia de lo abstracto, que iba la siga de ‘esencias’, que trabaja
de discernir, a partir de este estudio de las huellas que iba dejando el
Espíritu, la lógica de un gran plan. Pero tampoco se trata, con propiedad, de
leyes universales como las que interesan a los científicos, que subrayan
siempre los elementos típicos y repetitivos, por sobre los principios
particulares, que especifican la individualidad y singularidad de los hechos
históricos. Esto, desde luego, por la lógica idiográfica de la disciplina (su
interés por lo particular, incluso cuando procura abarcar las cosas más
generales). Se trata, más bien, de dar vida a visiones de conjunto, lo más
integradoras posibles, que nos muestren, por cierto, como fueron las cosas
realmente.
En esto consiste la
ciencia positiva, tal cual la debe entender el historiador: avanzar siempre de
lo particular a lo general, de los detalles al conjunto, pero ese ‘conjunto’ no
es una ley, sino más bien un resumen, una versión que integra en un solo relato
todo el conocimiento efectivamente reunido en el momento. El protagonista de
estos progresos paulatinos, y colectivos, no es ya un ‘autor’, no es ya una
mente lúcida que nos aporta grandes interpretaciones, sino un ‘obrero de la
ciencia’, que establece hechos recurriendo a estudios muy especializados,
sumándose a un trabajo gregario mucho más amplio. Miles de ellos que nos
aportan sus monografías. Gracias a la cooperación de los especialistas pueden
elaborarse las obras integradoras, aludidas recién (capaces de establecer
generalizaciones válidas), que expongan los mejores logros percibidos por una o
dos generaciones de estudiosos. El modelo de estas obras está claro: la
famosísima Histoire Générale de Ernest Lavisse, en varios volúmenes, que resume
lo que podríamos llamar el ‘estado del arte’ en el conocimiento sobre Francia,
publicada entre 1893 y 1901 o la igualmente famosa Cambridge Modern History,
publicada poco despues de la muerte de su director, Lord Acton (en 1902), uno
de los pocos ingleses que había recibido una educación alemana.
Ustedes pueden las
ideas de Acton, en el capítulo que leyeron de la bella obra de E. H. Carr,
dedicado al tema de los hechos. La historia era vista por él como una “ciencia
progresiva”, mandatada para “incrementar el conocimiento exacto”, mediante el
estudio concienzudo de la experiencia, tal cual se refleja en los documentos.
Ese estudio acucioso de toda la información disponible, confiaba, permitiría postular
una descripción de un Waterloo (o de la Guerra del Pacífico, en nuestro caso)
que fuera plenamente satisfactoria tanto para un francés, un holandés, como
para un inglés.
Su Cambridge Modern History intentaba ofrecer eso. Había sido escrita
para coronar el trabajo científico de centenares de investigadores que habían
sido capaces de ofrecer versiones admisibles por cualquiera de muchos Waterloo.
Esto es, de los principales acontecimientos de la vida moderna. No se trataba de un esfuerzo nacional.
En esta colección habían intervenido los mejores investigadores de distintos
países, aportando balances sectoriales que no iban con firma, para señalar
mejor el carácter colectivo de esta empresa de la ciencia. Lo mejor que nos
había dejado la historiografía del siglo XIX estaba allí. ¿Se trataba de la
versión última o definitiva de esos sucesos? ¿eran estas obras una última
palabra? Acton sabía que faltaba bastante para que todos y cada uno de los
hechos significativos de la historia moderna pudieran ser establecidos, sobre
bases indesmentibles, pero estaba confiado en que los enormes avances
alcanzados permitían alcanzar ese resultado no mucho más adelante. Todos los
archivos habrían sido revisados, todos hechos estarían aclarados, tanto como
fuera posible, todos los problemas habrían sido bien planteados y se les habría
dado una solución cuerda. Habríamos obtenido, como resultado, un corpus de
conocimiento inobjetable de la época que fuera el caso, tan sólido como el que
acumalaba la ciencia exacta en otros dominios.
Luego de la aparición
de estas ‘obras-modelo’ que reflejan tan bien el espíritu positivo de esta
época que confía tanto en el progreso indefinido, que da por sentado que el
hombre alcanzará, con la colaboración de la razón científica, un pleno dominio
sobre todas las dimensiones de lo humano, incluida la del estudio de la
historicidad, los otros sistemas nacionales tuvieron un espejo capaz de ofrecer
una imagen completa de todo: cómo debía dictarse las clases, cómo debía
organizarse los archivos, las bibliotecas, qué debía investigarse, cómo
escribir acerca de ella, como socializar los frutos de este trabajo
colaborativo. En todas partes brotaron imitadores de Acton, que comenzaron por
ofrecer síntesis que bosquejan la historia de un país. Algunas de ellas,
nacidas de una sola pluma. En Chile, por ejemplo, tenemos la historia notable
de Diego Barros Arana. En el curso del siglo XX esta intención tuvo otras
caras. Aparecieron historias colectivas de latinoamérica o de Asia, de la
economía o de la vida cotidiana, producidas por los mejores especialistas,
aportando capítulos solventes, en sus respectivas áreas de competencia.
El conocimiento
histórico, seguro, verdadero, parecía al alcance de la mano del europeo. En
realidad, todo parecía a su alcance….
Hay que tener en cuenta
el contexto que rodea al historiador profesional para entender la fe que
prodiga en su trabajo y en su mundo.
Cuando amanecía el
siglo había una situación muy clara en el mundo, por lo menos desde la
perspectiva occidental (recordemos, la historia siempre se cuenta desde una
perspectiva, casi siempre la de las sociedades dominantes, aquellas que llevan
la voz cantante en cada periodo histórico). Se veía progreso por todas partes,
y dentrás del progreso, siempre el mismo actor: el europeo, seguido a bastante
distancia por su primo el norteamericano.
No había nadie que
discutiera la primacía de Europa. Los europeos estaban viviendo el mejor
periodo de su larga historia de éxitos, entre 1880 y mediados de la década de
1910, reflejada en el vigor sin precedentes que mostraba la economía, en el
pulso de la demografía, en su predominio incostestado mantenido en todo el
mundo. Era la era dorada del “capitalismo liberal”. Una época cuyo denominador
común fue el progreso espectacular que se da en distintos planos. Progresos sin
par. Junto con ellos enormes cambios en la manera de vivir. El capitalismo
liberal, el modelo del europeo en su fase más explosiva, tenía una serie de
características. Etapa de progresos sin par. Etapa también de cambios infinitos.
La confluencia virtuosa
que se produce entre el desarrollo económico, el vigor político, con el salto
que se produce (por cierto simultáneo) en el plano de las ideas, puede ser el fenómeno más notable de
esta época virtuosa: la inteligencia organizada del hombre, transformada en
factor principal de la modernización y el desarrollo...
La ciencia y la
tecnología registraban un desarrollo completamente sin precedentes. Se
formulaba la teoría de los cuantos (1900), poco después aparecía la teoría de
la relatividad (1905), Mendel fundaba la genética moderna (1906) y Niels Bohr
sentaba las bases para el estudio de los átomos (1913), Bertrand Russell
asentaba los cimientos para la filosofía analítica, Freud asaltaba el
racionalismo descubriendo el psicoanálisis. Los artistas hacían trizas el arte
figurativo y el referencialismo, alentando movimientos de vanguardia como el
cubismo (1910-20) o más tarde, con el expresionaimos abstracto. Al lado de
ellos se producía una cantidad desbordante de desarrollos en el plano de las
ideas, con manifestaciones en cada uno de los ámbitos de la creación humana
–una etapa tan fertil como aquella en que había germinado el nódulo del
pensaiento griego–. Junto a estos progresos en ciencia dura, cuyos efectos
tangibles sólo se van a vivir varias décadas después, se desarrollaba el motor
de combustión interna, la aeronáutica,
se desplegaban por todos los rincones del mundo las vías férreas,
telégrafos o líneas de vapores de los ingleses, reduciendo de manera importante
las porciones del planeta que antes se mantenían desconectadas. La tecnología
no se quedaba en la industria o en las comunicaciones. Comenzaba a cambiar
drásticamente la calidad de vida de las personas. La ciencia médica, de
principios del siglo XX, la educación, las políticas públicas en general,
registraban avances avances suficientes como para que cualquier persona más o
menos instruida pudiera confiar en que era posible, acaso inminente, el que
pudieramos librarnos, en un horizonte próximo, de los más grandes motivos de
sufrimiento que había conocido el hombre: pobreza, enfermedades, hambre,
guerra.
Nunca se había tenido
más, nunca se había estado mejor: más modernidad en cualquier plano, mejor
salud, más riqueza, más cosas que hacer con el tiempo de ocio.
Estos dones,
explicablente, se reflejaron en la actitud dominante de la época, que recibió
el nombre genérico de un punto de vista filosófico, que se hiperventiló esos
años: el positivismo, la ideología más clara de la autocomplacencia de quien se
siente muy seguro de su importancia, de quien confía que todo va a estar cada
vez mejor.
El positivismo es una
filosofía social propuesta por Compte, el pensador que quiso fundir a las
humanidades en una sola ciencia de lo social, la sociología. Compte estaba
imbuido de la visión mecanicista de Newton. Pensaba que las sociedades eran
mecanismos muy ordenados, regidos por leyes equivalentes a las de la física,
que debían ser estudiadas en forma científica, no por historiadores o
literatos, sino por verdaderos científicos. Ese estudio nos mostraría
rebelaría, nos decía, la evidencia clara de la inevitabilidad del progreso. El
progreso resultaría, al final, de la ciencia misma: la sociología, que fundiría
todas las ciencias de lo humano en un solo cuerpo coherente nos mostraría que
las sociedades son cosas razonables, que se puede conocer con toda precisión y
también dirigir con la misma fineza y exactitud que se usa para levantar
puentes o elevar aviones. Todo bajo la lógica de la matemática más perfecta.
Los datos de la
política alentaban, de manera cierta, estas perspectivas optimistas.
El poderío europeo (y
norteamericano), que estaba actuando como el motor del progreso en esos años,
no paraba en la economía y la cultura. Tenía, también, expresiones muy visibles
en el terreno militar y de la política exterior. En esta edad dorada del
europeo, todo el mundo estaba siendo penetrado por las ideas, los intereses y
el modelo de los europeos. En algunos casos esta penetración se vivía solo como
influencia. Influencia plasmada en realidades muy concretas: las zonas más
cercanas geográfica o culturalmente al epicentro de la modernidad (Europa) las
cosas comenzaron a cambiar, un poco por efecto de demostración. Las comunidades
agrícolas de los confines del hemisferio norte, que eran gobernadas
jerárquicamente, con fórmulas ancestrales, con economías autosuficientes,
encerradas al contacto con el resto del mundo, con una estructura social dura
como un glacial, todo ello supervigilado por un poder eclesiástico, comenzaban
a vivir apurados cambios a medida que se dejaba sentir el influjo poderoso del
modelo reseñado más atras.
Lo que se vivía como
una influencia indirecta en la periferia de europa llegó de una manera mucho
más directa y bruta en las zonas más alejadas del epicentro. El continente
africano, el subcontinente indio y una parte significativa de asia y algunos
rincones de latinoamérica habían sido recientemente anexadas, sin el menor
pudor, por las potencias colonialistas europeas.
Hay que tener en cuenta
que la creación de los imperios coloniales fue obra de una sola generación de
europeos, que hizo lo suyo entre fines del siglo XIX y la Primera Guerra
Mundial.
Entre 1800 y 1880 los
imperios coloniales de los europeos se anexaron un total de 17 millones de km2.
En las cortas tres décadas que corren entre 1880 y 1910, los europeos se
apropiaron de más tierras de las que habían reunido en un siglo: sumaron cerca
de 20 millones de km2, lo que los hizo dueños de un 85% de la superficie
terrestre de todo el planeta.
Es cierto que antes
había imperios. Pero estas realidades políticas no eran comparables a las
complejas organizaciones internacionales que se constituyeron cuando Europa se
convirtió en el corazón del mundo, como principal generadora del comercio y las
finanzas, en el momento en que el capitalismo vivía una etapa feroz de
mundialización.
Es que los imperios
coloniales eran, ante todo, una excusa o un recurso para una política de
carácter económico, que se cimentaba en un supuesto principal, expuesto muy
claramente John A. Hobson, el más
conocido teórico del imperialismo.
El europeo había
mostrado, hasta entonces, un interés limitado por tomar control directo sobre
zonas pobres y distantes, sobre pueblos muy distintos y atrasados. Hobson
razonaba que esto era un error. El aumento del dominio territorial, hacia las
zonas distantes, donde vivían pueblos atrasados, era no sólo conveniente, sino
completamente indispensable, para los países europeos. ¿Qué beneficios se
esperaban?. El principal, con una lectura muy contemporánea si uno analiza las
guerras de Estados Unidos en el medio oriente, es asegurarse el control de
materias primas claves para el desarrollo del comercio (impedir, a la vez, que
otra nación europea controle esas fuentes de riqueza), para garantizar, a su
vez, que las industrias nacionales contarían con los insumos que necesitaban
para mantener su expansión. Estaba garantizado que el control de un circuito de
comercio colonial, produciría riquezas enormes al país europeo que pusiera
primero sus garras allí: en el control de este comercio, se postulaba, estaba
la base para la futura riqueza y desarrollo en el mundo del siglo XX.
El éxito de los
europeos, podemos decir, fue de la mano con los progresos que evidencia la
historiografía decimonónica, que es uno de los principales subproductos de este
tiempo lleno de modernidades y avances, en todos los terrenos: se entiende
porque este discurso bendecía esos avances, los explicaba, les daba sentido,
actuando, al final, como factor aglutinante para las masas (al estudiar
historia todos aprendían las razones porque a los occidentales debía irles tan
bien, por qué era justificado su predominio en el mundo).
Puede hablarse del
triunfo de la historia como ciencia,
aunque los investigadores busquen siempre estudiar aspectos muy fragmentarios
de la realidad, mirando siempre a los elementos singulares: porque la historia
tiene un método, se basa en una división del trabajo (a veces internacional),
gracias a lo cual puede conocerse hechos verdaderos, debidamente verificables,
que están ensanchando de manera poderosa nuestro conocimiento del pasado.
Pero ¿qué tan
científica es esta ‘ciencia histórica’ de los historicistas o los positivistas
del siglo XIX, que se esmera por estudiar al máximo todos los detalles que
configuran la verdad de cada hecho singular?
La conclusión es clara:
esta versión nuestra de ‘historia científica’, que se asienta como paradigma
único hasta mediados del siglo XX, tenía poco o nada que ver con lo que uno
puede entender como ciencia, en casi cualquier aspecto.
La verdad es que lo que
nosotros definimos como nuestro paradigma iba completamente a contrapelo de lo
que estaba pasando con todas las otras disciplinas humanistas, que habían
iniciado su proceso de profesionalización imitando a la física, que había sido
la primera disciplina en abrazar en serio los propósitos generalizadores de la
ciencia.
La matriz alemana nos
llevó para un lado completamente distinto. Por eso los mismos alemanes, con
razones, preferían hablar de la historia como “ciencia autónoma” o “ciencia de
lo singular”.
Va a ser ese sello de
singularidad, tan impregnado del espíritu historicista originario, lo que los
‘nuevos historiadores’ van a intentar borrar en la segunda mitad del siglo XX.
En la primera mitad del
siglo XX esta forma de hacer historia (y su teoría) comenzó a ser duramente
criticada. La historia del siglo XIX se interesaba solamente en los hechos
políticos, que involucraban a los estados. Su protagonista exclusivo eran los
‘grandes hombres’. Amplias áreas de la existencia y del quehacer humano
quedaron, en virtud de estas prelaciones, fuera de los márgenes de la historia:
la economía, la cultura, las masas, las mujeres...... No se trataba de
cualquier cosa, sino precisamente de las fuerzas matrices que conducían los
cambios, los grandes problemas, cambios o procesos que estaban dando el tono al
siglo XX, un siglo que vivió un salto formidable en su capacidad productiva,
debido a la mundialización total del capitalismo, grandes tensiones sociales
asociadas a profundas transformaciones en la constitución del mundo, una
explosión demográfica fuera de todo parangón. El problema con la historia tradicional
es que dejaba fuera de sus márgenes todo esto, es que su discurso no había
nacido para abarcar todos estos procesos mayúsculos que comprometían el actuar
de masas, sino las minúsculas peripecias de unos pocos notables, que ejercían
cargos de mando…
Un grupo de
historiadores franceses, que formaron la escuela de los Annales, de “New
Historians” norteamericanos, y de historiadores marxistas, dieron la batalla
por ampliar la mirada de la historia y por subvertir los principios de la
teoría elitista en que ella se inspiraba.
Se fue produciendo una
paulatina transferencia del eje temático de la disciplina desde lo político a
lo social que fue permitiendo que
floreciera una historiografía de vanguardia, mucho más rica y sofisticada, que
se potenció con un contexto de teoría que supo aprovechar los fundamentos que
aportaban las distintas ciencias sociales –geografía humana, psicología social,
economía y, principalmente, sociología–, y más tarde, por las iluminaciones que
permitía la apertura de los lentes teóricos del historiador, por efecto de la
incorporación del marxismo y el estructuralismo, como activos de nuestro hacer.
Se conoció a este
proyecto de renovación como la ‘nueva historia’.
¿Qué tan importante
fue, en las primeras décadas del siglo XX, la nueva historia? ¿Quien se tomaba
en serio la crítica de los enemigos de la historia tradicional?. Nadie,
realmente.
El peso real de los
criticos que nuestro gremio ha convertido, retrospectivamente, en héroes y
precursores, era virtualmente nulo, en estos años.
En la época en que
ellos actuaron no eran héroes de nada, ni menos precursores. De ellos podemos
decir las siguientes cosas. Sus ideas interesantes sobre la necesidad de
reformar la historia para transformarla en la cabeza de las ciencias sociales
eran interesantes, pero completamente intrascendentes. El paisaje que ofrecía a
academia, a mediados del siglo XX, era claro. La historia tradicional se había
asentado en todo occidente y estaba penetrando con una velocidad increíble en
el resto del mundo. Había un solo paradigma que regía a todas estas academias,
lo que era percibido como un gran logro cultural. ¿No se había desarrollado la
física o la economía precisamente a partir del momento en que había logrado
imponerse una visión unitaria, un paradigma único?.
Las corrientes críticas
descritas, sabemos, tuvieron vitalidad y cierta importancia a partir de la
crisis de 1929, que remeció los cimientos del mundo capitalista, poniendo sobre
el tapete la significación que tenían esos fenómenos económicos y sociales que
la historiografía tradicional había mirado siempre con gran desprendimiento.
Pero se trataba, con todo, de corrientes minoritarias. Lo cierto es que los
progresos evidenciados por quienes querían romper el modelo y afirmar nuevas
formas de hacer historia, eran limitadísimos, incluso en los sistemas
universitarios en que tenían algún espesor (solo tres países, Estados Unidos,
Francia y, a su manera, la URRS).
Lo concreto es esto. En
los años previos a este cataclismo, especialmente en el tiempo difícil de la
entreguerra, con la crisis del 29 en medio, tomaron vuelo las corrientes
críticas que hemos descrito. Pero su peso real, en el mundo académico, era
virtualmente nulo. La llamada crisis del historicismo o de la historia
tradicional, era un ejercicio de imaginación o de voluntad, no de realidad.
Nunca la historia tradicional había estado más viva y pujante que entonces,
nunca tantas personas de tantas partes la había incorporado a sus vidas, como
algo bueno y duradero. Todo los eventos que se produjeron, los cambios internos
(de la disciplina) descritos, no modificaron nada sustantivo. Y habrían quedado
en eso (o sea, en nada), con toda seguridad, de no haberse producido ese hecho
cataclísmico que modificó las relaciones de poder en el mundo y que cambió para
siempre los criterios de importancia en occidente, dejando sembradas dudas
sobre el predominio del europeo en el mundo, sobre la tesis del progreso
indefinido sustanciado en la razón, y sobre el rango social destacado del
discurso historiográfico autocomplaciente que vestía las actitudes subyacentes
de un primer mundo que se sentía muy seguro de sí mismo: la Segunda Guerra
Mundial.
Entonces ya podemos ir
cerrando el tema señalando que la visión de la historia que se impuso en el
siglo XIX constituyó un paradigma, el primero que tuvimos, acaso el único, que
se fue afirmando hacia fines de ese siglo, adquiriendo su plena madures en la
primera mitad del siglo XX, hasta que comenzó a ser sometido a cuestionamientos
más o menos genéricos hacia mediados de ese siglo.
Terminemos esto
hablando de los componentes esenciales de ese paradigma.
¿Qué elementos son
característicos de esta versión canónica de la historiografía? En el curso
anterior hablamos de estos elementos. Pero es necesario retomarlos, para
entender el carácter que adoptará la historiografía, en la segunda mitad del
siglo XX, cuando se impondrán una serie de líneas de renovación que intentarán,
en lo esencial, superar a la historia tradicional, constituyéndose en una
especie de espejo negativo de los rasgos característicos de ésta.
La llamada “nueva
historia”, advertiremos, es algo que no tiene unidad. Se trata, más bien, de
una especie de reacción espontánea y poco ordenada, frente a las
características que vamos a comentar:
Una ‘receta’ occidental: Se trataba, primero
que nada, de un discurso hecho a la medida de una cultura específico. Me
refiero, por cierto, a la occidental. Nosotros nos relacionamos con el pasado
de una manera distinta a los orientales o los africanos. La historia no es,
para nosotros, un registro de lo sagrado, no es el espacio para que las
sociedades muestren su visión cosmológica más profunda, para que se sublimen en
lo mágico. La historia para nosotros no es un espejo en que proyectemos
visiones idealizadas, acerca de lo que queremos ser, desde el fondo de nuestras
más profundas ansiedades metafísicas, de sentido último, de trascendencia. La
vemos, más bien, como un espejo opaco en el que sintamos proyectar la pobre
cosa que somos, sin más; la realidad de lo que somos, más que lo que queremos
ser. Y esto, de manera siempre controlada: en occidente, la historiografía se
orienta a lo secular, se escribe con la razón y no con la fe, con el propósito
de poner al frente las cosas tal como son.
Hablamos de la
‘historia’, como si fuera algo uniforme, válido para toda civilización, como si
todas las historias estuvieran sometidas a una misma y correcta lógica de
organización interna, que fuera realmente universal; hablamos, también, de la
existencia de una historia mundial o universal, que contempla el desarrollo de
ciertas fases. Pero todo esto sólo resulta válido dentro de las fronteras muy
acotadas del mundo europeo o de lo que conocemos, hoy en día, como el “primer
mundo”.
Esta idea de la
historia universal de los europeos como una suerte de universal es un fantasía.
Lo cierto es esto. La
forma occidental de mediación con el pasado, que llamamos historia, expone las
peripecias de una sola civilización e intenta imponer, al resto, esas pautas. Conceptos,
problemas, fases, teorías de la factualidad y la causalidad, tanto en forma
afirmativa, como sus contendoras. Todo surje haya, y todo está permeado por esa
matriz de origen. El imperialismo cultural presupuesto en la historia se
advierte, sobre todo, en relación a las filosofías de la historia subyacentes.
Todas las historias nacionales, vamos a ver, se organizan bajo la lógica del
avance de la democracia y el capitalismo o el socialismo; es decir, nos hablan
del progreso desde la barbarie (lo no occidental) hacia la civilización (lo que
los occidentales consideran deseable): postulan la existencia de una serie de
fases encadenadas, que van de lo más primitivo, hacia lo que Fujuyama ha
bautizado, correctamente, como el fin de la historia, esto es, el fin de este
discurso de la historia de europeos que se miran el ombligo todo el tiempo y
que tratan de que todos bailemos a su ritmo.
La existencia de este
común denominador, que ha caracterizada a la disciplina, no ha tenido cambios
sustantivos en el tiempo, o el espacio.
Es cierto que hemos
conocido periodos con fuertes cuestionamientos e intentes bien potentes de
superación, del modelo estándar de historiografía, que quieren ampliar su campo
de observación, pero todos ellos han surgido del mismo origen: todas y cada una
de las vertientes que conforman el núcleo central de la llamada “nueva historia”
son francesas, norteamericanas, alemanas, inglesas o italianas; dicho de otra
forma: ninguna de ellas es Latinoamericana, Asiática o Africana….
Orientación más
interpretativa que explicativa que usa como instrumento cognitivo principal el
‘relato’:
La historia tradicional
quiere ofrecernos reconstrucciones veraces de la realidad. Pero junto con
representar el pasado, va a tratar de hacerlo significativo, analíticamente.
Por eso hablamos de la historia como ciencia. Pero la historiografía del siglo
XIX es científica de una manera bien particular, porque el modo de organizar la
información para que se pueda rebelar su sentido, las razones por las cuales
pasaron las cosas que pasaron, no está sometido a los mismos principios que
dotan de dirección a la ciencia. Aquí no se trata tanto de “explicar” los
hechos –lo que presupone un trabajo activo con leyes o principios de
generalización–, como de ofrecer interpretaciones comprensivas, que permitan
entenderlos en su singularidad.
La huella del
historicismo alemán está aquí.
Recuerden que lo que
hacen los historicistas, fundamentalmente, es rechazar el imperialismo de las
ciencias duras, defender la idea de que las humanidades no debían ser
subsumidas por las ciencias exactas, con sus propósitos generalizadores, esa
intención de dar impulso a una gran revolución en el campo de las humanidades,
alegar que los objetos que las disciplinas humanistas deben estudiar. Eso
porque el estudio de dos temas tan distintos (objetos o cosas, vs personas con voluntad, pensamiento,
genio) obliga a pensar en métodos de estudio distintos: uno para mostrar cómo
las cosas son condicionadas por variables externas y otro para mostrar como son
condicionadas por variables internas (culturales, pero en el sentido alemán, es
decir cultura que refleja los condicionamientos históricos),
Esto último nos remite
a uno de los aspectos más singulares y característicos de la versión
paradigmática de historia, que se impuso en el siglo XIX.
La historia está estructurada en torno de la lógica del relato: La forma de
presentación estándar de la historia es narrativa. Pero esto no es algo
trivial, sino esencial, porque el historiador decimonónico explica a través el
relato, no de la invocación de leyes.
La historia, sabemos,
se escribe como un cuento, con un principio y un final, no como una crónica de
hechos, no como poesía, no como un mito, no como filosofía, no como a partir de
dispositivos visuales abstractos o de matemática como pasa con la ciencia. Se
la concibe, por lo mismo, como una forma de literatura, gobernada por la
retórica (que le habla a la gente en formas que son atractivas, en un
vocabulario no especializado, para lograr seducir con el argumento), pero una
forma muy especial, diferenciable netamente de la creación ficcional en su intención
de verdad: la historia se autorrepresenta como capaz de ofrecer
reconstrucciones plenamente confiables del pasado, cuya validez se sustenta en
el examen crítico de la evidencia.
El relato es más que
una forma de presentación del contenido: es el contenido mismo, porque el
historiador tradicional no explica invocando leyes, sino mediante el relato
mismo (sus explicaciones son genéticas, uno entiende qué pasó y por qué paso,
al recorrer la secuencia narrativa completa, del principio al fin).
Una perspectiva hegemónica: El historiador del siglo XIX, influido por el
historicismo, no considera a su disciplina como “una más” de los campos de
estudio humanistas, sino como la base auténtica de todo estudio sobre el
hombre, como una especie de disciplina madre, superior en rango al resto,
debido a que constituye la única que ha sabido zafarse del imperialismo de las
ciencias naturales, adoptando un enfoque metodológico adecuado a la naturaleza
de su tema. La base de esta pretención es la siguiente. El historiador
tradicional considera que la historia ofrece la única herramienta pertinente y
valida para comprender lo le pasa a hace una persona, una institución o un
país, porque lo que constituye a un ser humano no son propiedades o
características abstractas, de la personalidad, la vida o el contexto, sino el
modo como ese ser humano vive la experiencia, constituida como un permamente
devenir, a partir de esa carga inicial de propiedades intemporales. Es la suma
de lo que a uno le ha ido pasando lo que configura su horizonte de experiencia,
su modo de reaccionar frente al mundo, lo que uno es y uno hace. Uno, al final,
es lo mismo que su historia personal, siempre distinta a la de otros, historia
que va sedimentando constantemente distintos resultados, ajustando las cosas
siempre en forma acumulativa, haciendo que siempre el piso del que uno parta,
aunque tenga elementos de personalidad mas o menos permanentes, sea siempre
diferente, esté siempre variando, haciendo de todo ser, individual o social,
algo siempre singular...
Orientación ideográfica: La historia de la que hablamos tiene muestra una
orientación clara a favor de lo ideográfico. Aquí no interesa, como pasa con
las ciencias, estudiar la evidencia para poder asentar principios o reglas de
gran aplicabilidad. Lo que nos importa es lo contrario de eso. Es decir,
establecer diferencias, particularidades, singularidades. Incluso cuando los
historiadores estudian temas tan generales como una civilización, lo hacen
porque quieren ver qué tiene esta entidad mayúscula de único e irrepetible.
Aquí no entra nunca bien el propósito generalizador de las ciencias: una
mirada, vamos a ver, interesada en los aspectos típicos o rutinarios,
interesada en descubrir principios generales. Todo es individualismo, es
individualidad, es singularidad, es unicidad. Se trata, en lo esencial, de
lograr descubrir aquello que hace que un pueblo o civilización sean algo
especial, aquello que nos remite a su sentido, por decirlo de alguna manera. Y
esto tiene que ver, esencialmente, con el interés que tiene el historiador
tradicional por la dimensión más interna del ser humano, su cara interior, por
sobre la exterior, que es la que interesa a la sociología.
Esto tiene que ver con
algo esencial. Los historicistas negaban la posibilidad de que pudiera
establecerse leyes, en el campo social. Aducían que ello se debia a que la
realidad humana se de cómo un flujo de cambio continuo, que siempre se alimenta
de diferencias nuevas, todo lo cual tiene que ver con el hecho de que es la
propia historia de una institución, un ente social, un estado, la que va
definiendo su carácter, la que va modelando los principios internos de su
desarrollo. Las personas al igual que los grupos, tenemos memoria. Eso
determina que vayamos aprendiendo, que cada vez que vivimos un hecho de ciertas
características, lo vemos, lo entendemos, en términos de experiencias similares
que ya hemos tenido, y que no han tenido otros. La memoria de la primera
ejecución siempre está viva en una segunda ejecución. Además de la presencia del
recuerdo, que se transforma en un piso para lo siguiente, nos encontramos
siempre envueltos por un contexto, que siempre se está modificando. Este cambio
en el escenario determina que toda experiencia humana, que es por su naturaleza
relacional, siempre se vea afectada por condiciones medioambientales nuevas, lo
que va haciendo una diferencia. No es lo mismo, por ejemplo, vivir la amistad
entre hobres y mujeres en un contexto cultural como el árabe, respecto al
chileno. Lo mismo pasa entre épocas distintas. Cada época va condicionando el
modo como las naciones, las institituciones, van madurando. En cada época
descubrimos como estos cuerpos sociales tejen sus propias experiencias, sus
propios caminos, elaborando destinos colectivos que son siempre singulares,
aunque tengan entre sí aires de familia (las naciones viven en contextos
relativamente similares en la Colonia, pero todas ellas desarrollan sus propias
historias de vida). Dentro de cada una de estas unidades (los estados para los
historicistas) puede descrubrirse algunos principios de cohesión, algunos
patrones, que fijan las conductas de las personas. Pero estos patrones tienen
una vigencia transitoria, acotada a lo que pasa dentro de un momento, en
condiciones contextuales. Al variar los términos de referencia, esas “leyes”
tan curiosas, también mutan.
Llegamos al final a la
conclusión de que todo es singular: una época es algo único e irrepetible, las
trayectoria seguida por cada nación en esa época; también es algo singular,
porque va siguiendo trayectorias que están condicionadas por los principios de
desarrollo interno de la misma, por su genio, su espíritu, su sello particular;
lo que vale para épocas y pueblos, vale también para los individuos, cuyas
acciones, cuyas experiencias, se dan cruzadas por las de otros, que son
variables, cruzadas por un contexto que es siempre único, y adquieren, por lo
mismo un sello individualísimo.
Aquí nadie se tropieza
con la misma piedra.
Imposibilidad de la
comparación: Los historiadores occidentales, antes del historicismo alemán, y los
historiadores del siglo XX, consideraban que el estudio de los hechos del
pasado, de los pensamientos del pasado, de los contextos del pasado, era
intrínsecamente interesante porque permitía derivar consecuencias valiosas para
el presente. Para el historiador griego o el Ilustrado, el beneficio era una
lección moral o de ética política. Al examinar lo que hizo Pericles en Grecia,
por ejemplo, uno podía obtener lecciones para el funcionamiento de una
democracia, que era posible aprovechar para construir una sociedad presente
mejor. Los cultores de la “nueva historia”, que intentaron acercar la
disciplina a las ciencias sociales, llegaban a lo mismo, por un camino algo
distinto. Imaginaron un cambio interno en la disciplina que la llevara a
madurar como lo había hecho la economía o la sociología. Cuando eso sucediera,
sería posible obtener un conocimiento más analítico, más generalizador, sobre
el modo como funcionan las sociedades, sobre el modo como ellas evolucionan
(por ejemplo, el modo como ellas se desarrollan), fundamental para perfeccionar
a las sociedades del presente.
El historicista del
siglo XIX niega estas posibildades. El pasado, según él, no puede ser nunca un
modelo para el presente, en ningún sentido, porque las cosas que se dan en una
época no tienen ningún parangón con cosas similares que se dan en otro época.
Cómo la evolución de los países es siempre algo singular, cuya singularidad
está determinada por la propia historia de ese ente, condicionada por su alma, su
sello o su esencia, y también por factores contextuales que son ellos mismos
singularísimos (porque los contextos también tienen historia, también adoptan
un sello como resultado del avance de la historia misma, configurando entornos
que tienen particularidades que son atingentes a una etapa, una fase, una
circunstancia) no tiene ningún sentido comparar las cosas. La comparación misma
será, siempre, una acción de violencia para con la realidad.
No es posible, por lo
mismo, usar el pasado para extraer consecuencias que puedan ser aprovechadas
hacer generalizaciones sobre el presente. El pasado, pensaban los
historicistas, debe ser visto como una especie de “país extranjero”, que no
debemos juzgar, sino comprender, en sus propios términos. Para lograrlo lo que
debemos hacer es disociarnos radicalmente de nuestro presente, separarnos de lo
que somos, estudiar la cosa con un afán contemplativo, para que se nos muestre
espontáneamente, para que revela la riqueza de sus particularidades. Tratar de
instrumentalizar el conocimiento, usando el pasado para derivar leyes o algo
así, es una monstruosidad. También lo es, por los mismos motivos, el presentismo. Es decir, tratar de
comprender el pasado en términos del presente, proyectar a lo extraño cosas de
nuestro mundo, para no nos resulte tan poco familiar, para que podamos
entenderlo bajo nuestras propias categorías.
La incomparabilidad de
épocas, de situaciones, de escenarios, de contingengencias, lleva a la historia
tradicional a seguir un curso contrario a la lógica de las ciencias, que
consideran la comparación un instrumento de trabajo esencial.
La singularidad y la
incomparabilidad están relacionadas con una características que ya hemos
aludido, que es necesario destacar, en el punto siguiente.
Orientación teleológica: La historiografía del siglo XIX concede gran importancia a
las personas, a su individualidad, y sobre todo, a su subjetividad, en
contraste con las visiones más místicas, que hacen que los hechos del hombre
sean causados por dioses, o a las más contemporáneas, que tratn de explicar
todo por el peso de las estructuras.
Para esta
historiografía el hombre, son su genio, son el elemento determinante.
Las personas, a
diferencia de los objetos, tienen un lado interno, una dimensión de voluntad,
una personalidad, una alma. Esa parte interior, que no tienen las cosas u
objetos del mundo físico, cumple un papel en las decisiones que toman las
personas, en sus acciones. Es cierto que los factores contextuales siempre
pesan. Pero nunca avasallan al ser humano, que siempre hace uso de una dosis de
su libertad, para dar vida a cursos de acción muchas veces impredecibles. Lo
que pasa con las personas, tomadas individualmente, le pasa también a los
cuerpos sociales. Ellos también tienen una especie genio o carácter propio, que va marcando diferencia, ellos
también evolucionan siguiendo principios internos de desarrollo, que son el
resultado de la propia historia de vida del organismo, una historia alimentada
por las voluntades libres y un poco caprichosas de los agentes, que se van
alineando en torno de ciertos ejes, que son el resultado de esa misma historia,
y de los condicionamientos de factores contextuales que van cambiando siempre,
porque están afectados por las accioens y propósitos de otros seres humanos...
Cada nación tiene algo
que la hace distinta de las demás. Y esto tiene que ver con su misión, su
destino, la idea a cuyo servicio ella
parece estar.
Todo esto se traduce en
una noción que va muy a contrapelo de lo que predican las ciencias sociales: damos
por sentada la noción de que el hombre es el verdadero dueño o fabricante de su
historia.
La historia tradicional
no cree que los hechos sean resultado de la determinación de fuerzas
impersonales, estructuras, superestructuras, o como quiera llamarse a los
fenómenos que interesan hoy en día a las ciencias de lo social; las personas no
somos títeres de las determinaciones de leyes sociales, de condicionantes
estructurales, de fuerzas naturales o sociales de ninguna clase. Tampoco somos,
por cierto, títeres de las determinaciones de fuerzas no naturales. En las
historias formales de occidente Dios no es un motor fundamental (aunque
exista). Nuestro punto de vista, resumiendo, es que los hechos históricos son
resultado de acciones voluntarias de los agentes; son las motivaciones
conscientes de éstos el factor que va empujando el curso histórico hacia
determinadas direcciones.
‘Grandes hombres’ como
motor del cambio histórico: Los protagonistas de la
historia tradicional suelen ser personajes capaces de torcer la dirección que
llevan los procesos de cambio, como si todos los resultados fueran función de
personalidades que hacen la diferencia. Estas personalidades son lo que
generalmente se llama los “grandes hombres”. ¿Quiénes son estos grandes
hombres? Casi siempre miembros esclarecidos de la elite dirigente. Esto es,
casi siempre, miembros de la aristocracia, porque hasta muy poco tiempo atrás
toda la gente influyente procedía de ese sector, incluida la que animaba
gobiernos con una orientación más democrática (esto sólo a comenzado a cambiar
recientemente debido al surgimiento de una elite más fraccionada, deportiva,
espiritual, etc, en que hay muchos centros de poder, y no uno solo).
Sesgo aristocrático: La historia tradicional, pues, tiene un sesgo marcadamente
aristocrático. Rara vez tiene parte en estos relatos la gente corriente (que es
siempre comparsa de la historia principal: tropa en las batallas, miembros
anónimos de la gleba, el tumulto de las rebeliones conspiradas por los grandes
líderes). Que decir de la mitad de
la humanidad: la mujeres.
Importancia de la
dimensión política: Junto con ese sesgo
aristocratizante, que no termina de borrarse (piensen en nuestras visiones
contemporáneas de Chile, que dan un protagonismo enorme a la figura de presidentes
que acaso no tengan demasiado poder), tiene una orientación casi exclusiva
hacia lo político. El verdadero protagonista de la historia que se practica
desde Tucídices en adelante son los estados. Las narrativas cuentan las
peripecias que pasan los estados, sus cuyunturas, sus momentos mejores y
peores; describen, por lo mismo, las acciones de los “grandes estadistas”. La
dimensión de política que importa es, sobretodo, la internacional. Los estados
se forjan, se desenvuelven, en un contexto más amplio en que es necesario
convivir con otros estados. Ahí hay una trama central, organizada siempre entre
los conflictos entre esos actores. En lo relatos tradicionales los conflictos
internos, suscitados por factores económicos, sociales o, propiamente político,
son relevantes, pero pesan menos. Lo normal es que no aporten los elementos
centrales de la trama. Ese papel es cumplido, casi siempre, por los conflictos
trabados con otros estados: guerras con países vecinos, participación en
sistemas de relaciones que comprometen a varios estados (imperio romano, etc.).
Hay un tendencia, por lo mismo, favorable a las historias universales (aun si
se trata de la historia de un país que está en un rinconcito del planeta, como
Chile, siempre se referencia datos del sistema de relaciones internacionales
dentro del cual ese estado está inscrito).
La importancia que se
concede a lo político se puede atribuir a la importancia que tiene el
nacionalismo, en esos año, cuando están germinando por todas partes los
estados-nacionales (a un factor, en si mismo, político). Pero también se
explica por la visión que tiene el historiador del siglo XIX sobre los factores
causales: se piensa, en esos años, que la política es una dimensión
completamente autónoma, descoplada de lo económico, lo social o lo cultural; lo
que pasa al estado, la situación en que este se encuentre, en un momento dado,
condiciona todo lo demás (hace necesario que se configure cierto tipo de
economia o sociedad).
Exclusión de las
dimensiones de los social, lo cultural y lo económico: La perspectiva de este modelo de historia –la llamada
tradicional– es, como se ve, bastante restrictora: estos relatos establecen una
línea de demarcación clara entre lo que es historia y lo que no lo es; esa
línea divisoria deja fuera una gama enorme de temas y personas; todo lo social,
junto con ello lo económico, lo cultural; además de sesgar los temas a favor de
una dimensión limitada, que se agota en los avatares de una minoría ínfima de
seres humanos, otorgando preeminencia de las variables políticas, esta forma de
escritura historia nos sesga por otro lado: delimita el campo de quienes pueden
ser voces autorizadas para tratar estos temas; transforma a los historiadores
en las únicas voces autorizadas para actuar como verdaderos árbitros de las
verdades culturales, condenando a todos los otros opinantes, que antes tenían
tela para cortar en esto, a papeles mucho menos respetables: la difusión o la
devaluación del conocimiento.
Culto de los hechos: Es heredera del empirismo,
particularmente en su vertiente francesa. Por eso se llama a esta corriente
también “historia metódica” (método empírico propuesto por Monod, el padre del
positivismo francés), “historia acontecimiental” o “historia positivista”. Se
trata, al igual que en el caso de la historiografía alemana, de destacar el
trabajo con las fuentes y los hechos, por por sobre el elemento interpretativo
o explicativo de la historia.
Creencia en el progreso: La historiografía del siglo XIX
es una historiografía optimista, que
cree en el progreso indefinido, que da por sentado que ese progreso va a poder
alcanzarse, siguiendo el derrotero que están fijando los ‘civilizados’ de
occidente. Por ese motivo organiza la trama de la historia siempre en etapas,
cada una hilvanada con la siguiente, avanzando siempre hacia un estado mejor.
La identificación de la historiografía decimonónica con esta fe en el progreso
es tan firme, que luego, cuando sobrevengan las corrientes postmodernas, que
cuestionan todo lo que es característico de la modernidad, su blanco favorito
va a ser lo nuestro: los principales cuestionamientos de filósofos como
Vattimo, por ejemplo, van a estar dirigidos en contra de la historiografía, por
considerarla el discurso que justifica la fe en el progreso indefinido, propia
de los modernos.
Realismo: Hay un último elemento que es característico de la
historiografía decimonónica. Ella cree a ciegas en la verdad del conocimiento histórico, en la posibilidad de obtener un
conocimiento seguro, incuestionable, a partir del trabajo empírico. Da por
sentado que los hechos no se construyen
sino se descubren, que existe una
radical separación entre sujeto y objeto: que el método que usamos, basado en
el trabajo riguroso con la evidencia, permite que podamos ofrecer, en nuestros
relatos, reconstrucciones del pasado que no están afectadas por nuestras
tendencias, nuestra subjetividad.
Aquí hay una diferencia
importante con la historiografía del siglo XX, y radical con relación a la de
principios del siglo XXI, que postulan un realismo mitigado o, en algunos
casos, un total anti-realismo, que deniega la posibilidad de que los
historiadores puedan decir cosas ciertas sobre el pasado, aduciendo razones que
vamos a conocer en el siguiente curso.