Los historiadores de
vanguardia, que se transformaron en el elemento más dinámico entre las décadas
de 1940 y 1970 decían que no existía historia verdadera, que no fuera “historia
social”. Cuando hacían afirmaciones de este tipo lo que nos decían no era que
lo único interesante eran los perpetuos conflictos librados entre pobres y
ricos, hombres y mujeres, etc. Lo que ellos mantenían que es que la tesis
fundante de la historiografía dominante, que hacía depender todo lo que sucedía
de la voluntad y el actuar de los individuos, era totalmente falsa. La noción
del “sujeto racional”, que es dueño de sus pensamientos y sus emociones, y que
transforma eso en la razón para sus conductas, señalaban, era completamente
falso. Esto, porque los individuos no existen en soledad. Todo lo que hacen,
incluidos sus pensamientos, está condicionado por el tipo de vínculos o
relaciones que existen con los otros.
La existencia de esos vínculos, sostenía, transforma todo hecho, incluidos los
más singualres, en un hecho social.
Hablemos, para partir,
del tema del individuo, que fue la piedra de tope de esta historiografía.
El culto al individuo, es
uno de los mitos históricos modernos más difundidos. ¿Qué propone ese mito? En
el caso de las sociedades más primitivas, señala el mito, las normas sociales y
la tradición gobiernan a las personas hasta un punto de no dejarles ningún
espacio para que tengan pensamientos propios o iniciativas propias. Esa
realidad habría cambiado a partir del momento que se afirma esa revolución
socio-cultural, que llamamos Renacimiento, cuando encontramos trazas iniciales
del verdadero individuo. Se trata, por primera vez, de personas que logran
tener una visión más autoral de las cosas y que se comportan con autonomía,
vulnerando las reglas sagradas de la tribu. O sea, de lo social. Estos
individuos completos, que son una novedad moderna, adquieren tanta importancia en
el arte, la política, la economía o la ciencias, que se transforman en el
factor primario de cualquier cambio imaginable.
Todos nos hemos comprado este mito, que nos hace pensar
que los personas pueden ser individuos completos, con capacidad para actuar al
margen de la coerción de lo social. Pero nadie lo ha hecho con tanta
determinación como los historiadores decimonónicos, que conforman el paradigma
de nuestra profesión. Para ellos todo es individuo. Los individuos, con sus
pensamientos conscientes, son los agentes del cambio. Sus acciones, singulares,
dan vida a hechos, que también son analizados en su singularidad. Lo social
brilla por su ausencia.
Edward Carr, a quien
ustedes leyeron, llama a esto la “teoría de la nariz de Cleopatra”: una teoría
que nos intenta hacer creer que los hechos que les ocurren a personajes
sobresalientes, incluso hechos bastantes menores, pueden hacer temblar al
mundo, generando cambios que nos van a arrastrar a todos.
Es una teoría vieja.
Los griegos antiguos y los más modernos vinculaban todos los adelantos y logros
de su cultura a la obra iluminada de héroes como Pericles o Solón, como si
todas las complejidades de la vida colectiva, pudieran reducirse a lo que podía
lograr los ‘iluminados’ del momento, actuando siempre un poco al margen de los
condicionanetes del momento. Luego sucedió lo propio con los CarloMagno o los
Napoleón.
Individuos hegelianos que tenían la capacidad para
torcerle la mano al destino y empujar a una sociedad, sin personalidad o valor
propio, hacia el futuro.
La teoría del “super
héroe” fue, de hecho, la base del pensamiento histórico, en el momento en que
se definió esta profesión. Esto se entendía, hasta cierto punto. Las sociedades
del siglo XIX, sabemos, eran dominadas por elites bien ensimismadas, bastante
pequeñas. Eran sociedades más sencillas, en que los negocios, la cultura o la
política, no entrañaban complejidades demasiado grandes. Todo eso estaba a la
altura de un puñado de de ‘notables’, que tenían, efectivamente, capacidad de
control sobre los asuntos públicos más importantes (habiendo poco que decir o
hacer con relación a los ‘asuntos privados’, que la verdad, cambiaban muy
poco).
Por eso podía decirse,
con cierta razón, que “la historia es la biografía de los grandes hombres”.
Pero este cuadro de
situación cambió radicalmente al llegar el nuevo siglo. La vida se volvió más compleja. La
posibilidad de los iluminados de ser determinantes se fue reduciendo al mínimo.
Se pudo descubrir que la individualidad no se puede desarrollar nunca, ni
siquiera en ámbitos excepcionales, al margen de lo social. Se descubrió que lo
social no era algo trival. Que haya millones de jóvenes pobres y marginales en
el tercer mundo, luego de la explosiòn demográfica y de la crisis del agro,
importa e importa mucho. Lo colectivo pesa. Importa por si mismo. Si un
individuo decide no casarse o no tener hijos, eso no le importa a nadie. Pero
si todos los jóvenes de un país determinado asumen esa posición en un mismo
momento, la cosa cambia.
Las masas pesan, y
tienen vida propia. Es cierto que minorías siempre inician los cambios. Pero
nadie puede hacer nada al margen de lo que la cultura y las instituciones
sociales permiten, en tal momento, en tal escenario, en tal circunstancia.
Los historiadores de
mediados del siglo XX son claros con relación a esto: los individuos, del mundo
moderno, son tan controlados como los miembros de las sociedades “sin cambios” por
las necesidades de la tribu, aunque
gocen de cierta autonomía.
Lo que pensamos, lo que
soñamos, lo que hacemos no son creaciones o decisiones autónomas y propias,
porque todo eso está coloreado siempre las estructuras sociales dentro de las
que vivimos, por las interacciones sociales que sostenemos, por todo eso que
nos conforma, como seres sociales. Llamémoslo “lo social”.
Pero ¿qué es “lo
social” para ellos?.
“Lo social” no era algo
de lo que supieran mucho. Recordemos, en primer lugar, que para el historiador
del siglo XIX, “lo social” sencillamente no existía. Antes del siglo XIX se
usaba la palabra ‘sociedad’, más que la palabra ‘social’, en historia, para
referirse formas de comportamiento educadas o urbanas, para referirse al modo
de vida de los ricos y famosos. El término ‘sociedad’, pues, era aplicado para
hacer referencia a un grupo concreto de individuos, la llamada la ‘alta sociedad’.
Pero nadie consideraba que se tratara de algo muy importante, con existencia
autónoma. En el siglo XIX lo único que importaba era el individuo y, por encima
de él, la nación. Los historiadores consideraban que no había nada entre medio.
Los historiadores del
siglo XX tuvieron que hacer camino solos, desarraigados de una tradición que no
les servía de mucho, sin grandes claridades conceptuales, sin ninguna
herramienta conceptual o metodológica que les sirviera para asir este modo tan
distinto de mirar los hechos y procesos del pasado.
Hay ciertas nociones al
respecto.
Lo que los
historiadores actuales se representan como ‘lo social’ es algo distinto a la
suma de los pensamientos o visiones de las personas que componen un grupo, a la suma de acciones que ellas
emprenden; lo social es una especie de entidad separada, que tiene vida
autónoma, que se mueve bajo una lógica propia, imponiendo siempre su peso, en
grados variables, sobre la subjetividad de los individuos y sus
comportamientos; lo social es, por lo mismo, una esfera primaria, anterior al
comportamiento mismo, que esta a la base de todo comportamiento posible…
Esfera que está por
develar.
¿Cómo ejerce su imperio
lo social, este nivel explicativo que existe más allá de la esfera evidente en
que se desenvuelven las personas?
Durante 3 décadas los
mejores investigadores, los más inquietos, los jóvenes más radicales, de una
era radical, intentaron entender y explicar todos los hechos relevantes como si
estuvieran determinado por algo que estaba “más allá” de ámbito en que se
desenvolvían los individuos. Se llamó a esta cosa fuerzas impersonales, estructuras, lo material, clases sociales,
para referirse, en realidad, a todo lo que trascendiera la voluntad y el actuar
de los individuos, en su singularidad, individuos que importan cada vez menos,
acaso nada.
Las obras escritas en
estos años intentaron demostrar, de distintas maneras, que el factor causal
primario no eran las voluntades claras de un puñado de individuos importantes,
sino estas fuerzas subyacentes.
Cada historiador
social, en estos años, tuvo su propia visión sobre cuáles eran, al final, las
fuerzas profundas más preponderantes: para algunos eran los hechos de la vida
material, para otros la geografía o el clima, para otros estructuras de larga
duración, etc. Pero para todos ellos, del flanco que fuera, ‘lo social’ no era
un nivel específico de la vida, sino una globalidad muy amplia, algo sistémico,
que abarcaba amplios conjuntos, que nos interesaban mirar desde ciertos
flancos: los que representaban, de algún modo, un problema para nuestro presente.
El sitio que ocupaban
antes las elites privilegiadas, ahora pasó a ser ocupado por esta cosa amplia,
que nadie definió nunca. El hecho de que se tratará, primariamente, de un
desplazamiento, que va siguiendo al pista a temáticas muy contemporáneas, no le
dio a este camino historiográfico una dirección única, sino más bien un gama
bien amplia de caminos bifurcados, que tenemos que conocer. Pero si mucho
potencia, porque está búsqueda abierta, no contenida, de modos alternativos
para abordar lo social desde todos los flancos, de todas las posiciones
(incluso desde posiciones absurdas), permitió lograr una ampliación
extraordinaria de nuestro campo de conocimiento, la legitimación de una gama
muy rica y diversa de nuevas áreas de investigación. Eso permitió que nuestra
disciplina saliera de ese encierro contenido del siglo XIX en torno de un par
de tópicos y variables, y que la historia volviera ser, por otro camino (el de
las ciencias sociales), la disciplina humanista abierta y global que siempre
había sido.
No hubo nunca, ni hay,
una teoría única para esta historia, ni un paradigma único, ni un solo aparato
conceptual. Pero hubo, eso si, algunos límites. Límites temáticos. Los nuevos
historiadores, sabios, advirtieron desde la intuición que su aventura hacia el
mundo de lo social no podía ser organizada a partir de una incorporación masiva
de los lineamientos que aportaban las ciencias sociales. Es cierto que
disciplinas, como la sociología, contaban con instrumentos metodológicos y
conceptuales formidables para hacer sentido de varios de los problemas que los
nuevos historiadores querían estudiar, porque eran los problemas de su tiempo
–pobreza, tensiones sociales, modernización, etc–. Pero algo de ese sentido
innato de sí mismos que los historiadores de verdad tienen encajado en su ADN
los hizo entender muy bien que una incorporación coherente, sistemática y
efectivo de los recursos que nos podían aportar las ciencias sociales habría
equivalido a un suicidio disciplinar, además de ser el camino más seguro a la
total esterilidad cognitivo. ¿Por qué? Pues porque las teorías, procedimientos
y conceptos orgánicos del funcionalismo servían solo en parte para tematizar lo
que a nosotros nos interesa.
Contestes del problema,
los nuevos historiadores optaron por un pragmatismo muy conveniente. gama
limitada de nociones teóricas, de procedimientos y, sobre todo, de conceptos.
Hablemos sumariamente
de eso.
El historiador francés
Fréderic Mauro nos aporta una definición muy clara de lo que debe entenderse
como historia, o más bien, como “nueva historia”: la historia es simplemente
“la proyección de las ciencias sociales en el pasado”.
Esta declaración resume
el punto de vista que se impuso entre 1940 y 1970. Hablar de historia es hablar
del interés por fusionar la historia con alguna (o varias) ciencias sociales.
Los historiadores de
esta época se interesan en estas disciplinas porque ellas saben cómo estudiar,
de una manera “profesional”, lo que a estos intelectuales les interesa: las
fuerzas económico-sociales, que son asumidas como el elemento más vital en la
construcción de cualquier explicación sobre los procesos importantes que conoce
el siglo XX.
Lo que se buscó en
estos años fue, puntualmente, transformar una disciplina inmadura, que no tenía
solidez teórica, conceptos, ni metodos, en un producto cultural mucho más
sofisticado.
El primer paso que
había quedar para lograr esta madurez era elegir referentes teóricos,
metodologicos y conceptuales fuera de una disciplina que no tenía ninguno
dentro, tomándolos prestados de las ciencias sociales. La razón de esto es
clara. Lo que sucede en estos años, según hemos visto, es que los historiadores
descubren la obviedad de que las conductas de los invididuos solo pueden
suceder, como tales, dentro de sociedades. Este trasfondo está detrás siempre
de las libres elecciones de los individuos, que no son nunca absolutas, porque
está afectas tanto a condicionamientos externos como internos. Lo que nos
aportan las ciencias sociales es la capacidad analítica para estudiar de una
manera racional, apoyada en buena teoría, conceptos y mucha matemática, lo
social comprendido como un sistema, como algo estructural. De eso se trata,
fundamentalmente. Las ciencias sociales aportaron a los historiadores una
noción concreta de ‘lo social’ como un sistema organizado de componentes
estructurales que exhibe un grado importante de cohesión interna y de
constinuidad en el tiempo. Hay un elemento de sofisticación en esto, porque la
estructura social no es algo que se pueda observar, de manera directa. No se
trata, por ejemplo, de mirarle la cara a los pobres o los ricos, de estudiar
sus conflictos, y ya, sino de tratar de ver lo que hay detrás del
comportamiento: descubrir el conjunto de elementos o variables abstractas que
fijan los horizontes al comportamiento que era posible en esas condiciones, de
identificar el conjunto propiedades abstractas que se dan de recurrente o
caracterísitica, en esa situación; de establecer cómo estas propiedades están
conectadas siguiendo la lógica de lo que podemos describir como un ‘sistema’ o
un ‘modelo’.
¿Qué opciones habían en
esos años para aprenhender con algo de método (no de manera intuitiva) estas
tramazones de variables abstractas que conforman la dimensión social? Estaba el
marxismo, una corriente teórica sensible al cambio, que tomaba en cuenta el
peso de las variables económicas y sociales, que aportaba una visión holistica
de los procesos, pero dentro de la cual seguían teniendo cabida los propósitos
y acciones de las personas, constituidas como clase. Al frente de eso estaban
las teorías dominantes por más de medio siglo –el estructuralismo y el
funcionalismo– que aportaban aguda claves para entender los fenómenos sociales,
pero que eran totalmente estériles para explicar el fenómeno del cambio.
El marxismo tenía todas
las de ganar. Fue la primera corriente de pensamiento que cuestionó de una
manera sistémica las premisas del historicismo decimonónico, que ayudaba a
entender muy bien los fenómenos económicos y sociales que obsesionaban a los
renovadores de la época, sin caer en el determinismo economicista. Pero lo
concreto es esto. El marxismo no tuvo, ni ha tenido nada que ver con el
proyecto historiográfico progresista, que terminó depediendo, como nada, del
estructuralismo (vale decir, de una corriente de pensamiento que podríamos
considerar derechista)
¿Por qué el marxismo
tuvo una irradiación tan limitada, en circunstancias de que se trata de un
enfoque mucho más apropiado para aprender los fenómenos multivariados que
interesaban a nuestra historia, que un estructuralismo muy mal masticado?.
Hay hechos de coyuntura
que explican esta cosa tan extraña.
La historia de la
sociedad, nueva historia o como quiera llamársela, que comienza a tomar forma
debió muy poco, en esta primera etapa, al marxismo. Aunque la filosofía
materialista de Marx se había vuelto bastamente conocida en el corazón de
Europa, transformada en el canon de todo izquierda posible, aunque en esta
filosofía había ricos y ramificados elementos que se servían como un gran apoyo
para la constitución de cualquier proyecto historiográfico alternativo a la
ortodoxia empírico positivista del historicismo, lo cierto es que apenas había
historiadores que se hubieran cruzado alguna vez con los texto de Marx. Jean
Jaurès en Francia, en la segunda mitad del siglo XIX, en alguna medida Charles
Beard, en Estados Unidos. Gotas en un mar rankeano. Esta realidad no cambió
sustantivamente luego de la revolución bolchevique, que fue el punto de
comienzo de la historia del comunismo. Por una razón muy evidente. El marxismo,
como teoría para la historia, nunca salió del encierro que Lenin y Stalin
promovieron, cuando proclamaron la doctrina tan particular del “socialismo en
un solo estado”. La realidad es esta: el marxismo no tuvo un impacto real sobre
las humanidades fuera de la URRS sino hasta después de la Segunda Guerra
Mundial (fundamentalmente, gracias al aporte que debemos a la rica
historiografía marxista inglesa, de los Thompson o los Hobsbawm). Y allí, en la
URRS, precisamente, nunca se hizo muy buena historia, por razones bastante
obvias (la historia era directamente un elemento de la política en el régimen
estalinista, más un catecismo que un ejercicio de reflexión crítica sobre el
pasado). Lo concreto es que en las primeras décadas del siglo XX, cuando se da
forma a la historia como ciencia social, había pocos historiadores marxistas en
cualquier parte; es claro, además, que el marxismo tuvo una influencia muy
limitada en el pensamiento de los fundadores del nuevo tipo de historia (los
Lamprecht, Turner o Bloch). Esta marca de origen va a ser importante con posterioridad,
plasmada en lecturas que pueden ser de izquierda, pero nunca dogmáticas.
Veremos que las cosas se dieron siempre de una manera rara. Los nuevos
historiadores, en general, militaron más bien en la izquierda que en la
derecha. En el plano político, varios de ellos fueron comunistas (especialmente
en Francia). Pero sus posturas sobre lo que convenía al presente permearon muy
poco sus posiciones propiamente historiográficas. Lejos de ser ellos
partidarios de las teorías revolucionarias del cambio social, alentadas por el
marxismo, la mayoría de ellos adscribió a alguna variante del funcionalismo.
Esto es, a una mirada teórica evidentemente conservadora, hasta de derechas, a
la miraba las sociedades como entidades en equilibrio, más que como realidades
en tránsito, bajo el estímulo permanente del conflicto de clases. El caso más
elocuente es el que ofrece la segunda generación de la Escuela de los Annales,
que inventó las historias geológicas o inmóbiles (Braudel, Le Roy Ladurie).
¿Influencia directa? La
historia social que eclosianaba en esos años tenía poco del marxismo dentro.
Salvo de una manera indirecta. El marxismo, de alguna manera, alentó en los
críticos del historicismo una mirada que tiende a conceder preeminencia a la
dimensión material de la vida, les ayudó a entender mejor la complejidad que
entrabajan los procesos económicos y sociales, su orientación al largo plazo.
Hizo que los historiadores fueran conscientes de que la vida lo social, lo
económico, lo político y la cultura no pueden ser examinados como fenómenos o
dimensiones aisladas, sino como ‘todos’. Los puso alerta frente la papel y al
protagonismo que jugaban las masas, más que de una manera general, en las
etapas de crisis (les hizo entender que las crisis podían ser buenas oportunidades
para el progreso histórico). El interés y los conceptos de Marx por el tema de
las clases sociales sirvió como motivación para que millres de investigadores
estudiaran un tema nuevo, el de los movimientos, luchas sociales, revolucioes,
y para que, junto con eso, iniciaran el estudio de la estratificación social en
periodos anterioes al de la constitución de la clases (antigüedad, colonia,
etc).
¿Marxismo de tomo y
lomo? Más bien la idea muy general de que los factores económicos tienen un
peso más importante. Además de eso, hay algo de la semilla marxista en el
interés por hacer historia total. Porque el marxismo apunta precisamente a eso:
hace que todo lo que es humano, desde la cultura, hasta las manifestaciones
políticas más urgentes, aparezca como integrado en un mismo complejo
unitario...
Creo que hay que
ponderar, como una posible razón para la poca influencia real del marxismo, el
juicio de sensatez de estos renovadores, que siendo historiadores (y un poco
pese a sus intenciones declaradas), seguían comulgando con una de las premisas
esenciales del historicismo: que no es posible juzgar o entender una época,
desde otra. El marxismo es una teoría diseñada para traer luces sobre las
características del mundo capitalista, acaso como ninguna otra teoría de la
época. ¿Sirve, también, para iluminar con sentido (histórico) los mundos
anteriores al capitalismo? Los primeros nuevos historiadores, empeñados en
elaborar historias totales, se fueron siempre para el pasado, pintaron con
inteligencia y fineza el mundo feudal, las sociedades agrarias del mundo
pre-capitalista. Esta opción temática de algún modo cerraba el paso al
marxismo, salvo que se intentara formulas un poco peligrosas, como las de
Howbsbawm con sus Rebeldes primitivos (que intenta ver la lucha de clases,
donde quizás no habían nada).
Para el grueso de los
renovadores, sin embargo, el espejo preferido fue siempre el funcionalismo
(estructuralismo), una corriente de pensamiento que necesitamos conocer, para
entender bien lo que vino.
Los dos términos claves
de las disciplinas sociales de esos años, previos a la Segunda Guerra Mundial,
eran “estructura” (o sistema) y “función”. Una estructura, dejando de lado el
argot técnico que no hace otra cosa que ocultarnos la realidad de una idea muy
simple, es un sistema en que cada una de sus partes está relacionada con las
demás significativamente y conformando, en conjunto, un todo. Cada una de las
partes que componen ese sistema de relaciones (personas, colectivos,
instituciones, posiciones, etc.), incluso aquellas que se nos representan como
fuerzas desestructuradoras del sistema, tienen un uso, desempeñan una función
concreta dentro de ese todo. No puede haber partes sueltas en un sistema
social. Todas las instituciones y elementos que conforman un sistema están
funcionalmente relacionadas con algunas de las demás y con el conjunto. Cada
elemento cumple una función específica, que es la que resulta más evidente para
uno, pero también una función superior, que no es tan directamente visible:
ayudar a mantener ese todo, a conservar, por intrincados caminos, el delicado
equilibrio de contrarios en que consiste. ¿Qué pasa con los elementos de un
sistema social que no quieren cumplir propósitos conservadores?. Por ejemplo,
los que están contra el sistema. ¿Ellos también ayudan a mantener los
equilibrios? Por cierto que sí. Eso se advierte cuando uno entra a lo social
con una intelegencia más elevada, intentando pasar por encima de las funciones
manifiestas, aparentes, declaradas, conscientes de la conducta social, que
cumple cada elemento del sistema, y se pone a buscar las funciones reales o
latentes, que se despliegan a nivel de subconsciente, en otro plano de la
realidad social. Nos dicen los funcionalistas, finalmente, que nadie sabe para
quien trabaja y que debemos ser muy cuidadosos cuando intentamos explicar los
móviles, las causas de las acciones de algún actor social. Muchas veces la
intención declarada de los actores sociales, de las instituciones, es afectar
un sistema perverso, pero su función real, es mantenerlo. Las revoluciones,
señala Gluckman, “lejos de destruir el orden establecido, actúan de tal forma
que incluso lo refuerzan”. Hay muchos ejemplos históricos y de la vida
cotidiana que validan la postura funcionalista.
El funcionalismo (y luego
el estructuralismo) liquidó a la historia. Porque no le dejan ningún lugar al
tema del cambio en las ciencias sociales. Los individuos y los colectivos, con
sus voluntades, dejan de cumplir un papel importante. Sus acciones pigmeas no
logran afectar la estabilidad de los sistemas, ni siquiera cuando se asumen
como obligatorias las premisas de la rebeldía. El tiempo, además, se esfuma.
Todo es equilibrio. Para conocer lo real social, por lo mismo, ya no es
necesario que ir para atrás. Solo buscar, con la guía de un metodo
estructuralista, cómo el que empieza a tomar forma en la lingúistica, los
patrones inmutables de los sistemas de equilibrio.
Pero las cosas fueron
lo que fueron. La ‘historia social’ bebió de esta aguas, en forma abundante. Solo
se va a poder refrescar un poco gracias al aporte de la historiografía
marxistas británica.
Los puentes descritos
recién no tuvieron que ver solamente con los fundamentos teóricos, que fijaron
el marco de operaciones de los historiadores, de una manera general y un poco
laxa. El trasvasije de aportes fue mucho más amplio y ramificado, en un ámbito
mucho más acotado: la mayor influencia procedente de las ciencias sociales se
hizo concreta a través de la incorporación de algunas herramientas
metodológicas y de muchos conceptos.
Hablemos un poco de
eso.
Hablamos de una
“revolución cuantitativa” porque lo una de las cosas que distinguen a los
historiadores de estos años es la preocupación obsesiva que evidencian por el
tema del número, esto tanto entre los países occidentales como dentro de la
propia URRS, que es el reflejo más directo de la importancia que comienzan a
tener las masas, los grandes agregados económicos, las grandes cifras en
cualquier ámbito, que son evidencia del curso que asumen las grandes
tendencias….
Los historiadores de
dejaron de creer que su trabajo consistiera en la construcción de relatos que
ofrecieran interpretaciones sobre los hechos, afirmados en una selección
intuitiva de testimonios o pruebas documentales. Quisieron, en lugar de eso,
estudiar problemas, a partir de hipótesis, para establecer su verdad de manera
rigurosa. Y la única manera de lograr esto es con recurso a números.
Sencillamente dejaron
de aparecer como aceptables todos los juicios generales, formulados al voleo:
cosas la “economía más pujante del siglo XIX” (reemplazado por “economía que
crece a una tasa de tanto, que está dos puntos más arriba de la del segundo
país).
Cuando hablamos de que
“muchas personas dejaron el campo para irse a la ciudad capital, a mediados del
siglo XX, y que eso tensionó el clima social”, ¿a cuánta personas nos estamos
refiriendo? ¿cuánto tiempo tomó para que esas personas migraran? No es lo mismo
decir, por ejemplo, que la población de Santiago aumento en un 10%, a ritmos
europeos, que en un 100%, a ritmos tercermundistas; no es lo mismo que eso haya
pasado en 10 años, que haya sucedido en 200 años.
Hay consecuencias para
la estabilidad del sistema político, para el funcionamiento de la sociedad,
evidentes.
El interés por los
números es una compulsión. En estos años se piensa que no hay verdadera historia que no sea, al final, historia social.
Pero también se piensa que la historia social ha dejado de ser posible, sin
tener números de todo.
¿Qué sentido tienen los
estudios que hemos conocido de las elites o de los esclavos, que se basan en la
experiencia de unas pocas personas, unos pocos nobles, una familia, acaso? La
verdad es que absolutamente nada. Los estudios de grupos sociales,
profesionales, grupos etarios, no pueden aportar nada si no contamos con
información numérica sobre la situación objetiva de sus miembros, los patrones
de comportamiento, las actitudes o creencias, de todo este conjunto.
¿Dónde nacieron? ¿dónde
estudiaron? ¿qué leen? ¿cómo se comportan? ¿qué nos aportan estos numeros para
la comprensión del sistema social en el que estos actores participan,
ejerciendo determinada función?.
Piensen en temas como
los que interesan a los economistas. ¿Sirven las políticas fiscales expensivas
para estimular el desarrollo? ¿puede provocar el estado o un elite política un
“take of”, que permita a ese país vivir en esta forma artificial, lo que los ingleses
vivieron de manera espontánea, gracias al operar de los mercados libres? ¿Cómo
responder estas cosas sin tener cifras correctas de crecimiento, cifras ok de
inflación y de déficit?
La verdad es que no se
puede.
El interés por los
números no era nuevo, por si mismo. Pero si hubo dos cosas bien nuevas:
· Lo cuantitativo alcanza
las áreas blandas del estudio de lo social: Los historiadores, de etapas
anteriores, mostraron interés en analizar las pobres estadísticas disponibles:
había algunos datos numéricos de censos poblacionales (por ejemplo, censos de
población romana), había algunos datos importaciones o producción agrícola (por
ejemplo, sobre el rendimiento del impuesto minero del quinto real o sobre los
precios del trigo). Pero casi toda
esta información, sino toda, estaba acotada a dos dominios concretos: economía
y demografía. Lo novedoso, de esta etapa, es el interés por aplicar el análisis
cuantitativo a todos los ámbitos de la vida social. ¿Se puede? Sin duda.
Podemos construir series que nos permitan conocer lo que la gente lee, podemos
analizar los textos y descubrir la recurrencia con que son usadas palabras que
nos muestran las visiones de “common sense”, podemos conocer los patrones de
voto de los jóvenes en otras épocas, y un larguísimo etcétera.
· Los historiadores
aprenden a trabajar con las matemáticas en
serio: La historiografía tradicional trabajaba los números sin método y sin
profundidad. Lo que pasó acá es que se empezó a hacer la cosa en forma
sistemática. Los franceses, desarrollando una linea de trabajo conocida como
“historia serial”, que intentan hacer un seguimiento de muy largo plazo a
variables muy claves, dentro de la lógica de un cierto sistema, que nos permite
tener acceso a los procesos de la “larga duración”, que es el nivel explicativo
fundamental para ellos. El área más interesante de renovación, sin embargo, se
ha dado en el campo de la “new economic history”, que ha intentando modelizar
matematicamente, en forma retrospectiva, el comportamiento de economías
completas, para enteder cómo ellas crecen. Ya no se utiliza aquí estadísticas
descriptivas, como pasa con los franceses, sino sistemas de ecuaciones y
modelos matemáticos altamente avanzados, que nos permiten entender con más
profundidad los procesos de desarrollo. Lo que se ha intentado es aplicar esta
logica econométrica, al área social, a la demografía, etc.
La comparación es un
elemento central de las ciencias sociales, hasta tal punto que, en la visión de
Durkheim, constituye lo distintivo de éstas: este precursor de la sociología
contemporánea aducía que la comparación aportaba al investigador la principal
herramienta para adquirir conocimientos significativos sobre las sociedades. La
“sociología comparativa”, decía, no es un brazo más de la disciplina, sino el
elemento central de toda sociología científica.
¿Por qué? Pues porque
la “comparación” (“variación concomitante”, en su nomenclatura), era el único
medio importante con el que contaba el sociólogo para ir más allá de la simple
descripción, aportandole un sucedaneo adecuado (o presentable) del trabajo que
realiza el cientifico serio en el laboratorio.
Aquí hay todo un rollo.
Los científicos pueden hacer experimentos con sus objetos, del mundo físico,
incluso con algunos del mundo natural (plantas, algunos animales, etc). Pero no
es posible hacer esperimentos tan interesantes con personas o grupos de
personas. Salvo en condiciones especialísimas, como las que se dieron durante
la etapa nazi.
La gracia de la
comparación es que permite llevar a cabo un tipo de “experimientacion
indirecta” que es vital para analizar la estructura y lógica de funcionamiento
de una sociedad.
La ‘variación
concomitante’ (comparación) representa una forma indirecta de someter su
evidencia a experimentación. Eso les permite entender que su actividad consiste
en algo más que la pura descripción de la sociedad. Cuando comparan, cuando se
preocupan de lo típico, cuando buscan los parecidos, los rasgos distintorios,
cuando elaboran taxonomías o tipologías y contienen en ellas la realidad en
toda su diversidad (subproducto directo del estudio basado en la comparación),
los sociólogos están abandonando el territorio de las letras e incorporándose
al de las ciencias exactas.
Hay fundamentalmente
dos variedades posibles de comparación, empleadas con provecho en la sociología
sociólogos e historiadores de la sociedad: la comparación de sociedades cuya
estructura es fundamentalmente la misma o es, a lo menos, muy similar; y la
comparación de sociedades sustancialmente distintas.
La incorporación de
esta herramienta fue altamente resistida por el gremio.
Los historiadores han
argumentando que este método no puede servir a la historia, como a las ciencias
sociales, porque ella se ocupa de cosas distintas: mientras las segundas
intentan descubrir patrones generales o formular leyes generales del
comportamiento, los historiadores intentan siempre lo contrario de eso, es
decir, caracterizar lo individual, por razones que ya nos son muy conocidas.
Lo propio de los
historiadores no es nunca entender una sociedad por referencia a otra sociedad,
un proceso por referecia a otro proceso, sino esa sociedad o ese proceso
por referencia a si mismo, a lo que
éste es, como resultado de su historia o su trayectoria.
No sirve el método,
porque son dos pegas distintas, en realidad. Si el historiador compara o
generaliza, está abandonando lo suyo. Eso les sirve a los sociólogos, pero no
nos sirve a nosotros. Además, hay una razón de fondo. Los historiadores alegan
que no pueden comparar sociedades, porque no
hay dos sociedades iguales o siquiera parecidas. Todas son distintas.
Porque su historia es distinta.
La comparación, según
este punto de vista, conlleva siempre un acto de violencia, que termina
impidiendo que pueda producirse el verdadero conocimiento histórico: al tratar
de entender una cosa por referencia a la otra, perdemos de vista todo lo que le
resulta propio; al tratar de entender el proceso de industrialización chilena,
por referencia al japonés, por ejemplo, lo que nos pasa es que terminamos
descubriendo elementos en común que no aportan nada a la comprensión de lo
concretos.
Los historiadores
renovados, contestaron a estos cargos a partir de una posición que no es nada
de extremista, y que se basa, además, en premisas aportadas por los propios
cientistas sociales: postularon una posición intermedia, que sirve para
enriquecer enriquecer la historia a través de la incorporación de esta
herramienta de trabajo tan potente, pero sin renunciar al concepto nuestro de
que los procesos y las experiencias históricas como algo singular.
Lo hicieron adoptando
como propias las ideas de un pensador alemán: Max Weber.
Weber nos explicó, hace
mucho tiempo, que el método comparativo no tiene por qué afectar la sustancia
del actividad del historiador —identificar el carácter único y distintivo de
los hechos que estudia—, puesto que precisamente la mejor manera para advertir
lo singular de un acontecimiento o un fenómeno, consiste en ver de que manera
éste se aleja de la trayectoria de otros fenómenos similares o del resumen de
todos ellos, es decir del ‘tipo ideal’. La comparación no sirve, pues, sólo
para generalizar; también sirve para particularizar.
En sus palabras: el fin
al que deben tender las ciencias sociales, cuando utilizan la comparación, consisten
en “presentar a la conciencia no lo genérico sino, al revés, la peculiaridad de
los fenómenos culturales”.
Las ideas de Weber son
correctas. El conocimiento de los patrones de conducta que evidencian las
personas, en tal etapa, en relación a los temas políticos, en distintos
escenarios, es siempre más interesante que el conocimiento muy a pequeña
escala, relacionado con las ocurrencias que se dan en un lugar muy puntual. El
conocimiento a gran escala, sobre procesos grandes, podemos decir, contra los
historicistas, no es algo de importancia subalterna, cualitativamente inferior
que el conocimiento de las cosas particulares. ¿Por qué tendría que ser así?
Quizás lo pensamos, haciendo eco de los temores de los historicistas, porque
damos por sentado que al mirar las cosas más generales, por sobre los detalles,
podríamos incurrir, al final, en un tipo de determinisgo que deniegue todo
papel los seres humanos. Pero esta conclusión no tiene por qué ser necesaria.
Aquí nadie quiere negar que los individuos sean actores importantes de la
historia que ellos animan. Lo que se aduce es que, en un momento dado, las
personas tienen que elegir alguno de los posibles cursos de acción que les
presenta el momento, bajo un contexto dado. En ese momento de decisión habrá
que enfrentar el condicionamiento a que da lugar la vigencia de determinadas
esquemas valóricos, escenarios económicos, etc. Se elegirá, racional e
irracionalmente, alguno de los cursos posibles de acción que están a la mano.
En esto, precisamente, consiste la verdadera libertad. ¿Por qué? Pues porque no
la libertad no es un acto arbitrario, al que se llega por simple azar, sino una
decisión socialmente encarnada, que toma en cuenta distintos escenarios. La
libertad casi absoluta con que sueña la historiografía del siglo XIX,
resumiendo, es una quimera.
El estudio de los
patrones, de lo social, ya vemos, no constituye una claudicación que pueda
degradar la disciplina, sino todo lo contrario. Además, es el estudio de lo
general, precisamente, lo que permite hacer un estudio interesante de las cosas
singulares.
No se puede entender
nunca si un comportamiento es algo extraordinario o algo desviado a menos de
que, antes de eso, conozcamos muy bien la regla. Huizinga lo expresaba muy bien
cuando decía que “lo concreto sólo se pude distinguir por medio de lo
abstracto, lo particular sólo dentro de la estructura general”. Piensen en lo
más obvio: en la vida corriente usamos la comparación siempre para entener las
cosas, y para aclarárselas a los otros; uno entiendo las cosas, al compararlas
con otras similares e incluso otras algo distintas; al mirarlas en ese espejo,
las vemos como lo que realmente son. Sin la comparación no es posible entender
nada. Imaginen, por ejemplo, que quieren entender el movimiento universitario
en el que participan por sí mismo,
sin tomar en cuenta lo que pasó con la revolución de “los pinguinos”, o acontece
con los movimientos de “indignados” que se están produciendo, en este mismo
momento, en todas partes. ¿Resulta? Puede que si, que uno pueda interpretar lo
que ha pasado, sin usar otro espejo. Pero quizás se nos va a pasar por alto lo
que resulta peculiar de lo nuestro. Varios de los movimientos que se están
dando, en este momento, han sido protagonizados por gente de clase media, no por
pobres. Esto es llamativo. Al constarlo descubrimos que aquí hay un ‘patrón’;
descubrimos también que lo que pasa acá, puede no responder solamente a causas
internas. Pero junto con elementos comunes, descubrimos diferencias
importantes. Varios de estos momentos están luchado por cosas que en Chile
logramos hace varios años. Por ejemplo, la libertad de cultos o la democracia.
¿En qué nos distinguimos? Sólo nosotros estamos movilizandonos porque queremos
lograr mejoras en la formacion del capital humano, lo que se llama “demandas de
segunda generación”, anticipando, quizás, fenómenos sociales que otros países
en vías de desarrollo van a vivir en un futuro próximo, cuando alcancen
umbrales equivalentes de desarrollo. ¿Cómo podríamos percibir esto sin la comparación?
Los “new historians” se
dieron cuenta de esto hace mucho tiempo atrás.
Esto no sucedió de una
manera teórica, sino a partir de un rico trabajo historiografico, que
comenzamos a conocer en la década de 1920, gracias a los aportes de Otto Hintze
y Marc Bloch.
Hintze escribió, a
principios del siglo XX, una serie de estudios históricos sobre los procesos de
modernización de los estados. En particular, sobre el ascenso que va teniendo
la burocracia, esa casta de administradores profesionales que aparece cuando ya
no es posible seguir administrando los países de una manera amateur. Luego
hemos conocido estudios similares. Por ejemplo, los de Ernst Nolte o Stanley
Payne, sobre el fascismo. En nuestro propio medio, tenemos el estudio de Lynch
sobre la emancipación. Se trata, en todos estos casos, de estudiar la manera
como se desarrolla cierto fenómeno, en distintos países. La comparación ayuda a
descubrir ciertos patrones comunes, a la vez que a conocer los matices que se
van apartando del mismo. ¿Qué tienen en común Hitler, Mussolini? ¿en que se
diferencia el fascismo de las potencias más avanzadas de Europa, respecto del
que florece en la atrasada España (o, por ejemplo, en Chile, con Carlos
Ibáñez).
¿No nos permite la
comparación dar una altura distinta al trabajo histórico?
Poco después de los
trabajos de Hintze nos encontramos con dos obras decisivas de Marc Bloch. En
Los reyes taumaturgos (1924) Bloch hace una estudio comparativo de las
monarquías inglesa y franceso, adoptando un enfoque antropológico más que
político. El foco de su trabajo es el estudio de los poderes sobrenaturales
atribuidos por la gente corriente a los monarcas en la Edad Media y aun
después, incluso hasta 1825, en la consagración del rey Carlos X de Francia,
quien fue el último soberano que tocó las escrófulas de sus súbditos enfermos
para proporcionarles milagrosa cura. A través de este contrapuesto, el autor
logra dar cuenta del ethos cultural o imaginario colectivo que rige en ambos
países: las prácticas taumatúrgicas de los soberanos europeos le sirven para las
complejas relaciones entre poder, magia, religión, que son esenciales para
entender la monarquía…
Algunos años despues
Bloch publicará La sociedad feudal (1939-1940).
Es un estudio precursor en el ámbito de la historia social, cuyo tema es la
institución del “caballero”. Bloch estudia la situación de este grupo social,
su importancia, su papel real en la sociedad medieval, haciendo un seguimiento
a la situción del mismo en cada país europeo, pero también yendo más allá de
eso: haciendo un contrapunto entre el “señor” europeo y el “samurai” japonés.
Luego de la Segunda
Guerra Mundial los estudios históricos comparativos adquirirán mucha
importancia, especialmente en Estados Unidos, con enfasis particular en ciertas
áreas bastante demarcadas (pero podría haber muchas otras).
Hay un numero
importante de trabajos, basados en esta metodología, dedicados al tema de la
industrialización. ¿Cómo han vivido los distintos paises su paso de las
economías agrarias a las industriales? ¿Qué condiciones son necesarias para que
estos procesos de transición tengan el carácter de una “revolución”, similar a
la vivida por los ingleses, que hace una diferencia real? En Chile tenemos los
estudios de Oscar Muñoz o Luis Ortega, ambos inspirados en esta lógica de la
comparación.
En el ámbito de la
historia política, la metodología comparativa ha sido utilizada, más que nada,
para estudiar revoluciones o situaciones de quiebre, como lo que pasa con el
fascismo, de lo que ya les hable….
En el caso de la
historia social, el abanico de realizaciones es más amplio. Hay numerosos
estudios comparativos sobre el tema de la familia, como los de Jack Goody, o
nos encontramos con trabajos como los de Alan Macferlane, sobre el
individualismo….
Weber hace algo más que
reivindicar el análisis comparativo de fenómenos; nos señala que también
resulta posible revelar lo específico de un suceso al compulsarlo con un
instrumento abstracto, como son los ‘modelos’ o los ‘tipos ideales’; que no
sólo es legítima e iluminadora la comparación de realidad con realidad, sino también la de realidad con abstracción, en incluso la de abstracción con abstracción. De modo que no sólo resulta
productivo, por ejemplo, usar a Mussolini y especialmente a Maurras, para
entender a Hitler, sino que además uno puede aclarar bastante bien lo que es y
representa Hitler (una realidad) si se lo analiza a la luz del modelo del
‘líder de masa’ (una abstracción), o al nacionalsocialismo (abstracción) con el
bolchevismo (abstracción).
Un ‘modelo’ es una
construcción intelectual que resume la realidad, a través de una simplificaicón
que intenta recoger sus aspectos típicos, aquellas propiedades de los fenómenos
empíricos considerados como significativas, con el objeto de hacer que la
realidad sobre la que aplicamos este conjunto de atributos sea algo
inteligible. No son ‘copias’ de la realidad, sino ‘simplificaciones’, que
contienen algunos elementos de la realidad, y excluyen otros, tal como pasa,
por ejemplo, con los mapas. Estos modelos no son herramientas técnicas
esotéricas, que solo puedan utilizar los iniciados en ciencias sociales. La
verdad es que los historiadores corrientes usan estos conceptos en forma
corriente, todo el tiempo, sin darse cuenta. Pensemos, por ejemplo, en el modo
como enfrentamos cualquier proceso revolucionario, de cualquier lugar. Lo más
probable es que intentemos entender esas crisis de transformación, trayendo a
colación el ‘modelo’ que nos aporta la Revolución Francesa, con sus distintas fases,
sus distintos componentes, etc.
Lo importante es esto:
un modelo, desde un punto de vista técnico, debe contener una selección
variables o propiedades, que son determinantes, debido a que se refieren a los
que es más recurrente o más característico; estas variables deben mantener
entre sí una relación de dependencia reciproca clara y evidente, configurando
un sistema mantienen entre sí
significativa que es característica, como si fueran las partes
interdependientes de un mismo sistema. La función del historiador, en este
caso, consiste en identificar los atributos, características o variables que
son fundamentales para afirmar los modelos a los que, normalmente, les
asignamos el nombre de nuestros conceptos más habituales, como “Renacimiento”,
“Burguesía”, “Feudalismo”, “Régimen de encomienda”, “Ascenso social”, y otros
tantos más.
Piensen si sería
posible decir algo interesante sobre el periodo medieval sin echar mano del
concepto de “feudalismo”: sin estos ‘modelos’ la realidad pasado, documentada en
los textos, se disolvería en un mar de detalles puntuales, que no tienen
ninguna conexión entre sí.
Pueden ser modelos de
tipo acotado, como los aludidos, pero también abstracciones más amplias y complejas.
La “sociedad”, por ejemplo, puede ser comprendida a partir del ‘modelo
consensual’ que nos aporta Emile Durkneim, adoptado luego por los
estructuralistas, que señala que la principal fuerza que está detrás de toda
sociedad es lo que llama “principio de cohesión”. Detro de los cuerpos
sociales, según este modelo, tienden a primar las fuerzas centrífugas, los
lazos, la solidaridad. Pero también es posible analizar la realidad social
utilizando el ‘modelo del conflicto’, concebido por Marx, que destaca la
importancia que tienen las asimetrías, las contradicciones internas, la anomía
social.
Cada uno de ellos
destaca algunas variables o propiedades. ¿Hay alguno perfecto? Ambos son
simplificaciones. No existen sociedades en que prime solamente el principio de
la solidaridad, ni sociedades en que todo tenga que ver con el coflicto. En la
realidad la cosa se da más mezclada. Lo conviene es que seleccionemos el
modelo, según sea el caso que tenemos al frente. La verdad es que ambos nos
pueden servir, como herramientas, para traer luces sobre determinadas sociedades
o procesos sociales.
La historia está llena
de estas abstracciones. Y lo está hasta tal punto que puede resultar
inimaginable una historia que prescindiera de ellas. Pensemos, por ejemplo, si
podríamos impartir clases o escribir del pasado, renunciando a ‘modelos’ o
‘conceptos’ como “clase” o “estamento”, cuando hablamos de temas sociales, o
“renacimiento”, “romanticismo” o “ilustración”, cuando hablamos de cultura.
Es importante que
entiendan que estos modelos no son conceptos propiamente dichos, a la manera en
que lo son los que encontramos en un diccionario de filosofía; no son tampoco
‘verdades’, a la manera como da por sentado la filosofía representacionista:
una palabra a la cual es posible asociar un significado fundamental. Se trata,
más bien, del nombre que damos a una abstracción
(un conjunto de propiedades o características que suelen se definitorias de
determinados estados o procesos), que usamos para entender nuestros temas.
Podemos decir que no
existe ningún historiador que no se apoye en estas abstracciones. Pero hay
diferencias. Los historiadores de tipo tradicional las usan sin darse cuenta de ello, sin haber
hecho un trabajo conceptual con ellas, sin haberlas pensado en serio, sin ser
conscientes, al momento de aplicarlas, que son simplificaciones de valor
puramente instrumental. Ellos no las usan de manera abierta, como un ejercicio
consciente, sino de una manera subliminal. Esto supone varias cosas negativas,
a las que tendríamos que poner freno. Lo principal es que siendo intuitivo el
trabajo con las abstracciones, no resulta posible hacer un trabajo técnico de
ajustamiento o refinamiento del tipo-ideal o instrumento que estamos empleando,
para que sea una herramienta más precisa y más eficaz. No es posible, por lo
mismo, trasparentar la metodología, explicando a los lectores que hemos
examinado determinado fenómeno, usando como instrumento tal o cual modelo o
tipo ideal; no es posible transformar esta exposición en una posibilidad para
la mejora, debido a que se abre la compuerta a otros historiadores para opinar
sobre nuestro concepto y a recomendar mejoras para hacerlo una herramienta
mejor. Aquí hay una falta grave. En ciencia se usan los modelos, todo el
tiempo. De hecho, la adopción o el diseño del modelo constituye siempre la
etapa inicial del proceso investigativo. Pero luego de tener esta versión
simplificada de cómo funcionan las cosas o cómo deberían funcionar, lo que
hacen los científicos es someter el modelo a la prueba de la experiencia, en el
laboratorio. Allí se ve si la cosa camina. Si los datos no son favorables, se
ajusta el modelo, hasta tener uno tan exacto que sea posible, a partir de él,
entender mejor la realidad, comprobar alguna tesis o incluso construir una
solución tecnológica que transforme el conocimiento en algo más práctico. Sin
este refinamiento por cruce con la experiencia, el modelo termina siendo algo
necesariamente vago, un mal instrumento, en definitiva.
Lo segundo, tan serio
como esto, es que no siendo conscientes de que las palabras o conceptos que usamos
son abstracciones o instrumentos, tendemos a ‘naturalizarlas’. Esto es, a
olvidarnos que son lo que son (abstracciones) y a tomarlas como si fueran el
término que describe la esencia de un
fenómeno real, como si ellas fuerar las palabras con las que la propia
naturaleza o Dios quieren comunicarnos sus verdades más esenciales.
Lo que caracteriza al
historiador que se ha tomado en serio el contacto con las ciencias sociales, es
que ellos enfrentan su trabajo otra manera, tratando de perfeccionar sus procedimientos,
con la misma seriedad de un sociólogo. Aquí hay voluntad para hacer un uso
realmente ‘profesional’ de la herramienta, lo que supone conocerla muy bien y
aceptarla como lo que es.