miércoles, 13 de noviembre de 2013

El 'giro culturalista' de la historiografía en los 80's y 90's

¿Qué es la historia cultural? Esta pregunta se la formuló hace más de un siglo Karl Lamprecht, en un texto que es citado como precursor de la ‘nueva historia’, escrito en 1897. En este texto el autor se planteaba como meta hacer una historia social, pero no de Alemania, sino de los alemanes. Para emprender esta tarea, señalaba, había que entender a este pueblo, primero que nada, como realidad cultural.
¿Qué es lo que estaba intuyendo Lamprecht? Lo que configura un pueblo o una sociedad, como algo distinto, con una vida propia, no son, muchas veces, ni la variables económicas, las sociales o las políticas, sino, más bien, el modo como ese pueblo enfrenta la vida… P. Huntington, cientista político norteamericano, tenía en cuenta esto cuando escribía hace algunos años, que las distintinciones culturales podían ser mucho más importantes que las políticas o económicas. Eso es claro, planteaba, cuando nos hacemos cargo de las eternas disputas entre oriente y occidente. ¿No es más fácil entenderlas como un “choque de civilizaciones” que como un conflicto político o económico?
La pregunta de Lamprecht ha estado dando vueltas en el aire, durante mucho tiempo, porque es difícil responderla. Durante mucho tiempo se entendió como “historia cultural” (hasta mediados del siglo XX), como el estudio de las manifestaciones más elevadas en la creacion artística, literaria, filosófica o incluso científica. Lo que distiguía a estos antecesores de los actuales historiadores culturales de del historiador del arte más clásico, es que ellos no se ocupaban de una rama en particular de las artes, sino intentaban, como Huizinga o Burkhardt, aprender muchas de ellas y relacionarlas entre sí, para que quedara de manifiesto el “espíritu de una época”.
A partir de la década de 1930, cuando se impuso en todas partes de la llamada “historia social”, las historias culturales dieron otro paso, estableciendo relaciones entre estas manifestaciones elevadas y el contexto en el que surgían. La cultura fue vista por conexión con sus raíces sociales. Eso permitió que surgiera, a partir de la década de 1960, una “historia de la cultura popular”.
Lo que conocemos hoy como historia cultural existe desde la década de 1980. Para diferenciarla del resto hablamos de una “nueva historia cultural”. Es mucho mas abierta que las anteriores, hasta un punto de casi no tener límites. Estudia virtualmente cualquier cosa. Lectura, percepciones, representacione, temas como la masturbación, el consumo, etc. En el libro que leyeron se dieron cuenta de eso. La nueva historia cultural no solo no tiene temas en común. Tampoco ha acuerdos metodológicos o teóricos
Pero hay un denominador común: la preocupación por lo simbólico, siguiendo el concepto de cultura de Clifford Geertz. Los individuos y los grupos, nos dice el antropólogo, interpretamos el mundo, lo vivimos y actuamos respecto a él, echando mano de esquemas de desciframiento que nos envuelven, que recibimos ya estructurados, del medio en el que vivimos. Estos esquemas son estructuras simbólicas. La gracia es que condicionan el modo como nos hacemos parte de la tradición, lo que vemos, lo que hacemos. Estos esquemas son la cultura.

El ‘retorno a la narrativa’

Entre los 50’s y los 70’s los historiadores de vanguardia decían, con orgullo, que no podía haber una historia que no fuera, a la vez, historia social. Este tiempo en que prima la seguridad en sí mismos pasó tan rápido como llegó. En los 80’s la historia social entró en un proceso importante de disolución. La desconfianza y la disidencia sucedieron a la autocomplacencia. La profesión comenzó a mirar el camino recorrido y surgieron dudas enormes. Las posiciones más tradicionales, en el corazón de la historia, proclives a la historia política y al individualismo metodológico, que nunca desaparecieron del todo, cobraron gran importancia. En parte, debido a que los propios historiadores sociales comenzaron a discutir, con firmeza, los presupuestos en que se instanciaba su discurso, y a que, al mismo tiempo que eso, comenzaron reevaluar las posibilidades que les ofrecía la historia narrativa tradicional, lo que suponía dar un verdadero paso atrás, un volver a mirar con otros ojos esa vieja historia que ellos se habían encargado de desacreditar, con tan pocos miramientos, contra la cual, en realidad, habían definido el carácter de su propia indagación.
¿Cuáles eran las ‘miserias’ de esta nueva historia, que había intentado derrocar a la historia tradicional? La historia social, nació para dar respuestas a los grandes problemas que había traído consigo el tumultuoso siglo XX. Respuestas científicas, por cierto.
Para encontrar ese tipo de respuestas es que intelectuales como Labrousse, Braudel, Chanu, Thompson o Hobsbawm, realizaron estudios titánicos, que se demandaron muchos años y el trabajo de un verdadero ejército de aplicados ayudantes.
Pero ¿qué se logró realmente con todo esto? Los estudios de tipo braudeliano, las grandes aventuras historiográficas que demandaron un trabajo que se prolongó por más de una década, demostraron que la historia podía ser una actividad intelectual mucho más sofisticada de lo que suponíamos, pero aportaron pocas respuestas inteligentes a preguntas interesantes.
Lo claro es esto: las historias con una orientación analítica, inspiradas en el ideal de las ciencias, nunca lograron responder la ‘pregunta del millón’ con la que se ha confrontado, de manera esteril tanto el marxismo la historiografía de corte estructuralista: lograron hacernos ver que existen fuerzas impersonales, nos abrieron la mente frente a nuevas temáticas, pero nunca lograron explicar por qué los individuos y los grupos hacen lo que hacen, cuáles son las razones reales del comportamiento humano, que es tan voluble, sea todo esto ‘social’, o sencillamente individual.
Nos mostraban el rostro impersonal de estructuras, de fuerzas subyacentes, de tensiones sociales, de andamiajes estructurales esenciales. Pero poco de seres humanos reales, con sus problemas reales.
El problema con las historias de ‘lo social’, que apuntan a lo ‘estructural’, es que, además de no aclarar los problemas que nos interesan, explican bien poco sobre lo social mismo, porque sus esquemas explicativos, tan mayúsculos, pasan por encima de las diferencias, y de las personas, con esa sutileza analítica que es propia de las ciencias sociales, que están haciendo maravillas con todo esto, descubriendo, por ejemplo, que las taxonomías, las conceptualizaciones, los modelos, deben reconocer la existencia de muchas más divisiones….
Luego de examinar las explicaciones causalistas que imperaron en esta etapa es difícil entender por que algunas sociedades son creativas y otras más tradicionales, porque algunas sociedades van al desarrollo y otras se quedan estancadas, porque algunas sociedades muestran más disposición para la felicidad y otras se subliman en lo religioso, porque existen diferencias dentro de las sociedades de tantos tipos distintos. No solo las diferencias abstractas que interesan a teoría marxiana de la sociedad capitalista, que focaliza su interes en ciertas diferencias, haciendo la vista gorda con relación a muchas otras. No los criterios de diferenciación social implícitos en las narrativas geológicas de tipo braudeliano, en que los seres humanos sencillamente no existen, porque todo es geografía y larga duración. Diferencias sociales reales, roles sociales reales, de esas que uno ve todo el tiempo, en cualquier parte.
La incapacidad de la historia social para explicar las diferencias, la hace estéril. Porque sin dar cuenta de eso, lo que uno puede decir es que no sabe explicar nada…
En los textos seminales de la etapa dorada de la historia social no hay personas, no hay dolor, no hay alegría, no se vislumbran avances, ni movimientos, ni voluntarismo, ni cambio....
Es casi absurdo que esta visión extremista, que reifica lo social, hasta hacer desaparecer a las personas, se haya vuelto en el canon para los críticos más inquietos, que querían dar vida a una historia que abarcara a todas las personas y no a las puras elites.
El absurdo es doble, porque las historias sociales de tipo estructuralistas, junto con hacer desaparecer a las personas, terminan borrando del mapa el cambio, con su insistencia en la larga duración, incurriendo en el absurdo total: el costo de la ampliación hacia lo social termina siendo el sacrifio de lo único que es específico de la historia (la inclusión de la varialble tiempo, en sus modelos explicativos).
La segunda y tercera generación de historiadores sociales se plantearon todas estas dudas. El resultado de ello fue una historiografía menos pretenciosa y mucho más íntima: en lugar de dar vida a proyectos monumentales destinados a ofrecer explicaciones científcas de los grandes procesos, optaron por realizar estudios mucho más sencillos, en un plano cada vez más local… hasta llegar a la microhistoria, que es una especie de claudicación.
Se había perdido ese interés inicial por ir a lo general, por superar la cortedad de los textos tradicionales, con visiones mucho más integradas que fueran capaces de nominar y de significar los grandes procesos, de traer a la luz las fuerzas profundas que estaban conduciendo la historia. Este cambio en los focos afectó la visión que tenían los especialistas de la historia, como una ciencia social, en el sentido fuerte del término; redundó, también, en un cambio de actitud hacia las disciplinas tutelares de la nueva historia: la relación tan firme mantenida con la sociología (y la economía) comenzó a ser vista como una camisa de fuerza, más que como una fuente de sabiduría liberadora.
La renuncia a los grandes proyectos no se daba por falta de carácter, inteligencia o preparación. Era resultado, más bien, del clima de época que se impuso en esos años, cuando todos los intelectuales del mundo comenzaron a cuestionar lo que los postmodernos llamamos los ‘grandes relatos’, en sociología, en economía, en derechos, en antropología, en historia, tan prentenciosos y tan poco reveladores de nada importante, al final; cuando los especialistas de los distintos campos comenzaron a sospechar, además, que las ciencias sociales no eran ninguna panacea, y quisieron recuperar, en parte, esa tradición humanista y literaria que habia aportado el fundamento a la historia, por siglos.
El nombre propio que se dio a este revival del humanismo, del espiritu interpratitivo y literario de la disciplina, en estos años, era clara: se hablaba, como dijimos, de un ‘retorno a la narrativa’.
¿A qué se referían los historiadores sociales que impulsaron esta crítica, cuando alentaban a un ‘retorno a la narrativa’? La historia narrativa es puesta como antónima de la socio-estructural, de las más apegada a la piel de la sociología. ¿Por tanta importancia a la narrativa? Los críticos comenzaban a vivir el ‘linguistic turn’ propio de la filosofía de nuestros tiempos y advertían que al hablar de relato no estaban limitándose a referenciar una forma presentacional específica. La forma de escribir la historia es, ella misma, un elemento configurante del contenido. Podemos decir, siguiendo a Hayden White, que el contenido es la forma. Especialmente cuando aludimos a la narración. La narración conlleva un énfasis en lo descriptivo más que en lo analítico. También una opción clara a favor del hombre, al que se le tiene que conceder más peso que a las circunstancias, esa realidad objetiva social o estructural que los historiadores anteriores daban como el nivel explicativo básico, el único que importaba realmente. La narración representa un reenfocamiento en lo particular o específico, por sobre lo colectivo, reflejado en las estadísticas; la recuperación de lo consciente por sobre lo inconsciente; una opción por las pequeñas narrativas, por sobre los grandes relatos: esta reversión de las tendencias anteriores representaba, sobretodo, un cuestionamiento frontal al modelo sociológico-estructural de explicación histórica.

Crítica al modelo mono-causal de la ‘historia social’

¿Qué problema había con el esquema explicativo de los historiadores económico-sociales? Durante tres décadas ellos intentaron ofrecer explicaciones impecablemente científicas a los grandes problemas de nuestro tiempo. Lo hicieron apelando a un modelo de explicación sumamente sofisticado, que terminó rindiendo mal la prueba de la experiencia.
¿Qué decía el ‘nuevo historiador’ (o ‘historiador social’)? Qué todos los fenómenos importantes eran consecuencias de las determinaciones de fuerzas materiales o sociales produndas, que se desplegaban lentamente en el tiempo, que ellos trataron de estudiar utilizando las herramientas teóricas y conceptuales que les aportaba la sociología y la economía.
El gran problema de estas explicaciones tan sofisticadas, es que finalmente terminaban no explicando nada. 
El problema era este. Los condicionantes económicos, sociales o demográficos están siempre ahí, como un telón de fondo, afectando a los individuos y a los grupos. Pero su manera de actuar sobre las personas o los colectivos no es nunca lineal. Cada uno de ellos vive la experiencia de lo social a su propia manera, generándose grandes elementos de diferencia. ¿Cómo es posible que, frente a unos mismos condicionantes objetivos, en un caso los cuerpos sociales produzcan una respuesta “a” en un caso y “b” en el otro? Esto sucede porque entre las estructuras y las acciones existe una capa intermedia, una especie de ‘mediación simbólica’, el reflejo de lo basal, pasado por el cedazo de la imaginación y la voluntad. Es decir, la cultura.
Como ahí es donde se juegan realmente las diferencias, es eso, esa esfera, precisamente, lo que debemos estudiar, para entender algo.
¿Qué es lo que hay que estudiar? ¿Cómo entender lo social a partir de la cultura?
El comportamiento debe mucho mucho, nos dicen, a la posición objetiva de los agentes, pero sólo en cuánto esta es experimentada desde dentro de la esfera subjetiva del agente, bajo la resolana de sus valencias culturales, y en particular, de sus discursos. Hay aquí un vínculo de ida y vuelta. Uno experimenta lo que vive reelaborándolo siempre a través de discursos, haciendo que el contorno real sea corregido y enriquecido por nuestra subjetividad.
El contexto económico-social, por cierto, sigue teniendo una prelación evidente. Pero nadie puede tener acceso a eso en estado puro. Todo lo que uno experimenta tiene que pasar por filtro cultural o subjetivo en términos el cual se va constituyendo la identidad individual o grupal, y se van configurando las prácticas sociales.

 

El ‘linguistic turn’ de la ‘nueva historia’

En el espacio intermedio, en que tienen lugar las mediaciones, se juega la suerte de todo. Por ahí nos vamos derechito al terreno del ‘linguistic turn’. Esa vieja historia que se interesaba en los sindicatos de los trabajadores organizados, en el fenómeno de la migración campo-ciudad, en cualquiera de los problemas acuciantes del siglo XX, comienza a ser transfigurada, por esta nueva historia socio-cultural en una especialidad abocada, de manera prioritaria, al estudio de la dimensión simbólica de las prácticas. Los temas reales se desvanecen, y nos vamos quedando con la pura realidad inmaterial del lenguaje.
Esta no es una vuelta atrás al subjetivismo decimonónico, para el cual lo único real era la  subjetividad deliberada y consciente del individuo, ni tampoco es un enraizamiento del concepto de cultura en el de mentalidad, que trasforma lo inmaterial en una especie de estructura de larga duración, subyacente a las realidades sociales, pero también inmune a ellas. Las estructuras sociales siguen estando ahí, la visión materialista de la historia sigue dominando. Pero ahora nos interesa reapropiarnos del problema básico de cualquier teoría social (problema que ni los historiadores tradicionales ni los nuevos historiadores supieron como responder): por qué las personas se comportan como lo hacen; qué papel cumplen en todo esto las mediaciones ejercidas en el campo del lenguaje, que es donde termina cristalzando siempre la cultura….
Esta visión más plástica de cultura, que se hace parte de la tradición materialista, abandona el piso que le ofrecía el estructuralismo, y se afinca en la tradición postestructuralista, de Barthes, Foucault y Derrida, los teóricos del discurso.
Al deslizamiento teórico le sucede el de las lealtades disciplinares.
La ‘fuga’ de la historia, de los dominios seguros que ofrecía la sociología y la economía, a este territorio tan nebuloso de las mediaciones –cultura y lenguaje–, conlleva una alianza con la antropología interpretativa de Clifford Geertz y otros, que es la disciplina más caballo con la cuestión del tratamiento de lo cultural bajo una perspectiva simbólica. Poco después, lo hizo con la teoría literaria y la lingüística (las disciplinas que estudian lo lingüístico, el discurso, el lenguaje). Surgieron, en el camino, otros intereses, otras temáticas: la historia de lo cotidiano, de la familia, las pequeñas historias relatadas con ‘descripciones densas’…
A medida que eso pasaba, la historia se iba quedando sin fondo.
¿Razones?
Los historiadores de lo político o lo social tenían claro qué había que estudiar, cómo había que estudiarlo y, sobre todo, cuales eran las cosas realmente importantes, cuáles eran los factores causales primarios que explicaban la orientación que tomaban los procesos. Su discurso sobre el pasado era un discurso con letras mayúsculas, grande, seguro. Para unos el eje del cambio eran las acciones esclarecidas de políticos, los emprendimientos de los estados, etc. Para los otros, los condicionantes económicos y los conflictos de clases. Historias de estados o de luchas sociales, por ejemplo.
Los nuevos ‘nuevos historiadores’, aquellos que criticaron las aporías de la historia social, en cambio, no tenían la película nada de clara. El campo de la historia se había vuelto infinito. Ya no parecía haber temas preponderantes. La idea tan entusiasta de que toda manifestación de lo humano merece encontrar un lugar dentro de la historia, disolvía a la disciplina en un mar de opciones bastante confuso. Sobre todo porque conllevaba una renuncia importante: la renuncia a la idea de que pudiera haber un núcleo central que actuaba como factor determinante (lo económico-social) y la renuncia concomitante a la posibilidad de un ‘modelo de explicación’ valido para todos, del lado que sea. El sacrificar este elemento pivotal, en beneficio de un culturalismo muy laxo, se terminó, ipso facto, con la posibilidad de los grandes discursos, a lo Braudel, que intentaban decir cosas significativas acerca de lo que se sucedía a los pueblos, a las civilizaciones a todo el planeta, y se abrió el espacio para el predominio de historias minúsculas, de cualquier cosa, de cualquier tema: mujeres, olores, moda, cine, hasta de individuos insignificantes (microhistoria), etc.
El edificio completo que configuraba la profesión fue agrietándose como resultado de esta apertura un poco desenfrenada, hacia intereses, perspectivas y recursos tan amplios, sobre todo debido a que cada una de estas aventuras se hizo tomando prestado lo esencial de afuera (y muy poco de adentro): incorporando muy a la carrera aportes de disciplinas vecinas, sin cuidar que esta asimilación respetara la naturaleza y las definiciones que la profesión se había dado siempre.
Estos cambios internos se deban, además, en un momento muy poco afortunado (para disciplina), cuando se planteaba, en una escala mucho más grande, un manto de duda sobre los grandes discursos, y, al lado de ella, la historia sufría un proceso de democratización, que tenía de dulce y de agraz.
Los distintos grupos sociales, culturales, étnicos o ligados por la existencia de algún interés en común, dejaron de considerarse incluidos en el discurso monolítico que proponían los historiadores (generalmente un discurso dominante, que convivía con un discurso contestario, intentando cubrir en un marco interpretativo único las realidades que eran muy misceláneas).
En estos años la historia académica comienza a perder prestigio y gravitancia. Las verdades culturales de los historiadores comenzaron a ser tratadas como meras ‘interpretaciones’. La gente sencillamente dejó de crer que lo que le decían los historiadores fuera algo irrebatible. Dejaron de creer, además, en que eso tuviera algo que ver con ellos, con sus sueños, sus visiones, sus identidades, sus proyectos. Los distintos, aquellos que no se veían representados en la línea oficial, dejaron de sentirse parte de las interpretaciones canónicas y quisieron construir sus propios marcos interpretativos….
La historia académica pesaba menos, sin dudas. Además comenzó a ser rebalsada por los lados, debido a una situación contextual que no tenían nada que ver con nosotros: en estos años la globalización, con su lógica estandarizadora, que aplanando el mundo, provocando a sus víctimas a buscar el rescate de la identidad perdida, en las tradiciones, en el pasado. La historia se volvió, como resultado de esto, algo sumanente popular. Todos quisieron descubrir en el pasado lo que eran, pasando por encima del prestigio de los historiadores: se impuso un especie de ‘nuevo historicismo’ contemporáneo bastante fragmentado y disperso, que rebalsó a la sociedad misma (una etapa en que impera una conciencia histórica aguda y se socializa la producción, distribución y consumo de conocimiento). Cada grupo, cada actor social, hacia fines de los 60’s, pudo encontrar cuerpo en un domicilio historiográfico propio (ya no hay un solo discurso historiográfico que nos sirva como espejo a todos para construir nuestra identidad). Esto sucedió a medida que los distintos actores sociales fueron ganando su derecho (humano) a tener una historia que naciera desde dentro de su propia identidad societal, que fuera distinta a aquella historia del extrañamiento, que mira los objetos exteriormente, tomando siempre la perspectiva del discurso dominante, que siempre termina reflejando los intereses de la elite que detenta el poder o de su contender social o cultural más importante (sea de la aristocracia o la izquierda).
Este proceso de socialización de la historia, que permitió a los distintos componentes del cuerpo social tener su propia identidad, expresada en una voz historiográfica, fue evolucionando de manera incremental, generando un fuerte impacto en la historia, como disciplina y como discurso. Los grandes relatos históricos comenzaron a perder relevancia, al mismo tiempo que la disciplina se desmembraba en una gama importante de ramales: surgió la historia social, historia demográfica, historia económica, historia antropológica, historia del género, historia de la vida cotidiano, historia de las mujeres, de las mentalidades, de la moda, de los olores.....; luego la fragmentación se prolongó en forma interna, dando origen cada una de esos ramales a sub-ramales menores ultra-especializados (la historia económica se comenzó a desgranar en historia de los empresarios, de los precios, del consumo, etc).
Les he hablado de los cambios que vive la historia en las décadas de 1980 y 1990, cuando ella vive lo que nosotros describimos como su un giro culturalista. Pero este fue sólo el aperitivo.

Hacia fines del siglo XX las tendencias a la fragmentación se acentúan, la historia se va descomponiendo en pedacitos cada vez menores, ahora por dos nuevos motivos: debido a los efectos del doble terremoto del postmodernismo y de las TICs.