martes, 27 de febrero de 2007

La historia entre relato y conocimiento

Roger Chartier hace un repaso de los cambios vividos por la historia en la década de 1980, cuando muchos teóricos e historiadores se condolían por la presunta crisis general que afectaba a la historia. El terremoto que ellos vislumbraban era algo mayúsculo. En todos los ámbitos disciplinarios se hablaba de giros radicales -lingüístico, crítico, hermenéutico, etc.- que parecían presagios de una refiguración más amplia de las humanidades.

No hubo tal terremoto. Luego del sacudón provocado por la inteligencia crítica de los deconstructores, los viejos límites disciplinares volvieron a asentarse, sino en las mismas posiciones de siempre, en unas bastante próximas a ellas. las cosas, pues, siguieron más o menos como estaban. Pero hubo cambios de nota, al lado de las continuidades. Uno de los legados interesantes de esta etaoa de discusión teórica fue una autocomprensión más aguda acerca de la naturaleza del trabajo histórico: la discusión de las complicaciones a que da lugar el aspecto literario y artístico de la historia permitió que nos hicieramos contestes de aspectos de nuestro trabajo que antes, cuando mirábamos a la historia como un caso de ciencia aplicada, se nos pasaban de largo. Este breve ensayo de estatuto epistémico de los relatos históricos expone con habilidad algunos de los aprendizajes alcanzados sobre la cuestión.


“Temps d´incertitude”, “epistemological crisis”, “tournant critique”, tales son los diagnósticos, en general sombríos, postulados en estos años respecto de la disciplina histórica. Para probarlo es suficiente recordar dos constataciones que han terminando abriendo la vía de una amplia reflexión. La primera, aquella que fue formulada en el editorial de marzo/abril de 1988 de la revista Annales, en donde se afirmaba lo siguiente: “Hoy en día parece llegado el tiempo de la incertidumbre. La reorganización de las ciencias sociales transforma el paisaje científico, pone en duda antiguas prioridades establecidas y afecta las formas tradicionales a través de las cuales circulaban las innovaciones. Los paradigmas dominantes, buscados hasta hace poco en el marxismo y en el estructuralismo, al igual que en los usos confiados de la cuantificación, pierden sus capacidades explicativas. [...] La disciplina histórica, que había establecido buena parte de su dinamismo sobre la base de cierta independencia y autonomía, no ha podido ahorrarse esta crisis general de las ciencias sociales1.

La segunda constatación, completamente diferente en sus razones pero semejante en sus conclusiones, es aquella postulada por David Harlan, en un artículo de la American Historical Review, que ha suscitado una discusión aun más enconada: “The return of literature has plunged historical studies into an extended epistemological crisis. It has questioned our belief in a fixed and determinable past, compromised the possibility of historical representation, and undermined our ability to locate ourselves in time2.

¿Qué indican tales diagnósticos que parecen tener algo de paradojal, pues son propuestos en el momento mismo en que el la edición de textos de historia demuestra una gran vitalidad y una sostenida capacidad inventiva, lo que se traduce en la continuación de las grandes obras colectivas de ayer, en el lanzamiento de colecciones de libros de historia que circulan a nivel europeo, en el crecimiento de las traducciones y en el eco intelectual que encuentran las grandes obras de la disciplina? Me parece que los citados diagnósticos designan una gran mutación que consiste en la desaparición de los modelos de comprehensión y de los principios de inteligibilidad que habían sido comunmente aceptados por los historiadores (al menos por la mayor parte de ellos) desde los años sesenta.

Disciplina en pleno ascenso en los años sesenta, la historia reposaba en ese momento sobre dos grandes exigencias. En primer lugar la aplicación al estudio de las sociedades antiguas y contemporáneas del paradigma estructuralista, ya fuera abiertamente reivindicado o implícitamente practicado. Se trataba ante todo de identificar las estructuras y las relaciones que, independientemente de las percepciones y de las intenciones de los individuos, dirigían los mecanismos económicos, organizaban las relaciones sociales y engendraban las formas del discurso. De ahí la afirmación de una separación radical entre el objeto del conocimiento histórico y la consciencia subjetiva de los actores.

En segundo lugar, segunda exigencia, se trataba de someter la disciplina histórica a los procedimientos del número y la serie, o para mejor decirlo, inscribirla en un paradigma del saber que Carlo Ginzburg en un célebre artículo3 ha designado como “galileano”. Se trataba, gracias a la cuantificación de los fenómenos, a la construcción de series y al tratamiento estadístico, de formular rigurosamente las relaciones estructurales que eran el objeto mismo de la disciplina. Cambiando de lugar la fórmula de Galileo en Il Saggiatore, el historiador suponía que el mundo social “estaba escrito en lenguaje matemático” y que su labor era la de poder establecer con claridad las leyes correspondientes.

Los efectos de esta doble revolución -estructuralista y “galileana”- del conocimiento histórico no han dejado de ser notables. Gracias a tal mutación la disciplina ha podido volver a conectarse con la ambición que había fundado a principios de siglo la ciencia social, en particular en su versión sociológica y durkheimiana, es decir tratar de identificar las estructuras y regularidades, para formular relaciones generales. Al mismo tiempo la disciplina histórica se liberaba de una “bien pobre idea de lo real” -la expresión es de Michel Foucault- que durante largo tiempo la había dominado, puesto que anteriormente ella asumía que los sistemas de relaciones que organizan el mundo social son tan “reales” como los datos materiales, físicos y corporales, cogidos en la inmediatez de la experiencia sensible. Liberada de cierto pasado, esta “Nueva Historia” estaba pues fuertemente inspirada, más allá de la diversidad de sus objetos, de los territorios y de las maneras que le son propias, sobre los mismos principios que soportaban las ambiciones y las conquistas de las demás ciencias sociales.


Las certidumbres rotas

Son esas certidumbres amplia y largamente compartidas las que han perdido su firmeza, y esto por múltiples razones. En primer lugar, sensibles a los nuevos enfoques sociológicos y antropológicos, los historiadores han querido restaurar el papel de los individuos en la construcción de los lazos sociales. A partir de ese hecho se producen entonces algunos desplazamientos fundamentales: de las estructuras a las redes, de los sistemas de posiciones a las situaciones vividas, de las normas colectivas a las estrategias singulares. Primero en Italia y luego en España4, la “micro-historia” ha dado los ejemplos más notables de esta transformación en las formas de hacer historiográficas, formas que ahora parecen inspirarse en los modelos interaccionistas y etnometodológicos. Radicalmente diferenciada de la monografía tradicional, cada “microstoria” entiende reconstruir, a partir de una situación particular, normal en tanto que excepcional, la manera a través de la cual los individuos producen el mundo social, por sus alianzas y sus enfrentamientos, a través de las dependencias que los vinculan o de los conflictos que los oponen. El objeto de la disciplina histórica no es pues, o ya no lo debe ser, aquel de las estructuras y los mecanismos que organizan, por fuera de toda intervención subjetiva, las relaciones sociales, sino más bien aquel de las racionalidades y las estrategias que ponen en marcha las comunidades, las parentelas, las familias, los individuos.

De esta manera se ha afirmado una forma inédita de historia social y cultural, centrada ahora sobre las distancias y las discordancias existentes, de una parte entre los sistemas de normas de la sociedad, y, de otra parte, dentro de cada uno de tales sistemas. La mirada se ha transladado pues de las reglas impuestas a los usos creativos; de las conductas obligadas a las decisiones permitidas por los recursos propios de cada uno: su poder social, su potencial económico, su acceso a la información. Habituada antes a dibujar jerarquías y a reconstruir colectivos (categorías socioprofesionales, clases, grupos) la historia de la sociedad se propone ahora interrogar nuevos objetos, estudiarlos en pequeña escala, como en el caso de la biografía, puesto que, como lo ha escrito Giovanni Levi, “Ningún sistema normativo es, de hecho, lo suficientemente estructurado para eliminar toda posibilidad de elección, de manipulación o de interpretación de las reglas, de negociación. Me parece que la biografía constituye pues, a justo título, el lugar ideal para verificar el carácter intersticial -y sin embargo central- de la libertad de la cual disponen los agentes, así como para observar el funcionamiento concreto de los sistemas normativos que jamás están exentos de contradicciones”5.

De la misma manera en el caso de la reconstrucción de procesos dinámicos (negociaciones, transacciones, intercambios, conflictos) que dibujan de manera móvil e inestable las relaciones sociales, al mismo tiempo que recortan los espacios abiertos a las estrategias individuales. Jaime Contreras lo ha expresado con exactitud en un libro reciente titulado Sotos contra Riquelmes: “Los grupos no anulaban a los individuos, y la objetividad de la fuerza de aquellos no impedía ejercer una trayectoría personal. Las familias [...] desplegaron sus estrategias para ampliar sus esferas de solidaridad y de influencia, pero cada uno de sus miembros individualmente también jugaron su papel. Si el llamado de la sangre y el peso de los linajes eran intensos, también lo eran el deseo y las posibilidades de crear espacios personales. En aquel drama que creó el fantasma de la herejía -una 'creación' personal de un inquisidor ambicioso- se jugaron, en dura disputa, intereses colectivos y aun concepciones diferentes del mundo, pero también cada individuo pudo reaccionar personalmente a partir de la trama de su propia historia”6.

Una segunda razón más profunda ha quebrado las viejas certezas: la toma de conciencia por parte de los historiadores de que su discurso, cualquiera que sea su forma, es siempre un relato. Las reflexiones pioneras de Michel de Certeau7, a continuación el gran libro de Paul Ricoeur8 y más recientemente la aplicación al campo de trabajo del historiador de una “poética del saber” que tiene por objeto, según la definición de Jacques Ranciere, “el conjunto de los procedimientos literarios por los cuales un discurso se sustrae a la literatura, se da un status de ciencia y lo significa”9, han obligado a los historiadores, quiéranlo o no, a reconocer la pertenencia del conocimiento histórico al género del relato -entendido este en sentido aristotélico, “como puesta en escena de las acciones representadas”10.

La nueva proposición no dejaba de tener consecuencias importantes para todos aquellos que, rechazando la vieja historia limitada al análisis del acontecimiento y colocándose al lado de una historia estructural y cuantitativa, pensaban haber terminado con el problema de la narración, y con la muy larga y dudosa vecindad entre el relato construido por los historiadores y la fábula, formas entre las que se suponía que se había producido una ruptura ya bien establecida, pues al lugar ocupado antes por los personajes y los héroes de los antiguos relatos la “Nueva Historia” había sustituido entidades anónimas y abstractas, como al tiempo espontáneo de la consciencia se había opuesto una temporalidad construida, jerarquizada, articulada, y al carácter pretendidamente auto-explicativo de la narración se había enfrentado la capacidad explicativa de un conocimiento controlable y verificable.

En Temps et récit, Paul Ricoeur ha mostrado cuanto de ilusorio había en esta ruptura proclamada. En efecto, toda obra de historia, incluso la menos narrativa, y aun la más estructural, está siempre construida a partir de las fórmulas que gobiernan la producción de relatos. Las entidades que manejan los historiadores (sociedades, clases, mentalidades) son en realidad “cuasi-personajes”, dotados implícitamente de propiedades, que resultan ser aquellas de los héroes singulares y de los personajes ordinarios que componen las colectividades que los historiadores designan con categorías abstractas. Pero además, las temporalidades históricas mantienen una fuerte dependencia por relación con el tiempo subjetivo. En páginas brillantes Ricoeur ha mostrado cómo La Méditerranee au temps de Philippe II de Braudel reposa, en el fondo, sobre una analogía entre el tiempo del mar y el tiempo del rey, y cómo la larga duración es una modalidad particular, derivada, de la puesta en acto del acontecimiento. Lo que quiere decir, en resumen, que los procedimientos explicativos puestos en marcha por el historiador permanecen fuertemente solidarios de una lógica de imputación causal singular, es decir, de un conocido modelo de comprehensión que, en lo cotidiano o en la ficción, permite dar cuenta de las decisiones y de las acciones de los individuos.

Un análisis de esta naturaleza, que inscribe lo que fabrica la investigación histórica dentro de la categoría de los relatos y que identifica los parentescos fundamentales que unen todos los relatos, ya pertenezcan estos al género histórico o a la ficción, tiene múltiples consecuencias. La primera es aquella que permite considerar como un problema mal planteado el debate realizado alrededor de un supuesto “retorno del relato” que, para algunos, habría caracterizado la investigación histórica en años recientes. ¿Cómo, en efecto, podría haber un “retorno” cuando no ha existido partida ni abandono? La mutación existe, es verdad, pero es de otro orden, y tiene que ver con la preferencia recientemente acordada a ciertas formas de relato frente a otras consideradas más clásicas. Por ejemplo, los relatos biográficos entrecruzados que postula la microhistoria no ponen en acción ni las mismas figuras ni las mismas construcciones que los grandes “relatos” estructurales de la historia global, o que los relatos estadísticos de la historia serial.

De ahí se desprende una segunda proposición: la necesidad de retener las propiedades específicas del relato histórico por relación con cualquiera otra clase de relatos. Tales propiedades apuntan, en principio, a la organización de un discurso que incluye (como lo escribe Michel de Certeau) dentro de él mismo, bajo la forma de citaciones que son otros tantos efectos de realidad, los materiales que lo fundan, pero de los cuales al mismo tiempo se espera producir su comprehensión. Apuntan también tales propiedades a los “procedimientos de acreditación” específicos gracias a los cuales la obra de historia muestra y garantiza su status de conocimiento verdadero. De esta manera, todo un conjunto de trabajos se ha aplicado a examinar las formas a través de las cuales se produce el propio discurso de la historia. Algunos de tales trabajos han buscado establecer taxinomias y tipologías universales, mientras que otros han intentado reconocer diferencias localizadas e individuales.

Dentro del primer grupo de intentos que mencionamos se puede colocar la tentativa de Hayden White, que intenta identificar las figuras retóricas que organizan todos los modos posibles de narración -es decir los cuatro tropos clásicos: la metáfora, la metonimia, el sinécqoue y -con un status particular, “metatropológico”- la ironía[x]. Se trata de una búsqueda de “constantes” -constantes antroplógicas (aquellas que gobiernan la experiencia) y constantes formales (aquellas que gobiernan algunos modos de representación y de narración de las experiencias históricas)-, lo que a su vez ha conducido a Reinhart Koselleck a distinguir tres tipos de escritura histórica: la historia notación (Aufschreiben), la historia acumulativa (Fortschreiben) y la historia reescritura (Umschreiben)[xi].

Dentro del segundo grupo, aquel de una poética del saber sensible a las distancias y a las diferencias, a las localizaciones particulares, se puede colocar aquellos trabajos que, como el libro reciente de Philippe Carrard: Poetics Of the New History[xii], muestran cómo diferentes historiadores, miembros de una misma “escuela” o de un mismo grupo, movilizan de manera diferente las figuras de la enunciación, la proyección o la desaparición del yo en el discurso del saber, el sistema de los tiempos verbales, la personificación de las entidades abstractas, las modalidades de la prueba: citaciones, tablas, gráficos, series cuantitativas, etc.


Desafíos contrapuestos

Sacudida de esta manera de sus certidumbres al parecer mejor establecidas, la disciplina histórica se ha viso confrontada a múltiples desafíos. El primero, lanzado bajo formas diferentes -incluso contradictorias- de los dos lados del Atlántico, pretende romper con toda ligazón entre la historia y las ciencias sociales. En los Estados Unidos el asalto ha tomado la forma del “linguistic turn” que, en estricta ortodoxia saussuriana, toma el lenguaje como un sistema cerrado de signos, cuyas relaciones producn ellas mismas la significación. La construcción del sentido es así separada de toda intención o de todo control subjetivos, puesto que ella se encuentra determinada por un funcionamiento linguístico automático e impersonal. De esta manera la realidad ya no está para ser pensada como una referencia objetiva, exterior al discurso, sino como constituida por y en el lenguaje. John Toews ha claramente caracterizado, sin compartirla, esta posición radical para la cual “the language is conceived of a self-contained system of ´signs´ whose meanings are determined by their relations to each other, rather than by their relation to some ´transcendental´ or extralinguistic object or subject”[xiii], -una posición que considera que “the creation of meaning is impersonal operating ´behind the backs´of language users whose linguistic actions can merely exemplify the rules and procedures of languages they inhabit but do not control”[xiv].

Es fácil pensar entonces que las más simples y habituales operaciones del trabajo historiográfico pierden su objeto, comenzando por las distinciones fundadoras entre texto y contexto, entre realidades sociales y realidades simbólicas, entre discursos y prácticas no discursivas. De donde se desprende, por ejemplo, el doble postulado de Keith Baker, quien aplica el “linguistic turn” al problema de los orígenes de la Revolución francesa: de un lado, los intereses sociales no tienen ninguna exterioridad por relación con los discursos, puesto que ellos constituyen “a symbolic and political construction” y no “a preexisting reality”; y de otro lado, todas las prácticas deben ser comprendidas en el orden del discurso, pues “claims to delimit the field of discourse in relation to nondiscursive social realities that lie beyond it invariably point to a domain of action that is itself discursively constituted, they distinguish, in effect, between different discursive practices -different language games- rather than between discursive and non discursive phenomena”[xv].

Del lado francés, el desafío, tal como se le ha visto cristalizar en torno a los debates comprometidos alrededor de la Revolución francesa, ha tomado un camino inverso. Lejos de postular el carácter autónomo de la producción de sentido, más allá o más acá de las voluntades individuales, el acento ha sido puesto sobre la libertad del sujeto, sobre la parte reflexionada de la acción, sobre las construcciones conceptuales. De golpe, se ven cuestionados los procedimientos clásicos de la historia social, que apuntaban a identificar las determinaciones “no sabidas” que comandaban los pensamientos y las conductas; de golpe, se encuentra afirmada la primacía de lo político, entendido como el nivel más englobante y revelador de cualquier sociedad. Ese es el lazo, la ligazón, que Marcel Gauchet ha colocado en el centro del reciente cambio de paradigma que el cree observar en las ciencias sociales: “Eso que parece dibujarse en la problematización de la originalidad occidental moderna, es el trazado de una historia total, según dos ejes: por acceso, a través de lo político, a una nueva clave para la comprensión de la totalidad; y por absorción, en función de la nueva apertura mencionada, de la parte reflexionada de la acción humana, de las filosofías más elaboradas a los sistemas de representación más difusos”[xvi].

Los historiadores (y yo soy uno de ellos) para quienes permanece como esencial la pertenencia de la historia a las ciencias sociales, han intentado responder a esta doble y a veces ruda interpelación. Contra las formulaciones del “linguistic turn” o del “semiotic challenge” -según la expresión de Gabrielle Spiegel[xvii]-, los historiadores mantienen la idea de la ilegitimidad de toda reducción de las prácticas constitutivas del mundo social a los principios que organizan el discurso. Reconocer que el pasado por lo general no es accesible más que a través de los textos que lo organizan, lo modelan y lo representan, no quiere decir de ninguna manera postular la identidad entre estas dos lógicas: de un lado la lógica logocéntrica y hermenéutica que gobierna la producción de los discursos; de otro lado la lógica práctica que organiza las conductas y las acciones: De esta irreductibilidad de la experiencia al discurso todo trabajo histórico debe tomar nota, guardándose de un uso incontrolado de la noción de “texto”, noción aplicada regularmente de manera indebida a las prácticas (ordinarias o ritualizadas), cuyos procedimientos no son en absoluto semejantes a las estrategias discursivas. Mantener esta distinción es la única forma eficaz de evitar el “presentar como principio de la práctica de los agentes la teoría que se debe construir para dar razón de ella”, para citar la fórmula de Pierre Bourdieu[xviii].

Se debe también constatar, de otra parte, que la construcción de los intereses por los discursos es ella también una práctica socialmente determinada, delimitada por los recursos desigualmente distribuidos (de lenguaje, conceptuales, materiales) de que disponen aquellos que participan en tal construcción. Esa construcción discursiva reenvía pues, necesariamente, a las posiciones y propiedades sociales objetivas, exteriores al discurso, que caracterizan a los diversos grupos, comunidades o clases que constituyen el mundo social.

En consecuencia, el objeto fundamental de una historia que intente comprender la manera a través de la cual los actores sociales dan sentido a sus prácticas y a sus discursos, me parece residir, de una parte, en la tensión entre las capacidades inventivas de los individuos o de las comunidades, y, de otra parte, las presiones, las normas, las convenciones que limitan -de manera más o menos fuerte según las posiciones en las relaciones de dominación- aquello que es posible pensar, enunciar y hacer. Este presupuesto vale para una historia de las grandes obras y las producciones estéticas, siempre inscritas en el campo de los posibles que las vuelves pensables, comunicables y comprensibles, -y en esto no se puede estar más que de acuerdo con Stephen Greenblatt cuando afirma que “the work of arts is the product of a negotiation between a creator or a class of creators, and the institutions and practices of society”[xix]. Pero la afirmación vale también para una historia de las prácticas, que son también invenciones de sentido delimitadas por múltiples determinaciones que definen, para cada comunidad, los comportamientos legítimos y las normas incorporadas.

Contra el “retorno de lo político”, pensado en una radical autonomía, parece necesario colocar en el centro del trabajo de los historiadores las relaciones complejas y variables anudadas entre los modos de organización y de ejercicio del poder político en una sociedad dada, y las configuraciones sociales que vuelven posibles esas formas políticas y son engendradas por ellas. Es así como la construcción del Estado absolutista supuso una fuerte y previa diferenciación de las funciones sociales, al mismo tiempo que exigió la perpetuación (gracias a diversos dispositivos de los cuales el más importante fue la sociedad de corte) del equilibrio de las tensions existentes entre los gruspos sociales dominantes y quienes desafiaban su dominación.

Contra el retorno a la filosofía del sujeto que acompaña o funda el retorno de lo político, la historia, entendida como ciencia social, afirma que los individuos se encuentran siempre ligados por lazos de dependencia recíprocos, percibidos o invisibles, que modelan y estructuran su personalidad, y que definen, en modalidades sucesivas, las formas de la afectividad y de la racionalidad. Se comprende así la importancia acordada hoy por muchísimos historiadores a una obra por largo tiempo ignorada, la obra de Norbert Elias, cuyo proyecto fundamental es justamente el de asociar, en la larga duración, la construcción del Estado moderno, las modalidades de interdependencia social y las figuras de la economía psíquica[xx].

El trabajo de Elias permite en particular articular los dos sentidos que siempre se han mezclado en el uso del término cultura, tal como lo manejan los historiadores. El primero designa las obras y los gestos que, en una sociedad dada, dependen del juicio estético o intelectual. El segundo apunta a las prácticas corrientes, “sin calidades”, que tejen la trama de las relaciones cotidianas y expresan las maneras a través de las cuales una comunidad vive y reflexiona su relación con el mundo y con el pasado. Pensar históricamente las formas y las prácticas culturales es pues, necesariamente, elucidar las relaciones sostenidas por estas dos realidades.

Las obras no tienen un sentido estable, universal, fijo. Por el contrario, están investidas de significaciones plurales y móviles, construidas en la negociación entre una proposición y una recepción, en el reencuentro entre las dos formas y los motivos que les dan su estructura, y las competencias y expectativas de los públicos que se apoderan de ellas. Cierto, los creadores, las autoridades o los “clercs” (sean estos o no lo sean miembros de la la Iglesia), aspiran siempre a fijar el sentido y a enunciar la correcta interpretación que debe presidir la lectura (o la mirada). Pero también siempre, la recepción inventa, desplaza, distorsiona. Producidas en una esfera específica, en un campo que tiene sus reglas, sus convenciones, sus jerarquías, las obras escapan y toman densidad peregrinando, a veces en la larga duración, a través del mundo social. Descifradas a partir de esquemas mentales y afectivos que constituyen la cultura propia (en el sentido antropológico) de las comunidades que las reciben, tales obras se constituyen también , en retorno, en un recurso para pensar lo esencial: la construcción del lazo social, la consciencia de sí, la relación con lo sagrado.

Inversamente, todo gesto creador inscribe en sus formas y en sus temas una relación con las estructuras fundamentales que, en un momento y en un lugar dados, modelan la distribución del poder, la organización de la sociedad, la economía de la personalidad. Pensando -y pensándose a sí mismo como un demiurgo-, el artista, el filósofo, el sabio, crea sin embargo dentro de la determinación. Determinación por relación con las reglas (de patronazgo, de mecenazgo, de mercado, etc.) que definen su condición. Determinaciones más fundamentales aun por relación con las normas y presiones ignoradas que habitan cada obra y que hacen que ella sea concebible, transmisible, comprensible. Eso que todo trabajo de historia cultural debe pensar es pues, indisociablemente, la diferencia por la cual todas las sociedades, bajo formas variables, han separado de lo cotidiano un dominio particular de la actividad humana, y las dependencias que inscriben de múltiples maneras la invención estética e intelectual en sus condiciones de posibilidad.


Luchas de representación y violencias simbólicas

Hay un desafío más que el trabajo histórico inspirado en las ciencias sociales no puede eludir. Se trata de la necesidad de sobrepasar el enfrentamiento estéril entre, de un lado, el estudio de las posiciones y de las relaciones, y, de otro lado, el análisis de las acciones y de las interacciones. Superar esta oposición estéril entre una “física social” y una “fenomenología social” exige la construcción de nuevos espacios de investigación en los cuales la definición misma de los problemas obligue a inscribir los pensamientos claros, las intenciones individuales, las voluntades particulares, en los sistemas normativos colectivos que, a la vez, los vuelven posibles y los limitan.

Tal enfoque, del cual el primer rasgo es el de sacudir las fronteras canónicas entre las disciplinas, recuerda que las producciones intelectuales y estéticas, las representaciones mentales, las prácticas sociales, están siempre gobernadas por mecanismos y relaciones desconocidos por los sujetos mismos. Es a partir de tal perspectiva que hay que comprender la tarea de relectura histórica de los clásicos de las ciencias sociales. (Elias, pero también Durkheim, Mauss, Halbwachs) y la importancia reconquistada, a expensas de las nociones habituales de la historia de las mentalidades, de un concepto como el de representación.

Numerosos son los trabajos de historia que han recientemente manejado la noción de representación. Hay para esto dos razones. De una parte el retroceso de la violencia que caracteriza a las sociedades entre la Edad Media y el siglo XVIII, y que se deriva de la conquista por parte del Estado (al menos tendencialmente) del monopolio sobre el empleo legítimo de la fuerza, lo que hace que los enfrentamientos sociales fundados sobre las confrontaciones directas, brutales, sangrientas, cedan cada vez más el lugar a luchas que tienen como armas y como centro de disputa los sistemas de representación. De otra parte, es del crédito acordado (o negado) al sentido que los propios sistemas de representación proponen de ellos mismos, que depende la autoridad de un poder o la fortaleza de un grupo. Es así como sobre el terreno de las representaciones del poder político, con Louis Marin[xxi], sobre el terreno de la construcción de las identidades sociales o culturales, con Bronislaw Geremek[xxii] y Carlo Ginzburg[xxiii], se ha definido una historia de las modalidades del “hacer-creer” y de las formas de creencia, que es, ante todo, una historia de las relaciones de fuerza simbólicas, una historia de la aceptación o del rechazo por parte de los dominados de los principios inculcados, de las identidades impuestas que apuntaban a asegurar y a perpetuar su dominación.

Este problema se encuentra, por ejemplo, en el centro de una Historia de las Mujeres que conceda un lugar prioritario a los dispositivos de la violencia simbólica., sobre la cual escribe Pierre Bourdieu, que no alcanza su éxito si no en la medida en que los que la sufren contribuyen a su eficacia, que ella no surte sus efectos sino en la medida en que se está “predispuesto” a ella por un aprendizaje previo que nos hace reconocerla y asumirla como un dato natural[xxiv].

Por largo tiempo la construcción de la identidad femenina ha tenido sus raíces en el proceso de interiorización por parte de las mujeres de normas enunciadas por los discursos masculinos. Un objeto mayor de una Historia de las Mujeres es, pues, el estudio de los dispositivos -desplegados sobre registros múltiples- que garantizan (o deben garantizar) que las mujeres consientan a las representaciones dominantes de la diferencia entre los sexos: la inferioridad jurídica, la inculcación escolar de los papeles sexuales, la división de espacios y tareas, la exclusión de la esfera pública, etc. Lejos de alejarse de lo real y de limitarse a indicar tan sólo las figuras del imaginario masculino, las representaciones de la inferioridad femenina, constantemente repetidas y mostradas, se inscriben en los pensamientos y en los cuerpos de los unas y de los otros, pero tal incorporación de la dominación no excluye las posibles distancias y las manipulaciones que, a través de la apropiación femenina de los modelos y normas masculinos, transforman esos modelos en instrumento de resistencia y en afirmación de identidad, aunque tales representaciones fueran forjadas originalmente para asegurar la dependencia y la sumisión.

De esta manera reconocer los mecanismos, los límites y sobre todo los usos del consentimiento, resulta una buena estrategia para corregir en el análisis el privilegio por mucho tiempo acordado a las “víctimas contestatarias”, “activas constructoras de su destino”, por diferencia con las “mujeres pasivas”, “estimadas de manera cómoda y rápida como conformes con su condición”, hecho del que no se hace un problema, olvidando “justamente que la cuestión del consentimiento resulta central en la comprensión del funcionamiento de un sistema de poder, sea este social o sexual”[xxv]. Las fisuras que minan la dominación masculina no adquieren siempre la forma de espectaculares desgarrones, ni se expresan en toda ocasión por la irrupción de un discurso de rechazo o rebelión. Esas formas de resistencia aparecen frecuentemente en el interior del propio consentimiento y empleando el lenguaje de la dominación, para fortalecer la insumisión.

Definir la dominación impuesta a las mujeres como una forma de violencia simbólica ayuda a comprender cómo la relación de dominación, que es una relación histórica y culturalmente construida, es presentada como una diferencia de naturaleza, y por lo tanto como algo irreductible y universal. Lo esencial no es entonces oponer término a término una definición biológica y una definición histórica de la oposición entre masculino/femenino, sino más bien identificar los discursos que enuncian y representan como “natural” (como biológica) la división social de tales papeles y funciones. La propia lectura naturalista de la distinción entre lo masculino y lo femenino es, por lo demás, una lectura históricamente fechada, ligada a la desaparición de las representaciones médicas de la similitud entre los sexos y a su reemplazo por el inventario indefinido de sus diferencias biológicas. Tal como lo constata Bruno Laqueur, a partir de finales del siglo XVIII al “discurso dominante que veía en los cuerpos de machos y hembras dos versiones jerárquicamente, verticalmente, ordenadas de un sólo y mismo sexo”, se suceden “una anatomía y una fisiología de la inconmensurabilidad”[xxvi]. Inscrita en las prácticas y en los hechos, organizando la realidad y lo cotidiano, la diferencia entre los sexos está siempre construida por los discursos que la fundan y la legitiman. Pero esos discursos tienen sus raíces en las posiciones y en los intereses sociales que deben garantizar el sometimiento de las mujeres y la dominación de los hombres. La Historia de las Mujeres, formulada en los términos de una historia de la relación entre los sexos, ilustra bien el desafío mayor lanzado hoy en día a los historiadores: ligar la construcción discursiva de lo social y la construcción social de los discursos.


Ficciones y falsificaciones****

Existe, en fin, un último desafío, que no es, desde luego, el menor. De la constatación, perfectamente bien fundada, según la cual toda historia, no importan cuál sea ella, es siempre un relato organizado a partir de figuras y de fórmulas que son aquellas mismas que movilizan las narracions de ficción, algunos autores han concluido en la anulación de toda distinción entre ficción y disciplina histórica, puesto que esta última no sería más que “fiction-making operation”, según la expresión de Hayden White. El saber histórico no aporta un conocimiento sobre lo real más allá de lo que simplemente lo hace una novela, siendo por lo tanto puramente ilusorio querer clasificar y jerarquizar las obras de historia en función de criterios epistemológicos que indicarían su mayor o menor pertinencia para dar cuenta de esa realidad pasada de la que la historia hace su objeto: “There has been a reluctance to considerer historical narratives as what they most manifestly are: verbal fictions, the contents of which are as much invented as found and the forms of which have more in common with their counterparts in literature than they have with those in the sciences”[xxvii]. Los únicos criterios que permiten una diferenciación de los discursos históricos, según esta perspectiva, le vienen de sus propiedades formales: “A semiological approach to the study of the texts permits us [...] to shift hermeneutic interest from the content of the texts being investigated to their formal properties”[xxviii].

En contra de un enfoque de esta naguraleza, o de un tal “shift”, es necesario recordar que el objetivo de conocimiento es constitutivo de la propia intencionalidad histórica. Tal objetivo funda las operaciones específicas de la disciplina: la construcción y tratamiento de los datos, producción de hipótesis, crítica y verificación de resultados, validación de las relaciones de adecuación entre el discurso de saber y su objeto.

Es obvio que, aunque el historiador escriba dentro de una forma “literaria”, no hace literatura, y esto por un doble orden de motivos. En primer lugar por su dependencia por relación con un archivo, es decir por relación con el pasado que ha dejado su huella en el archivo. Como escribe Pierre Vidal-Naquet: “El historiador escribe, y esta escritura no es ni neutra ni trasparante. Ella se modela sobre la base de formas literarias, incluso sobre las figuras de la retórica. [...] ¿Que el historiador, desde este punto de vista, haya perdido su inocencia, que admita ser él mismo tomado como objeto de interrogación, que él mismo se tome como tal objeto, quién puede lamentarlo? Pero queda de todas maneras el hecho de que si el discurso histórico no se apegara, a través de tantas intermediaciones como uno quiera, a aquello que llamamos, a falta de mejor palabra, lo real, permaneceríamos en el discurso, pero este discurso dejaría de ser histórico (en el sentido de perteneciente a la disciplina histórica)”[xxix]. Dependencia, a continuación, por relación con los criterios de cientificidad y las operaciones técnicas que son distintivas del “oficio”. Reconocer tales variaciones (la historia de Braudel no es la misma que la de Michelet) no implica concluir que esas normas y criterios no existen, y que las únicas exigencias que conoce la escritura de obras de historia son aquellas que gobiernan la escritura de ficción.

Comprometidos a definir el régimen de cientificidad propia de su disciplina, única condición que permite mantener la ambición de enunciar “eso que ha sido”, los historiadores han escogido varios caminos. Algunos de ellos se han aplicado al estudio de aquello que ha vuelto y vuelve posible aun la producción y la aceptación de lo “falso” en historia. Como lo han mostrado Anthony Grafton[xxx] y Julio Caro Baroja[xxxi], las relaciones son estrechas entre las falsificaciones y la filología, entre las reglas a las cuales deben someterse los “falsarios” y los progresos de la crítica documental. Por eso el trabajo de los historiadores sobre lo falso -que se cruza con aquel que adelantan los historiadores de la ciencia en su propio dominio-, es una manera paradojal, irónica, de reafirmar la capacidad de la historia para establecer un saber verdadero. Gracias a sus técnicas propias, la disciplina es apta para reconocer “los falsos” (“les faux”) como tales, y por tanto para denunciar a los falsificadores. Es volviendo sobre sus desviaciones y perversiones que la disciplina histórica demuestra que el conocimiento que ella produce se inscribe en el orden del saber controlable y verificable, demostrando al tiempo que se encuentra armada para resistir a eso que Carlo Ginzburg ha llamado “la máquina de guerra del escepticismo”, que niega al saber histórico cualquier posibilidad de separar lo falso de lo verdadero[xxxii].

Ello no quiere decir, sin embargo, que aun sea posible pensar el saber histórico que intenta instalarse en el orden de lo verdadero, dentro de las categorías del “paradigma galileano”, matemático y deductivo. El camino es pues forzosamente estrecho y difícil para quien quiere rechazar la reducción del trabajo en historia a una actividad literaria de simple curiosidad, libre y aleatoria, y oponerse al mismo tiempo a la definición de su cientificidad a partir de un modelo de conocimiento que corresponde al mundo físico. En un texto al cual siempre es necesario regresar, Michel de Certeau había formulado esta tensión fundamental de la disciplina. La historia es una práctica “científica”, productora de conocimientos, pero es también una práctica cuyas modalidades dependen de las variaciones de sus procedimientos técnicos, de normas y presiones que le son impuestas por su lugar social y por la institución del saber en donde se ejerce, y también por reglas que organizan su escritura. Todo lo cual puede enunciarse de manera inversa: la historia es un discurso que pone en acción construcciones, composiciones, figuras que son las mismas de toda escritura narrativa y también de la fábula. Pero es también una práctica que al mismo tiempo produce un cuerpo de enunciados “científicos”, si uno entiende por ello “la posibilidad de establecer un conjunto de reglas que permite ´controlar´ operaciones proporcionadas a la producción de objetos determinados”[xxxiii].

Con esas palabras lo que nos invita a pensar Michel de Certeau es precisamente lo propio de la comprehensión histórica. ¿Bajo cuáles condiciones se pueden tener por coherentes, plausibles, explicativas las relaciones instituidas entre, por una parte, los índices, las series, los enunciados que construye la operación historiográfica, y, de otra parte, la realidad referencial que se piensa “representar” adecuadamente? La respuesta no es fácil ni cómoda, pero es seguro en todo caso que el historiador tiene por tarea específica ofrecer un conocimiento apropiado, controlado, de esta “población de muertos -personajes, mentalidades, precios-”, que constituye su objeto. Abandonar este propósito de verdad -con toda seguridad desmesurado pero definitivamente fundador- sería dejar el campo libre a todas las falsificaciones y a todos los falsarios que, traicionando el conocimiento, hieren la memoria. Corresponde a los historidores, cumpliendo con su oficio, permanecer vigilantes.



1. “Histoire et Sciences Sociales. Un tournant critique?”, in Annales E.S.C., pp. 291-293. La cita en pp. 292-293.

2. David HARLAN, “Intellectual History and return of Literature”, in American Historical Review, junio, 1994, pp. 879-907. La cita en p.881. (“El retorno a la literatura ha sumido a la historia en una grave crisis epistemológica. Tal retorno ha puesto en cuestión nuestra creencia en un pasado fijo y determinado, ha comprometido la propia posibilidad de la representación histórica, y ha minado nuestra capacidad de situarnos en el tiempo”).

3. Carlo Ginzburg, “Spie. Radici di un paradigma indiziario”, in Miti, emblemi, spie. Morphología e storia. Turín, Einaudi, 1986, pp. 158-209.

4. Giovanni LEVI, L´ Eredita inmmateriale, Carriera di un esorcista nel Piemonte del Seicento. Turin, Einaudi, 1985; Jaime CONTRERAS, Sotos contra Riquelmes. Regidores, Inquisidores, Criptojudios. Madrid, Anaya/Mario Muchnick, 1992.

5. Giovanni LEVI, “Les usages de la biographie”, in Annales. E.S.C., 1989, pp. 1325-1336. La cita en pp. 1333-1334.

6. Jaime CONTRERAS, Sotos contra Riquelmes, op. cit., p. 30.

7. Michel de CERTEAU, L´Ecriture de l´histoire. Paris, Gallimard, 1975.

8. Paul RICOEUR, Temps et récit. Paris, Editions du Seuil, 1983-1985.

9. Jacques RANCIERE, Les Mots de l´histoire. Essai de poetique du savoir. Paris, Editions du Seuil, 1992, p. 21.

10. Cf. ARISTÓTELES, Obras. Madrid, Aguilar, 1964, particularmente “Poética”, p. 77 y ss., y “Retórica”, p. 116 y ss. -N. del T.

[x] Hayden WHITE, Metahistory. The Historical Imagination in Nineteenth-Century Europe. Baltimore et Londres, The Johns Hopkins University Press, 1973; Tropics of Discurse. Essays in Cultural Criticism. Baltimore et Londres, The Johns Hopkins Universituy Press, 1978, y The Content of the Form. Narrative Discourse and Historical Imagination. Baltimore et Londres, The Johns Hopkins University Press, 1987.
[xi] Reinhart KOSELLECK, “Mutation de l´expérience et changement de méthode. Esquisse historico-anthropologique”, in R. KOSELLECK, L´Expérience de l´histoire. Paris, Gallimard-Le Seuil, 1997, pp. 201-247.
[xii] Philippe CARRARD, Poetics of the New History. French Historical Discourse de Braudel to Chartier. Baltimore et Londres, The Johns Hopkins University Press, 1992.
[xiii] John E. TOEWS, “Intellectual History after Linguistic Turn: The Autonomy of Meaning and the Irreducibility of Experience”, in American Historical Review, 92, octubre, 1987, pp. 879-907. (“el lenguaje es concebido como un sistema autosuficiente de ´signos´cuyas significaciones son determinadas por sus relaciones recíprocas antes antes que por su relación con un objeto o sujeto ´trascendental´o extralinguístico”).
[xiv] Idem. (“la creación de sentido es impersonal, operando a ´la espalda´de los utilizadores del lenguaje, cuyos actos linguísticos solamente ejemplifican las reglas y procedimientos de lenguajes que habitan a los hombres, pero que ellos no controlan”).
[xv] Keith Michel BAKER, Inventing the French Revolution. : Essays on French Political Culture in the Eighteenth Century. Cambridge, Cambridge University Press, 1990, pp. 9 y 5. (“las pretensiones de delimitar el campo discursivo por relación con las realidades sociales no discursivas que existirían más allá de él, infaliblemente designan un dominio de acción que está él mismo discursivamente constituido: se puede distinguir, en efecto, entre diferentes prácticas discursivas -diferentes juegos de lenguaje- más que entre los fenómenos discursivos y no discursivos”).
[xvi] Marcel GAUCHET, “Changement de paradigme en sciences sociales?”, in Le Débat, 50, 1988, , pp. 165-170. La cita en p. 169.
[xvii] Gabrielle M. Spiegel, “History, Historicism, and the Social Logic of Text in the Middle Ages”, in Speculum. A Journal of Medieval Studies, 65, enero, 1990, pp. 59-86. La cita en p. 60.
[xviii] Pierre BOURDIEU, Choses dites. Paris, Editions de Minuit, 1987, p. 76.
[xix] Stephen GREEMBLAT, “Towards a poetics of Culture”, in The New Historicism, bajo la dirección de H.A. VEESER. New York et Londres, Routledge, 1989, pp. 1-14. La cita en p. 12. (“la obra de arte es el producto de una negociación entre un creador o una clase de creadores, y las instituciones y prácticas de la sociedad”).
[xx] Sobre la obra de Norbert Elias puede verse Materialen zu Norbert Elias Zivilisationstheorie, bajo la dirección de P. Gleichmann, J. Goudsblom y H. Horte. Franckfort-sur-le-Main, Suhrkamp, 2 vols., 1977-1984; Hermann Korte, Uber Norbert Elias. Francfort-sur-le-Main, Suhrkamp, 1988, Stephen Mennell, Norbert Elias: Civilization and the Human Self-Image. Oxford, Basil Blackwell, 1989, y Roger .Chartier, “Formation sociale et économie psychique: la société de cour dans le proces de civilisation”, Préface a Norbert Elias, La société de Cour. Paris, Flammarion, 1985, pp. i-xxviii, y “Conscience de soi et lien social”, Avant-propos, in Norbert Elias, La société des individus. Paris, Fayard, 1991, pp. 7-29.
[xxi] Louis MARIN, Le portrait du Roi. Paris, Editions de Minuit, 1981, y Des Pouvoirs de l´image. Gloses. Paris, Editions du Seuil, 1993.
[xxii] Bronislaw GEREMEK, Inutiles au monde. Truands et misérables dans l´Europe moderne (1350-1600). Paris, Gallimard/Julliard, 1980, y La Potence ou la Pieté. L´Europe et les pauvres du Moyen Age a nos jours. Paris, Gallimard, 1987.
[xxiii] Carlo GINZBURG, I Benandanti. Stregoneria e culti agrari tra Cinquecento e Seicento. Turin, Einaudi, 1966.
[xxiv] Pierre BOURDIEU, La Noblesse d´Etat. Grandes écoles et esprit de corps. Paris, Editions de Minuit, 1989, p. 10.
[xxv] Arlette FARGE, et Michelle PERROT, “Au-dela du regard des hommes”, Le monde de débats, No 2, noviembre 1992, pp. 20-21.
[xxvi] Thomas LAQUEUR, Making Sex: Body and gender fron the Greeks to Freud. Cambridge, Mass., Harvard, University Press, 1990, pp. 20-21.
**** Debe observarse que, de manera muy particular, este parágrafo recoge, sin menciones explícitas, un importante debate de finales de los años 80s en Francia, provocado por la aparición de la corriente “revisionista” de la historia del nazismo, la que sostenía que no había existido genocidio alguno, y que cuando se hablaba de ello se trataba más bien de un “relato de vencedores”, creado a partir del momento mismo de la victoria aliada y afirmado en los años posteriores. Uno de los grandes contradictores del grupo histórico revisionista -que desde luego existe también en Alemania y en menor medida en Inglaterra-, ha sido el gran helenista y luchador antifascista Pierre Vidal-Naquet, a quien R. Chartier citará renglones adelante. -N. del T.
[xxvii] Hayden WHITE, Tropics of Discourse, op. cit., p. 82. (“Ha habido reticencia a considerar las narraciones históricas como eso que ellas manifiestamente son: ficciones verbales cuyos contenidos son tanto inventados como descubiertos, y cuyas formas tienen más en común con sus equivalentes literarios que científicos”).
[xxviii] Idem, The Content of Form, op. cit., pp. 192-193. (“Tal estudio semiológico de los textos nos permite [...] desplazar el interés hermeneútico del contenido de los textos que son objeto del análisis, hacia sus propiedades formales”).
[xxix] Pierre VIDAL-NAQUET, Les Assassins de la mémoire. Un Eichmann de papier et autres études sur le révisionisme. Paris, Editions La Découverte, 1987, pp. 148-149.
[xxx] Anthony GRAFTON, Forgers and Critics: Creativity and Duplicity in Western Scholarship. Princeton University Press, 1990.
[xxxi] Julio CARO BAROJA, Las falsificaciones de la historia (en relación con la de España). Barcelona, Seix-Barral, 1992.
[xxxii] Carlo GINZBURG, “Préface” a Lorenzo Valla, La Donation de Constantin. Paris, Les Belles Lettres, 1993, pp. ix-xxi. La cita en p. xi.
[xxxiii] Michel de CERTEAU, “L´opération historiographique”, in L´Ecriture de l´histoire, op. cit., pp. 63-120.