lunes, 19 de marzo de 2007

¿Por qué molestarse con la filosofía de la historia?

Quién escriba o dicte clases sobre filosofía de la historia, en Chile y en cualquier parte, tiene que comenzar por justificar la existencia de la materia. Este comentario quizás pueda sorprender, pero hay buenas razones para considerarlo plenamente válido. Cualquier persona sabe o intuye que existe un grupo definido de problemas que pertenecen al ámbito de la economía, la biología o la física, que justifican un tratamiento filosófico. Puede tratarse, por ejemplo, de una discusión sobre los supuestos fundamentales de esa ciencias, sobre las condiciones de posibilidad del conocimiento que practican, acerca de la manera en que tal o cual disciplina aplica el método científico o se diferencia, en su aplicación, de otras disciplinas.

Con la historia no pasa lo mismo. Esta disciplina no interactúa con fluidez con la filosofía, no considera el trabajo teórico como una parte central y constitutiva de su ser profesional. Es raro que uno se encuentre con personas que sean capaces de poner sobre la mesa algún problema originado en la historia, que haya recibido un tratamiento filosófico. Hay razones históricas para aquello. La filosofía occidental moderna nació y tomó forma a partir de la reflexión acerca de los progresos alcanzados por la física a partir del siglo XVII. Desde entonces, la filosofía a iniciado un largo noviazgo con las ciencias exactas, transformadas en uno de sus temas más importantes. No solo eso. La filosofía misma, afectada por esta larga relación, ha formado sus propios criterios acerca de lo que puede aceptarse como conocimiento de cualquier clase, usando como referencia el modelo que ofrecen las ciencias naturales.

Esta vinculación ha sido sumamente desgraciada para la filosofía de la historia. El grueso de los filósofos profesionales ha preferido consagrar su tiempo al estudio de otras materias. Han sido contados los pensadores de verdadero calibre que han sentido atracción por la historia, una de las disciplinas blandas (o menos científicas) que existe. Dentro de las facultades de filosofía hay espacio para todo tipo de ramos o especialidades... filosofía clásica, filosofía de la ciencia, fiosofía contemporánea, filosofía de este tipo y del otro..., pero en ninguna facultad de filosofía que yo conozca se dicta un ramo llamado “filosofía de la historia” o existe un departamento en el que trabaje un grupo de filósofos de la historia.

Esta carencia se ha encontrado al frente con otra, sobre la que quiero que conversemos, cuyo efecto es dejar el estudio de esta materia en tierra de nadie. Los historiadores han correspondido a los filósofos, con un desinterés equivalente. A ellos tampoco les ha importado llenar ese vacío que han dejado los filósofos. Producto de ello, se ha hecho posible una fenómeno bastante interesante, que no se da con ningun disciplina que yo conozca: la historia profesional, nacida en el siglo XIX, ha tenido que evolucionar en el completo descampado, entregada enteramente a manos de practicantes que no muestran mucho interés por entender su especialidad, ni por construir una teoría que problematice sus distintas aristas, ni por interrogarse acerca de las fronteras que separan su campo de otros campos vecinos, ni sobre sus limitaciones, sus ventajas, sus diferencias.

Hablemos de eso, trayendo a colación una expresión de Platón, formulada cuando la filosofía se entretenía en cosas distintas que mirarle el ombligo a la física.

La vida que se vive en forma inconsciente, decía Platón, no es realmente vida humana. Se refería a lo siguiente. Uno puede llevar una vida diaria sin interrogarse nunca por el sentido de las cosas, dejándose llevar por el grupo, haciendo lo que se acostumbra en el momento, sin cuestionar nada, asumiendo que todo está como debe. Esto no es vivir, decía Platón. Es comportarse como los cerdos, a los que les pasan las cosas, sin pensar nunca en ellas.

Para ser un ser humano completo se necesita un poco de autoconsciencia (o filosofía): ser capaz de mirarse a sí mismos, de tomarse la medida, de juzgarse con una inteligencia crítica. Sólo asi uno evita terminar como Iván Ilyich, personaje de Tolstoy, al que se le ocurre pocos minutos antes de su muerte esa pregunta que nunca había llegado a formularse durante la vida: cuál ha sido el sentido de todo esto que se va a terminar en minutos, cuáles han sido las bases de la vida que hemos llevado.

El argumento que usa Platón para diferenciar a las personas de los animales sirve como puerta de entrada para iniciar nuestro diálogo sobre la filosofía de la historia. Porque los historiadores son mejores cerdos que seres humanos.

Edward Gibbon, famoso historiador de fines del siglo XVIII, autoridad en historia moderna de Oxford, escribía: “I dont believe in philosophy of history” (1764). Un siglo más tarde, otro historiador anglosajón muy reputado, Leslie Stephen, señalaba: “nothing distors facts so much theory”. Y agregaba, para abrochar la idea: “a scientific historian should be on his guard against the philosopher...” (1900).

Estas citas exponen una realidad más grande que una casa.

El historiador no es un tipo de sujeto que sienta la necesidad imperiosa de reflexionar sobre lo que hace o que viva agobiado por continuos ejercicios de autocrítica. Nos gusta tener los pies bien plantados sobre el suelo, sin tener que rendir cuentas a nadie sobre lo que hacemos. La teoría nos parece algo futil, si es que no un peligro.

La razón de la reserva que comento tiene raíces más profundas de las que cualquier estudiante puede advertir. Los historiadores, en general, participamos del mismo añejo prejuicio que nos ha hecho creer, desde los inicios de la etapa moderna de la profesión, que la buena historia sólo puede asomar a partir del momento en que la filosofía va en franco retiro. La filosofía de una manera amplia. Pero, sobretodo, aquella que nuestra profesión interpreta como su realización más defectuosa y nociva: las llamadas filosofías especulativas de la historia.

La razón primaria de esta actitud es la siguiente. Los historiadores damos por sentado que el trabajo que realizamos tiene dos mitades, una científica y otra un poco chapucera. Nuestro método crítico nos permite reunir hechos, describirlos correctamente, más o menos como se dieron, formar un cuadro general de situación. Todo eso se puede hacer siguiendo protocolos de investigación normativos, que garantizan la calidad del conocimiento obtenido. Pero luego de establecer los hechos, hay que significarlos o explicarlos, relacionándolos entre sí. Para eso no existe método alguno. En esa esfera, en que los hechos son transformados mediante un relato en una interpretación general sobre el proceso del cuál éstos son parte, no opera ningún principio de ciencia. Allí la cosa se pone difusa, especulativa (filosófica). Puede mandar más la imaginación, el prejuicio, el interés ideológico.

Mejor dejar esa parte difusa y poco confiable a las mentes divagadores, a los chapuceros profesionales: o sea, a los deambulan por los aires guiados por preocupaciones ontológicas o a los de inclinaciones demasiado teoréticas, que miran la historia como si fuera ciencia dura aplicada.

La mayor parte de las actividades que desarrollamos nos apartan de la autoconciencia, porque son sumamente rutinarias. Leer textos, tomar notas, visitar archivos, reconstruir hechos, dictar clases o conferencias. Todo es rutina. Y eso, la rutina, no incomoda a nadie. Porque los historiadores, incluidos los de izquierda, nunca hemos sido personas vanguardistas o iconoclastas, ni en el vesturio, ni en el desplante, ni en las ideas. Hay algo en nuestro ser profesional que nos mueve a la conformidad. Acaso porque advertimos que nuestra función es la conservación mucho más que el cambio radical: desarrollar en los estudiantes o en los lectores apego a la tradición.

Este sujeto más dado a la conformidad que al cambio, que dedica su vida describir con todo detalle hechos del pasado, sin preguntarse nunca por qué lo hace, no se parece al ser humano volitivo, autoconsciente, dueño de su ser y su destino, que Platón tiene en mente.

Cuando lo enriquecemos agregando a las habilidades heurísticas del erudito, el ojo crítico que permite rehuir lo obvio, examinar con perspectiva el trabajo que se está realizando, pasan dos cosas, igualmente importantes. Lo primero es que nuestros textos dejan de ser crónicas planas que se limitan a exponer los hechos. Se trasnforman en narraciones significativas, que logran volar sobre la superfie de los datos, tejiendo interpretaciones históricamente mucho más profundas. Lo segundo que sucede es que quedan expuestas, en una desnudez flagrante, una serie de puntos de vista filosóficos inadvertidos y postulados. Advertimos, por efecto de ese ejercicio de desnudamiento, que el trabajo que realizamos se instancia en un conjunto de supuestos de naturaleza axiomática, algunos muy estimables, otros sin ningún asidero, fundamentados en simples lugares comunes, sino en francas tonterías. Nos damos cuenta, con ello, de las limitaciones del trabajo que realizamos. Al hacerlo, logramos discernir verdaderamente los contornos de esta práctica, descubrimos en qué consiste este hacer en tanto distinto de otros: logramos advertir, por firn, en qué consiste realmente nuestro oficio.

Para que uno pueda ser buen historiador, ya vemos, se necesita una dosis de autocrítica. Esto es, disposición para inyectar algo de filosofía en nuestro oficio.

En este curso vamos a profundizar en el examen de las raíces de este prejuicio, firme como las rocas, acaso porque se trata de una de aquellas oposiciones que necesita cualquier campo de investigación para definir su carácter, para delimitar los contornos de lo que se puede y lo que no se puede hacer. Luego de discutir las raíces del prejuicio, vamos a intentar rehabilitar la filosofía, demostrando que es un error mirarnos menos como intelectuales que como simples recoletores de datos.

Sobretodo cuando vivimos en un mundo (postmoderno) en que la historia adquiere más importancia en la sociedad de la que ha tenido nunca.

Hasta hace muy poco los historiadores eran los únicos especialistas habilitados para dialogar con el pasado. Los personas corrientes estaban obligadas a vivir sus tradiciones mediadas por nuestra pluma.

Pues bien, este escenario ha cambiado de manera drástica a partir de la década de 1980. En la vida cultura de la sociedad postindustrial, en que las identidades son puestas en jaque por la globalización, la historia ha adquirido una centralidad fenomenal, transformándose en un producto de consumo masivo, como la música o el fútbol.

Hay hambre de historia entre los lectores de hoy, los telespectadores que miran la televisión, el publico que va al cine Hay libros de historia, como Europe, A history, que sacó Oxford o la Historia del siglo XX de Eric Hobwabawm, que han sido exitos editoriales comparables a las novelas con mayor circulación.

Por todas partes los agentes políticos promueven la construcción de monumentos y obras públicas para celebrar o condolerse por los hechos más traumáticos vividos en el siglo XX. La preocupación por los derechos humanos revierte sobre la historia, bajo la forma de numerosos juicios. La mejor literatura ambienta sus obras en otras épocas. Autores como Michael Ondaatje, con su Pasaje a la India, Philip Roth con su Me casé con un comunista, o nuestro Mario Vargas Llosa con varias de sus novelas (destacó dos: la Guerra del fin del mundo y la Fiesta del chivo), muestran un interés completamente inusual por ver cómo el pasado se refleja o influye en la construcción del presente. No son novelas históricas, tipo Adiós al séptimo de vida (culebrones melodramáticos con intenciones patrióticas), sino obras de ficción profundas, de gran sofisticación estética y ética. El asunto no se ha quedado en la literatura de arte, restringida a las elites. También alcanza, en forma sin precedente, a las obras para el consumidor masivo: cosa de ver la que ha pasado con El Código da Vinci o con varias de las novelas de Barbara Wood.

Lo que ha pasado con la literatura, ha pasado, al mismo tiempo, con el cine. La industria cinematográfica ha vuelto al pasado al momento de elegir sus temas, porque ha descubierto con cuánto gusto las personas corrientes están consumiendo historia (como antes, por ejemplo, consumían erotismo). Tenemos ejemplos sobresalientes como la Lista de Schindler o La Caída, en que la ficción elabora un tema de discusión política en Europa, con altura histórica, y con un rating que supera obras mucho más convencionales para la industria.

La gente quiera más historia. Esto es evidente incluso a nivel de teleseries. Band of Brothers fue un batatazo en el cable, en los 90’s. Lo mismo sucedió con otras dos series con ambientación histórica: The Six Wives of Henry VIII o Plague, fire, war and treason.

Este auge descontrolado ha afectado de manera radical el teatro de operaciones en historia y ha puesto de relieve una serie de problemas para los cuales la disciplina tiene que encontrar respuestas.

Los historiadores dejamos de ser, a principios del siglo XXI, los principales generadores de interpretaciones históricas, de símbolos históricos. Están tomando la delantera los productores de Holywood, los creativos que dan vida a portales como American Memory o Memoria Chilena, los psicólogos que elaboran los currículos escolares.... profesionales sintonizados con las nuevas tecnologías de la comunicación que nos llevanla delantera porque son mucho más hábiles para dialogar con las masas.

Pero esto supone una serie de problemas nuevos. Salvo el caso de documentalistas muy escrupulosos, lo normal ha sido que los realizadores privilegien los requerimientos de la obra, como objeto estético, frente al objetivo de la fidelidad histórica. Eso se entiende, porque su misión es el goce estético, la entretención o a veces, la política.... no la erudición. Los directores eligen las imágenes principales, los productores a los guionistas. El producto final, a veces, es bastante chato. Porque los agentes de la industria, interesados en las cifras, suelen tener la peor idea de la gente, desprecian su gusto, su capacidad para distraerse con temas realmente interesantes.

Es cierto que nosotros, los historiadores, a veces somos invitados a brindar apoyo técnico a los comunidadores, pero la verdad es que siempre desde papeles secundarios.

Los nuevos realizadores, vemos, cuentan con medios técnicos formidables, que les permiten lograr reconstrucciones del ambiente que son mucho más ricas que las que están a mano de un adusto escritor, como suele serlo el historiador. Piensen, por ejemplo, en cómo se veía el mundo de los dinosaurios en el ultimo documental que sacó la BBC. ¡Eso si que se ve real!. Pero no lo es. Los creativos de la industria de comunicaciones (editoriales, radios, canales de televisión, portales de internet, etc.) no nos venden realidades, sino ficciones muy atractivas. Si la verdad interfiere en el dramatismo de una obra, mala suerte para la verdad. Pues bien, todo ese material que nace en la industria, de a poco se está transformando en la principal fuento de símbolos y de informacio´n de la gente corriente. Si esto sigue así, los historiadores pudieran llegar a ser innecesarios.

¿En qué pie queda la historia académica, en este escenario?.

Hay mucha tela que cortar en relación a esto. Lo primero, conectado con la materia que vengo discutiendo, es la necesidad de volcarnos a la teoría, tal cual sucediera en aquellos años, en que el nuevo enfoque hizo su estreno en los seminarios de la Universidad de Berlín, para ver cómo salimos parados en esta etapa general de refiguración general del campo de las humanidades.