Se atribuye al historiador alemán Leopold von Ranke el haber dado impulso a la gran revolución metodológica que permitió apartar a la historia del nivel primario de la crónica y que nos llevó, luego de este avance inicial, a constituirla como una profesión, basada en procedimientos públicos controlados.
Esta imagen, como suelen serlo todas las que brillan en demasía, es falsa por exageración, aunque elocuente y pedagógica. Porque Ranke es alemán. Y la inteligencia alemana no es como la tercermundista, que suele florecer en la soledad, como resultado del genio y el esfuerzo individual. Detrás de la espalda de cada gloria del intelecto alemán, hay siempre una larga cadena de predecesores, que prefiguran y organizan lo que luego va a trascender, gracias a una labor sistematizadora y divulgadora de última hora.
Es conocida, por ejemplo, la enorme deuda que tiene Ranke con Niehbur y von Humboldt. Se sabe menos, sin embargo, de la deuda que contrajo con un conjunto de figuras menos conocidas, casi todas ligadas a la universidad de Göttingen.
Unas notas breves sobre eso, que se apoyan en los excelentes trabajos, escritos hace bastante tiempo, que debemos a Georg G. Iggers (The german conception of history, Middleton, Connecticut, Wesleyan University Press, 1968) y especialmente a P. H. Reill (“History and hermeneutics in the Aufklärung: the thought of Johann Christoph Gatterer”, en History and Theory, vol.25, n°3, 1986, pp.286-98).
Durante el siglo XVIII se produjo en las universidades alemanas una simbiosis muy fértil entre esa tradición que remontaba a los tiempos de Tucídides, de una historia erudita y moralizadora, con las técnicas refinadas de la exégesis textual y el criticismo, derivadas de la filología. Los cambios iniciados en esta etapa experimental fueron completados en el siglo siguiente, cuando se produjo la institucionalización de los estudios históricos y se fijo de manera perdurable su carácter.
La razón de ese primer apresto es conocida. El siglo XVIII dejó planteado un desafío enorme. Newton acababa de provocar un terremoto grado diez con su modelo mecanista de ciencia, que lograba, por primera vez, ofrecernos leyes que permitían realizar predicciones exactas, aplicables en cualquier lugar y momento. El mundo comenzó a revelarse, a partir de entonces, como un dominio seguro, que podía ser controlado por la razón organizada del científico. Todas las especialidades quisieron vivir un equivalente a aquella revolución que había transformado a la física en un dominio infalible. Incluida la historia, que vivió un largo y rico momento de introspección y autoanálisis, cuyo subproducto final fueron las reflexiones anticipadas de los autores que voy a comentar (con la brevedad exigida por la forma), que conducen, como última posta, a la eclosión del historicismo.
¿Era posible colgarse de la moda del mecanicismo y transformar a la historia derechamente en una versión aproximada (y seguramente disminuida) de física?. La respuesta de los historiadores de Göttingen fue ambigua.
La vieja historia erudita y narrativa aparecía a sus ojos como pueril, por el empecinamiento que mostraba en estudiar instancias particulares, sin poner nunca por delante nada general, nada universal. ¿Cómo eran los relatos históricos tradicionales? Se trataba, comentaban, de exposiciones más bien descriptivas, hilvanadas a partir de un criterio estrictamente cronológico. Pensaban que había que ir más lejos que esto. El gran problema que presentaban estos retratos tradicionales es que ponían juntos hechos de peso distinto, que eran erráticos o livianos cuando se trataba de definir los nexos causales, que se mostraban imponentes para reconstuir cuadros significativos del pasado como un “todo”, como una “idea viviente” (para usar sus extrañas palabras alemanas). Puros pedacitos sueltos, no más.
La historia, decían, necesitaba salir de esa lógica particularizadora, para ser elevada al estatuto de ciencia, abrazando una visión más sistémica. Pero ¿sistémica cómo? ¿a la manera de la física?. Imposible. Hay buenas razones para denegar una entrega total a la moda del siglo.
La piedra de tope para juzgar qué tan lejos podía ir la reforma de la historia, en la dirección descrita (de la lógica de las cosas particulares o la lógica de las más generales) era la noción de ‘hecho’.
¿Qué eran los hechos para estos pensadores iniciales de la ciencia histórica? Los historiadores de Göttingen los consideraban, tal cual lo hacían sus predecesores, como el objeto central y real de la historia. Pero se negaban a aceptar que ellos constituyesen, por sí solos, la espina dorsal de los relatos. Porque los hechos desnudos, al decir de Schlözer, son un material inerte, que comienza a tener valor cognoscitivo recién a partir del momento en que un investigador determinado los toma en sus manos y los transforma en los elementos que necesita una Realzusamenhang. Esto es, en parte de un ‘sistema de eventos’, en que las distintas piezas se encuentran conectadas a través de la narrativa, por vínculos funcionales de tipo causal y no causal, y no meramente por nexos cronológicos.
Sistemas, sí; ¿pero de qúe tipo?.
Gatterer y Schlözer aclaraban que nuestros sistemas presentaban diferencias importantes en relación a los que estudiaba la física o la biología. En esos ámbitos disciplinares vecinos, comentaban, los datos tienden a ser elementos de un solo sistema o de una gama muy limitada de sistemas, cubiertos por teorías inclusoras. Cada dato individual hace las veces de las piezas sueltas de los puzzles, en el sentido de que logra encajar perfectamente en el tramado de una unidad mayor. En el caso de la historia, el abanico de posiblidades es mucho más amplio, pues los datos pueden ser transformados en ‘hechos’ dentro de una gama de sistemas posibles (o de puzzles) que será tan amplia como sea de grande el número puntos de vista que puedan tener los investigadores, a partir de sus expectativas e intereses tribales.
Aquí el ‘perspectivismo’ es la norma, no la excepción, como puede suceder con las ciencias. Y por razones que conectan con aspectos que son esenciales para la disciplina, por el siguiente motivo.
Las ciencias que siguen al pie de la letra el molde de la física tienden a examinar la realidad como si esta fuera algo estático, regido por constantes de vigencia universal. En historia, en cambio, el componente ‘tiempo’ cumple una función esencial. Las cosas que estudiamos aquí no están sustraídas nunca a la lógica de la transformación. Aunque se trate de hechos circunscritos a un tiempo muy definido, éstos siempre se encuentran integrados en procesos de cambio. No son realidades estáticas, sino realidades en movimiento. Flujos, por fin, en que el elemento dominante es siempre el tiempo. Pero ¿qué tipo de tiempo? ¿esa uniformidad lineal que tienen en mente los físicos o los Ilustrados?.
La noción de ‘tiempo’ de los historiadores, según los pensadores de Göttingen, comporta mayor riqueza que la linealidad sencilla supuesta en una cronología o la implícita en un modelo organicista. Para nosotros, asentaban, el tiempo es multilineal: los cursos de hechos se nutren de la contingencia, de decisiones conscientes o del azar, no de principios de determinación simples, que operen en forma mecánica.
El tiempo está en medio de todo, incluidos los sistemas de equilibrio, que muestran gran estabilidad. ¿Cómo? Gatterer y Schlözer razonan sistemas que son constitutivamente dinámicos. Como se trata de entidades vivas que se encuentran sujetas a cambios permanentes, no tiene asunto proponer como regla, para la historia, la fórmula convencional de explicación causal.
Lo que necesitamos, aquí, son nexos que permitan describir la dinámica relacional de entidades vivas que están en constante proceso de transformación. ¿Cómo pueden ser estos nexos? ¿leyes del cambio histórico, como propondrán los filósofos especulativos de la historia?.
Algo más sencillo. Las narrativas históricas, nos hacen ver, ofrecen ‘descripciones genéticas’ –primero esto, luego lo otro, luego lo subsiguiente, hasta llegar a un final–. En este tipo de descripciones interpretativas el protagonista central, a diferencia del modelo rankeano, no son los héroes de la política o las relaciones exteriores, sino los “autores anónimos de la historia”; el escenario en el que se despliega su actuar son aquellas áreas de la vida en las que las grandes fuerzas sin rostro, antes ignoradas por los cronistas y los historiadores, se desenvuelven. Es una narrativa que desdeña las vivencias de reyes, grandes personajes o batallas, que son los más celebrados en la vida corriente (y en la historiografía); lo que interesa aquí, por el contrario, son los eventos que componen la trama de la vida normal de una sociedad, como puerta de entrada para penetrar en la trastienda de su dinámica interna.
Se trata, en apariencia, de una historia con una orientación hacia lo estructural, más o menos similar a la que hemos conocido en tiempos recientes. Pero con elementos de diferencia importantes, que no pueden ser pasados por alto.
Gatterer y Schlözer no creen que al cambiar nuestra atención desde lo particular hacia lo social tengamos, forzadamente, reformar la historia para ponerla en sintonía con las modas del siglo. Alegan que la ‘nueva historia’ que ellos tienen en mente, que quiere emprender el estudio de la dinámica de cambio de los sistemas sociales, no puede realizarse apelando a un lenguaje puramente analítico, sustentado en la precisión que que permiten las matemáticas, ni apelando a modelos formales de ninguna clase. ¿Por qué motivos? Pues porque el mejor recurso de expresión para alcanzar un conocimiento sistémico de algo que está vivo y que se desenvuelve, como lo que es, en el constante movimiento, es el clásico relato, que remite siempre al arte de la comprensión.
Es la historia, decía Schlözer en 1772, la que nos hace ser lo que somos: el hombre no es nada por naturaleza; recibe su contenido y su carácter de la historia. Si la historia es un constructo humano, si tiene las peculiaridades reseñadas, entonces no puede convenir, bajo ningún concepto, el empleo acrítico de los métodos de investigación de las ciencias abstractas.
La base central del trabajo de re-significar sistemas en tránsito, proponen, debe ser el recurso esencial de la Anschauung (comprensión intuitiva de las cosas). Habrá que aprovechar, por cierto, cuánto puedan aportarnos las rigurosas disciplinas dedicadas a la recolección de evidencias materiales sobre las culturas pasadas –arqueología, numismática, epigrafía, diplomática o iconografía– y la que nos ofrece una ciencia en eclosión en suelo alemán –la estadística–. Como no. Pero sin perder nunca de vista que el aporte real que pueden hacer las ciencias se limitará a proporcionar buen material que irá en beneficio de un ejercicio fundamentalmente interpretativo: el momento de la penetración a lo alterno por la vía de la intuición.
¿Qué tan efectivo es el mecanismo de la comprensión instuitiva?
Los historiadores de Göttingen están convencidos de que a través de la Anschauung, que es asumida como una forma superior de conocimiento, es posible trascender la brecha que tiende el tiempo. La Anschauung consiste en el ejercicio empático de re-experimentación de lo vivido –la describen como un acto ‘divino’ en que el intérprete logra penetrar en lo alterno–, que se sustenta en la existencia de un fondo psicológico básico compartido entre sujeto y objeto, que permite actualizar una emoción o un pensamiento.
Esta forma de conocimiento experiencial, sin embargo, no es inmediata. Lo que hace es ayudar al interprete a discernir la presencia y la importancia de las Grundformen. Se trata de “formas” o “patrones formales”, una especie de fuerzas endógenas que animan o rigen a los sistemas (entidades vivientes) de una manera similar a como lo hacen las leyes generales de las ciencias (organizando el funcionamiento de aquello que rigen), que ofrecen la particularidad de no ser accesibles a la observación directa. ¿Cómo llegar a ellas, para caracterizarlas? El historiador puede lograrlo solamente mediante el ejercicio continuo de la inducción, la analogía y la comparación. Estas actividades mentales le permitirán re-experimentar el receptorio, la exterioridad de las fuerzas endógenas, aunque no, por cierto, la carga específica de su individualidad. Para dar ese paso que nos lleva de la forma a la sustancia es preciso poner a caminar las fuerzas de la intución, echando mano de todo lo que pueda colaborar: ahí conviene hacer un examen del contexto y de los determinantes históricos; ahí viene el recurso a la estadística por ejemplo; en suma, la apelación a todo aquello que puedan aportarnos las disciplinas vecinas, que conocen a su manera lo social. De otra manera el acto intuitivo será mudo o errático (se quedará en el exterior de la forma).
No vale la pena detenerse mucho en la sutileza de esta hermenéutica temprana. Lo que me interesa, más bien, es subrayar la evidencia de un hecho más grande que una casa: la discusión que tiene lugar, hoy en día, sobre los horizontes de la historia en tanto ciencia de lo social, es más vieja que el hilo negro (ya se había dado, en forma bastante plena, en el corazón del siglo XVIII).
Los historiadores de Göttingen asumieron con entusiasmo el desafío del fisicalismo. Al verse confrontados con el modelo que nos ofrecían las ciencias duras, iniciaron una profunda reflexión acerca del la función, significado y forma de su actividad, que pone sobre la palestra los mismos problemas que enredan hoy en día la discusión de quienes miran a la historia como una ciencia social.
Adviertieron, tal cual lo hacemos hoy en día, que el modelo estándar de ciencia no es aplicable en nuestro dominio. Advirtieron, al mismo tiempo, la necesidad de plantearse como problemática la cuestión de cómo compatibilizar un tipo de história regida por un doble destino: una historia narrativa, sensible a la diacronía, capaz de dar cuenta de procesos, y una historia estructural, sustentada en las estadísticas, apta para disectar sistemas en la sincronía.
Eran conscientes de que el acercamiento narrativo y el estructural ofrecían posibilidades fructíferas, pero contenían, a la vez, importantes limitaciones. También de que se trataba, en cierto sentido, de contrarios muy difíciles de amalgamar.
Creían que la maduración de la historia como ciencia exigía encontrar una forma más o menos amigable, aunque no perfecta, de tender un puente entre estos contrarios.
Al abordar de manera frontal la búsqueda de la solución presupuesta en esta determinación, desarrollaron uno de los primeros ejercicios serios de reflexión en los términos que se lo plantea hoy la filosofía narrativista de la historia. ¿Por qué motivo? Pues porque descubrieron que la solución a esta confrontación directa entre ambas almas de la historia –la que remite al desafío del fisicalismo y la que descubre la naturaleza especial de la comprensión que se característica de la disciplina– se resuelve en el estudio del lenguaje y la forma narrativa. Al hacerlo, transformaron la reflexión en torno a la cuestión de la representación en uno de los problemas cruciales que debe competer a cualquier teoría de la historia como ciencia social.
La narrativa, mantuvieron, es el instrumento esencial del historiador. Sin ella los historiadores no pueden encajar la variable tiempo en sus reconstrucciones, sin ellas no se puede capturar el movimiento de los sistemas vivos. Los relatos, además, son los conductos (la forma presentacional) que necesita la intuición para ayudar al lector a dar el paso desde la forma al fondo. Los relatos, por lo mismo, son inseparables de la historia. Son la historia misma. Y llegamos a aquel predicamento bien conocido, del narrativista, que nos indica que no puede haber una historia propiamente dicha que no sea, también, un relato.
Pero el reconocimiento de la implicación tan directa que se da entre una disciplina académica y una forma presentacional no supone, como pudiera pensarse, un reconocimiento del estatuto literario de la disciplina misma. Nada más alejado de las intenciones de estos alemanes. ¿Qué son las narrativas para ellos? Un medio que permite compatibilizar lo sincrónico con lo diacrónico, pero de un modo seguro, que nada tiene que ver con el que es propio de un poeta o un novelista. La narrativa de que hablan, pues, no es un caso de arte. Se trata, simplemente, de una variante del canon normal de la ciencia.
¿Cuál es la frontera que separa al acto de creación poética de la re-experimentación auténtica de vida pasada, que se vehicula a través de un relato?. Ambos intentan proporcionar al lector una sensacion lo más viva posible, como para que éste sienta que se ha superado el abismo que lo separa del pasado. Pero en el historiador este trabajo de imaginación está subordinado a la exigencia del logro de la exactitud. Hay, en forma anticipada, una búsqueda de verdad, que no está presente en el creador ficcional.
La misma ambigüedad mal fundamentada que hoy nos sirve de excusa para mantener que nuestras obras tienen un estatuto epistémico especial, por más que sean tan similares a las novelas.
Tema largo, que quizás retome en otro momento.
Esta imagen, como suelen serlo todas las que brillan en demasía, es falsa por exageración, aunque elocuente y pedagógica. Porque Ranke es alemán. Y la inteligencia alemana no es como la tercermundista, que suele florecer en la soledad, como resultado del genio y el esfuerzo individual. Detrás de la espalda de cada gloria del intelecto alemán, hay siempre una larga cadena de predecesores, que prefiguran y organizan lo que luego va a trascender, gracias a una labor sistematizadora y divulgadora de última hora.
Es conocida, por ejemplo, la enorme deuda que tiene Ranke con Niehbur y von Humboldt. Se sabe menos, sin embargo, de la deuda que contrajo con un conjunto de figuras menos conocidas, casi todas ligadas a la universidad de Göttingen.
Unas notas breves sobre eso, que se apoyan en los excelentes trabajos, escritos hace bastante tiempo, que debemos a Georg G. Iggers (The german conception of history, Middleton, Connecticut, Wesleyan University Press, 1968) y especialmente a P. H. Reill (“History and hermeneutics in the Aufklärung: the thought of Johann Christoph Gatterer”, en History and Theory, vol.25, n°3, 1986, pp.286-98).
Durante el siglo XVIII se produjo en las universidades alemanas una simbiosis muy fértil entre esa tradición que remontaba a los tiempos de Tucídides, de una historia erudita y moralizadora, con las técnicas refinadas de la exégesis textual y el criticismo, derivadas de la filología. Los cambios iniciados en esta etapa experimental fueron completados en el siglo siguiente, cuando se produjo la institucionalización de los estudios históricos y se fijo de manera perdurable su carácter.
La razón de ese primer apresto es conocida. El siglo XVIII dejó planteado un desafío enorme. Newton acababa de provocar un terremoto grado diez con su modelo mecanista de ciencia, que lograba, por primera vez, ofrecernos leyes que permitían realizar predicciones exactas, aplicables en cualquier lugar y momento. El mundo comenzó a revelarse, a partir de entonces, como un dominio seguro, que podía ser controlado por la razón organizada del científico. Todas las especialidades quisieron vivir un equivalente a aquella revolución que había transformado a la física en un dominio infalible. Incluida la historia, que vivió un largo y rico momento de introspección y autoanálisis, cuyo subproducto final fueron las reflexiones anticipadas de los autores que voy a comentar (con la brevedad exigida por la forma), que conducen, como última posta, a la eclosión del historicismo.
¿Era posible colgarse de la moda del mecanicismo y transformar a la historia derechamente en una versión aproximada (y seguramente disminuida) de física?. La respuesta de los historiadores de Göttingen fue ambigua.
La vieja historia erudita y narrativa aparecía a sus ojos como pueril, por el empecinamiento que mostraba en estudiar instancias particulares, sin poner nunca por delante nada general, nada universal. ¿Cómo eran los relatos históricos tradicionales? Se trataba, comentaban, de exposiciones más bien descriptivas, hilvanadas a partir de un criterio estrictamente cronológico. Pensaban que había que ir más lejos que esto. El gran problema que presentaban estos retratos tradicionales es que ponían juntos hechos de peso distinto, que eran erráticos o livianos cuando se trataba de definir los nexos causales, que se mostraban imponentes para reconstuir cuadros significativos del pasado como un “todo”, como una “idea viviente” (para usar sus extrañas palabras alemanas). Puros pedacitos sueltos, no más.
La historia, decían, necesitaba salir de esa lógica particularizadora, para ser elevada al estatuto de ciencia, abrazando una visión más sistémica. Pero ¿sistémica cómo? ¿a la manera de la física?. Imposible. Hay buenas razones para denegar una entrega total a la moda del siglo.
La piedra de tope para juzgar qué tan lejos podía ir la reforma de la historia, en la dirección descrita (de la lógica de las cosas particulares o la lógica de las más generales) era la noción de ‘hecho’.
¿Qué eran los hechos para estos pensadores iniciales de la ciencia histórica? Los historiadores de Göttingen los consideraban, tal cual lo hacían sus predecesores, como el objeto central y real de la historia. Pero se negaban a aceptar que ellos constituyesen, por sí solos, la espina dorsal de los relatos. Porque los hechos desnudos, al decir de Schlözer, son un material inerte, que comienza a tener valor cognoscitivo recién a partir del momento en que un investigador determinado los toma en sus manos y los transforma en los elementos que necesita una Realzusamenhang. Esto es, en parte de un ‘sistema de eventos’, en que las distintas piezas se encuentran conectadas a través de la narrativa, por vínculos funcionales de tipo causal y no causal, y no meramente por nexos cronológicos.
Sistemas, sí; ¿pero de qúe tipo?.
Gatterer y Schlözer aclaraban que nuestros sistemas presentaban diferencias importantes en relación a los que estudiaba la física o la biología. En esos ámbitos disciplinares vecinos, comentaban, los datos tienden a ser elementos de un solo sistema o de una gama muy limitada de sistemas, cubiertos por teorías inclusoras. Cada dato individual hace las veces de las piezas sueltas de los puzzles, en el sentido de que logra encajar perfectamente en el tramado de una unidad mayor. En el caso de la historia, el abanico de posiblidades es mucho más amplio, pues los datos pueden ser transformados en ‘hechos’ dentro de una gama de sistemas posibles (o de puzzles) que será tan amplia como sea de grande el número puntos de vista que puedan tener los investigadores, a partir de sus expectativas e intereses tribales.
Aquí el ‘perspectivismo’ es la norma, no la excepción, como puede suceder con las ciencias. Y por razones que conectan con aspectos que son esenciales para la disciplina, por el siguiente motivo.
Las ciencias que siguen al pie de la letra el molde de la física tienden a examinar la realidad como si esta fuera algo estático, regido por constantes de vigencia universal. En historia, en cambio, el componente ‘tiempo’ cumple una función esencial. Las cosas que estudiamos aquí no están sustraídas nunca a la lógica de la transformación. Aunque se trate de hechos circunscritos a un tiempo muy definido, éstos siempre se encuentran integrados en procesos de cambio. No son realidades estáticas, sino realidades en movimiento. Flujos, por fin, en que el elemento dominante es siempre el tiempo. Pero ¿qué tipo de tiempo? ¿esa uniformidad lineal que tienen en mente los físicos o los Ilustrados?.
La noción de ‘tiempo’ de los historiadores, según los pensadores de Göttingen, comporta mayor riqueza que la linealidad sencilla supuesta en una cronología o la implícita en un modelo organicista. Para nosotros, asentaban, el tiempo es multilineal: los cursos de hechos se nutren de la contingencia, de decisiones conscientes o del azar, no de principios de determinación simples, que operen en forma mecánica.
El tiempo está en medio de todo, incluidos los sistemas de equilibrio, que muestran gran estabilidad. ¿Cómo? Gatterer y Schlözer razonan sistemas que son constitutivamente dinámicos. Como se trata de entidades vivas que se encuentran sujetas a cambios permanentes, no tiene asunto proponer como regla, para la historia, la fórmula convencional de explicación causal.
Lo que necesitamos, aquí, son nexos que permitan describir la dinámica relacional de entidades vivas que están en constante proceso de transformación. ¿Cómo pueden ser estos nexos? ¿leyes del cambio histórico, como propondrán los filósofos especulativos de la historia?.
Algo más sencillo. Las narrativas históricas, nos hacen ver, ofrecen ‘descripciones genéticas’ –primero esto, luego lo otro, luego lo subsiguiente, hasta llegar a un final–. En este tipo de descripciones interpretativas el protagonista central, a diferencia del modelo rankeano, no son los héroes de la política o las relaciones exteriores, sino los “autores anónimos de la historia”; el escenario en el que se despliega su actuar son aquellas áreas de la vida en las que las grandes fuerzas sin rostro, antes ignoradas por los cronistas y los historiadores, se desenvuelven. Es una narrativa que desdeña las vivencias de reyes, grandes personajes o batallas, que son los más celebrados en la vida corriente (y en la historiografía); lo que interesa aquí, por el contrario, son los eventos que componen la trama de la vida normal de una sociedad, como puerta de entrada para penetrar en la trastienda de su dinámica interna.
Se trata, en apariencia, de una historia con una orientación hacia lo estructural, más o menos similar a la que hemos conocido en tiempos recientes. Pero con elementos de diferencia importantes, que no pueden ser pasados por alto.
Gatterer y Schlözer no creen que al cambiar nuestra atención desde lo particular hacia lo social tengamos, forzadamente, reformar la historia para ponerla en sintonía con las modas del siglo. Alegan que la ‘nueva historia’ que ellos tienen en mente, que quiere emprender el estudio de la dinámica de cambio de los sistemas sociales, no puede realizarse apelando a un lenguaje puramente analítico, sustentado en la precisión que que permiten las matemáticas, ni apelando a modelos formales de ninguna clase. ¿Por qué motivos? Pues porque el mejor recurso de expresión para alcanzar un conocimiento sistémico de algo que está vivo y que se desenvuelve, como lo que es, en el constante movimiento, es el clásico relato, que remite siempre al arte de la comprensión.
Es la historia, decía Schlözer en 1772, la que nos hace ser lo que somos: el hombre no es nada por naturaleza; recibe su contenido y su carácter de la historia. Si la historia es un constructo humano, si tiene las peculiaridades reseñadas, entonces no puede convenir, bajo ningún concepto, el empleo acrítico de los métodos de investigación de las ciencias abstractas.
La base central del trabajo de re-significar sistemas en tránsito, proponen, debe ser el recurso esencial de la Anschauung (comprensión intuitiva de las cosas). Habrá que aprovechar, por cierto, cuánto puedan aportarnos las rigurosas disciplinas dedicadas a la recolección de evidencias materiales sobre las culturas pasadas –arqueología, numismática, epigrafía, diplomática o iconografía– y la que nos ofrece una ciencia en eclosión en suelo alemán –la estadística–. Como no. Pero sin perder nunca de vista que el aporte real que pueden hacer las ciencias se limitará a proporcionar buen material que irá en beneficio de un ejercicio fundamentalmente interpretativo: el momento de la penetración a lo alterno por la vía de la intuición.
¿Qué tan efectivo es el mecanismo de la comprensión instuitiva?
Los historiadores de Göttingen están convencidos de que a través de la Anschauung, que es asumida como una forma superior de conocimiento, es posible trascender la brecha que tiende el tiempo. La Anschauung consiste en el ejercicio empático de re-experimentación de lo vivido –la describen como un acto ‘divino’ en que el intérprete logra penetrar en lo alterno–, que se sustenta en la existencia de un fondo psicológico básico compartido entre sujeto y objeto, que permite actualizar una emoción o un pensamiento.
Esta forma de conocimiento experiencial, sin embargo, no es inmediata. Lo que hace es ayudar al interprete a discernir la presencia y la importancia de las Grundformen. Se trata de “formas” o “patrones formales”, una especie de fuerzas endógenas que animan o rigen a los sistemas (entidades vivientes) de una manera similar a como lo hacen las leyes generales de las ciencias (organizando el funcionamiento de aquello que rigen), que ofrecen la particularidad de no ser accesibles a la observación directa. ¿Cómo llegar a ellas, para caracterizarlas? El historiador puede lograrlo solamente mediante el ejercicio continuo de la inducción, la analogía y la comparación. Estas actividades mentales le permitirán re-experimentar el receptorio, la exterioridad de las fuerzas endógenas, aunque no, por cierto, la carga específica de su individualidad. Para dar ese paso que nos lleva de la forma a la sustancia es preciso poner a caminar las fuerzas de la intución, echando mano de todo lo que pueda colaborar: ahí conviene hacer un examen del contexto y de los determinantes históricos; ahí viene el recurso a la estadística por ejemplo; en suma, la apelación a todo aquello que puedan aportarnos las disciplinas vecinas, que conocen a su manera lo social. De otra manera el acto intuitivo será mudo o errático (se quedará en el exterior de la forma).
No vale la pena detenerse mucho en la sutileza de esta hermenéutica temprana. Lo que me interesa, más bien, es subrayar la evidencia de un hecho más grande que una casa: la discusión que tiene lugar, hoy en día, sobre los horizontes de la historia en tanto ciencia de lo social, es más vieja que el hilo negro (ya se había dado, en forma bastante plena, en el corazón del siglo XVIII).
Los historiadores de Göttingen asumieron con entusiasmo el desafío del fisicalismo. Al verse confrontados con el modelo que nos ofrecían las ciencias duras, iniciaron una profunda reflexión acerca del la función, significado y forma de su actividad, que pone sobre la palestra los mismos problemas que enredan hoy en día la discusión de quienes miran a la historia como una ciencia social.
Adviertieron, tal cual lo hacemos hoy en día, que el modelo estándar de ciencia no es aplicable en nuestro dominio. Advirtieron, al mismo tiempo, la necesidad de plantearse como problemática la cuestión de cómo compatibilizar un tipo de história regida por un doble destino: una historia narrativa, sensible a la diacronía, capaz de dar cuenta de procesos, y una historia estructural, sustentada en las estadísticas, apta para disectar sistemas en la sincronía.
Eran conscientes de que el acercamiento narrativo y el estructural ofrecían posibilidades fructíferas, pero contenían, a la vez, importantes limitaciones. También de que se trataba, en cierto sentido, de contrarios muy difíciles de amalgamar.
Creían que la maduración de la historia como ciencia exigía encontrar una forma más o menos amigable, aunque no perfecta, de tender un puente entre estos contrarios.
Al abordar de manera frontal la búsqueda de la solución presupuesta en esta determinación, desarrollaron uno de los primeros ejercicios serios de reflexión en los términos que se lo plantea hoy la filosofía narrativista de la historia. ¿Por qué motivo? Pues porque descubrieron que la solución a esta confrontación directa entre ambas almas de la historia –la que remite al desafío del fisicalismo y la que descubre la naturaleza especial de la comprensión que se característica de la disciplina– se resuelve en el estudio del lenguaje y la forma narrativa. Al hacerlo, transformaron la reflexión en torno a la cuestión de la representación en uno de los problemas cruciales que debe competer a cualquier teoría de la historia como ciencia social.
La narrativa, mantuvieron, es el instrumento esencial del historiador. Sin ella los historiadores no pueden encajar la variable tiempo en sus reconstrucciones, sin ellas no se puede capturar el movimiento de los sistemas vivos. Los relatos, además, son los conductos (la forma presentacional) que necesita la intuición para ayudar al lector a dar el paso desde la forma al fondo. Los relatos, por lo mismo, son inseparables de la historia. Son la historia misma. Y llegamos a aquel predicamento bien conocido, del narrativista, que nos indica que no puede haber una historia propiamente dicha que no sea, también, un relato.
Pero el reconocimiento de la implicación tan directa que se da entre una disciplina académica y una forma presentacional no supone, como pudiera pensarse, un reconocimiento del estatuto literario de la disciplina misma. Nada más alejado de las intenciones de estos alemanes. ¿Qué son las narrativas para ellos? Un medio que permite compatibilizar lo sincrónico con lo diacrónico, pero de un modo seguro, que nada tiene que ver con el que es propio de un poeta o un novelista. La narrativa de que hablan, pues, no es un caso de arte. Se trata, simplemente, de una variante del canon normal de la ciencia.
¿Cuál es la frontera que separa al acto de creación poética de la re-experimentación auténtica de vida pasada, que se vehicula a través de un relato?. Ambos intentan proporcionar al lector una sensacion lo más viva posible, como para que éste sienta que se ha superado el abismo que lo separa del pasado. Pero en el historiador este trabajo de imaginación está subordinado a la exigencia del logro de la exactitud. Hay, en forma anticipada, una búsqueda de verdad, que no está presente en el creador ficcional.
La misma ambigüedad mal fundamentada que hoy nos sirve de excusa para mantener que nuestras obras tienen un estatuto epistémico especial, por más que sean tan similares a las novelas.
Tema largo, que quizás retome en otro momento.