sábado, 10 de noviembre de 2007

Entrevista a Roger Chartier

Entrevista realizada Noemí Goldman y Oscar Terán a Roger Chartier, en el año 1994. Fue publicada originalmente en la revista Ciencia Hoy. La recomiendo porque documenta bien las raíces del pensamiento del autor sobre la historia. En otro 'post' de este blog reproduzco, también, un texto breve suyo, alineado con algunas de las preocupaciones planteadas en estas líneas.


Para empezar nos interesa conocer brevemente su trayectoria intelectual: ¿qué pasos, qué influencias, qué ideologías, qué adscripciones político-intelectuales han contribuido a su formación?

Nací en Lyon en 1945. Mi formación intelectual fue en el ámbito de la llamada escuela de los Annales, de los años sesenta. El primer trabajo que realicé estaba dedicado a la Academia de Lyon en el siglo XVIII: a la masonería, a las sociedades literarias y a las bibliotecas. Fue publicado en 1969 bajo la dirección de Daniel Roche. Un segundo historiador importante para mi formación fue Denis Richet, conocido por un pequeño pero maravilloso libro sobre las instituciones del Antiguo Régimen. Constituyó este el momento en que surgieron nuevas formas de entender la historia cultural, las que, apoyadas en cifras y en series, intentaban comprender las discrepancias socioculturales a partir de indicadores medibles estadísticamente (por ejemplo, las tasas de alfabetización)

Entre 1969 y 1976 fui asistente, el primer grado del mundo académico, en la Sorbona. Fue un período muy agradable, que recuerdo con felicidad. En 1984 obtuve la designación de director de estudios en el centro de investigaciones históricas de I’École des Hautes Études en Sciences Sociales de París. Una de las cosas más importantes de estos años fue la posibilidad de encuentro y discusión con colegas extranjeros, que promovió la crítica de la historia cultural tal como se la practicaba en ese momento (puedo citar, como ejemplo, la relación de amistad y de intercambio que, desde 1974 y hasta hoy, me une con el historiador Robert Darnton).

A partir de estos encuentros se fue produciendo una evolución, compartida con historiadores de diversas generaciones, desde una historia que buscaba una lectura más científica del pasado, mediante series estadísticas basadas en la cuantificación de los fenómenos culturales, a una historia que ha reintroducido otro tipo de cuestiones; por ejemplo, las relacionadas con la circulación del escrito impreso y las prácticas de lectura. Esta nueva perspectiva necesita de otro tipo de fuentes, no cuantitativas, que vuelven a colocar la singularidad de los individuos o de las comunidades en los modelos globales.

Mi campo de investigación fue, al principio, la historia de las formas de sociabilidad y de la educación, pero focalicé luego mi atención en la relación entre los textos y los lectores, en una forma de historia del libro. Paralelamente a este trabajo con objetos, con campos precisos de investigación, he sostenido un diálogo con otras disciplinas, como la filosofía y la historia literaria. Y con autores importantes para los historiadores, aunque no sean historiadores en la definición clásica, académica, de la palabra, como Michel Foucault o Michel de Certeau.


En los últimos años se ha hablado de tiempos de incertidumbre y de momento crítico para la historia. ¿Cuáles son los desafíos que se le presentan hoy al historiador?

Creo que el principal se vincula con que se ha puesto en evidencia que su discurso, de cualquier forma que se presente, pertenece a la clase de los relatos. Los relatos de historia y los de ficción emplean las mismas matrices, las mismas fórmulas y las mismas figuras. Aun cuando el histórico se sirva de series estadísticas, sigue dependiendo de categorías que comparte con el de ficción: por ejemplo, en la manera de hacer actuar a los personajes –ya sean individuos de carne y hueso o entidades abstractas–, en la manera de construir la temporalidad histórica o en la concepción de las relaciones de causalidad.

Esta conciencia aguda de la dimensión narrativa de toda escritura histórica, cualquiera que sea, pone ante un serio desafío a todos los que rechazan la posición relativista, que sólo ve en la historia un libre juego de figuras retóricas, una modalidad, entre otras, de la fabricación de ficciones. El desafío es de una gravedad particular en un tiempo –el nuestro– en el que las fuertes aspiraciones y tendencias a realizar historias comunitarias, de identidades, corren el riesgo de anular toda distinción entre un saber controlado, universalmente aceptado, y las reconstrucciones míticas de pasados imaginarios.

Recordando que la historia está guiada por una intención y un principio de verdad, y que el pasado, que constituye su objeto, puede ser objetivamente conocido gracias a la correcta aplicación de técnicas y de criterios del método critico, ¿es posible enfrentar lo anterior? No lo creo, desde el momento en que el saber histórico ya no puede ser concebido como una simple adecuación entre un objeto (el pasado) y un discurso (el del historiador). Es necesario realizar hoy una refundación más radical del status del conocimiento de la historia, efectuada de tal manera que, sin abandonar en absoluto las exigencias y las disciplinas del ejercicio crítico, plantee claramente las condiciones en las cuales un discurso histórico –que constituye siempre un conocimiento a partir de huellas e indicios– puede tener como válida, explicativa y coherente la reconstrucción del pasado que propone.

Allí hay, a mi entender una tarea difícil pero urgente, si queremos resistir al doble peligro –mortal para la disciplina– de, por una parte, la disolución del saber histórico en una forma de ficción y por la otra, su confusión con el mito y la memoria al servicio de necesidades y aspiraciones de comunidades nacionales, étnicas, religiosas u otras.


En sus investigaciones sobre las prácticas de producción, circulación y lectura de libros en las sociedades del Antiguo Régimen, ¿cómo estableció el vínculo entre la historia del libro y la historia de la lectura?

La historia del libro constituye, hoy, uno de los dominios mayores de la historia cultural, que supo definir sus propios objetos: las coyunturas de la producción impresa, la sociedad de los gens du Iivre, las estrategias editoriales, la desigual posesión del libro en una sociedad determinada, etc. Supo, asimismo, inventar sus fuentes y utilizar en su provecho los archivos administrativos, notariales o judiciales, y apoyar sus métodos de investigación sobre los modos clásicos de la historia social y económica. Las resultados fueron considerables. De ello da testimonio no sólo la multiplicación de estudios monográficos sino, también, la realización de grandes empresas colectivas, como L'Histoire de l'édition francaise o, actualmente, las historias del libro, de la edición y de las librerías, que se realizan en Inglaterra, los Estados Unidos, los Países Bajos y Alemania (se esperan proyectos similares en Italia, España, México y la Argentina).

Sin embargo, en Francia la historia del libro seguía dependiendo de la más antigua historia literaria, que trata el texto como una abstracción, coma algo existente fuera de las objetos escritos, como el mismo libro. La lectura, a su vez, fue considerada como un proceso universal, sin variaciones históricas pertinentes. Pero los textos no se han depositado en los libros como en simples receptáculos.

Todas esas investigaciones y empresas no lograban responder a una cuestión esencial: ¿qué hacían los lectores con los libros que compraban, leían y manipulaban? Cada lector cada comunidad de lectura tiene sus propios modos de leer sus usos del libro, sus maneras de interpretar y de apropiarse de los textos. ¿Cómo reconstruirlos? A partir de este interrogante, la historia del libro se fue convirtiendo, también, en la historia de la o, más bien, de las lecturas. La historia del libro, mudada en historia de la lectura, se esforzó por restituir las formas contrastadas con que lectores diferentes aprehendían, manejaban y se apropiaban de los textos contenidos en el libro.

Hoy es posible agrupar en una trama común, al conjunto de los estudios particulares que vinculan la historia del libro con la lectura, como la localización en una sociedad dada de la oposición entre lectura oral - por necesidad o por convención – y lectura en silencio: o la caracterización de una revolución de la lectura en el siglo XVIII, o la identificación, en el siglo XIX, de nuevos públicos de lectores: las mujeres, los niños, los obreros. Concebida de esta manera, la historia de la lectura puede volver a considerar grandes problemas clásicos. Por ejemplo, la aparición de un nuevo espacio público en el siglo XVIII. Siguiendo a Kant, puede definirse como un espacio de debate y de crítica en el que las personas privadas hacen uso público de su razón, con total libertad y cualquiera sea su condición. Esta esfera pública política, aparecida primero en Inglaterra y luego en Francia y el resto del continente, se desarrolló en el marco de nuevas formas de sociabilidad (salones, clubes, logias, sociedades literarias) pero sólo fue hecha posible por la circulación del escrito impreso.


Cuando usted habla de diálogos con la filosofía, se refiere a alguien que, como Foucault, es más que un vecino; es alguien que está entre filosofía e historia, ¿Qué nos podría decir sobre las influencias o estímulos ideológico-intelectuales ajenos al campo específico de la historiografía?

Es un poco más difícil, porque toda mi perspectiva es profundamente histórica: pienso que debemos subrayar las formas de la discontinuidad histórica, las raíces históricas de cada fenómeno cultural y, por ello, no me siento muy cómodo con pensamientos que no tienen esta dimensión. Si el historiador hace suyos los interrogantes de los no historiadores, supone que el otro o los otros comparten la idea según la cual hay variaciones históricas que permiten entender la discontinuidad de los fenómenos. Desde este punto de vista, respeto los métodos estructuralistas, con un sentido ahistórico o antihistórico; los pensamientos del tipo lingüístico, en los cuales la construcción del sentido está separada de toda intención o de todo control subjetivos y asignada sólo a un funcionamiento lingüístico automático e impersonal: o los pensamientos que no dan una importancia particular a las formas de discontinuidad, pero no me parece posible integrarlos a mis investigaciones


En la época de su formación el marxismo tuvo presencia considerable en el mundo intelectual francés y hubo un intenso diálogo entre esta doctrina y los historiadores. ¿Cuáles fueron sus experiencias de esa época?

He tenido, como muchos en París, un breve período althusseriano, si puedo llamarlo así. La lectura estructuralista de Marx por Althusser fue un elemento importante de la vida intelectual de los años 1965 hasta 1970 y un poco más. Mis recuerdos, predominantemente del 1968, fueron las discusiones teóricas en el campo de la teoría marxista de la historia, que se tradujeran en conflictos o en tensiones políticas en el movimiento de 1968. Pero la influencia no fue durable porque, en cierto sentido, esa politización había conducido a una rigidez, a una dureza en la discusión intelectual, que la transformó, inmediatamente, en luchas microscópicas dentro del movimiento estudiantil y la izquierda.

Pocos fueron capaces de transformar la teoría del marxismo de Althusser en una historia que tuviera en cuenta todos los elementos complejos y diversos de la realidad histórica. Había gran distancia entre esa lectura estructuralista de la abra de Marx –que se puede respetar como lectura analítica– y el modelo de investigaciones empíricas, concretas, de un objeto necesariamente singular, peculiar y parcial.


En los tres ensayos que inauguran El mundo como representación, usted va tomando distancia de otras formas de hacer historia –la historia estructuralista, la historia serial el relato hegeliano de la historia– que tendrían en común la perspectiva de la historia como proceso, como continuidad. Su perspectiva historiográfica, por el contrario, enfatiza la discontinuidad entre distintos objetos y momentos culturales. A partir de tal abordaje, ¿no se corre el riesgo de encontrar difícil explicar los procesos que llevan de un momento u objeto a otro?

En realidad, no escribiría la sentencia reconstruir el pasado que fue, porque puede engañar al lector al dar idea de una objetividad del pasado, que se hace presente por el discurso historiográfico. Hay una expresión francesa: el passé composé, que designa un tiempo verbal y que he utilizado, como título de uno de mis artículos, para mostrar que hubo un pasado, hubo una realidad, hubo gente que actuó en los siglos pasados y, al mismo tiempo, estamos ante la necesidad de componer ese pasado, de construirlo.

La cuestión de la discontinuidad es central. se la puede pensar a la manera de Foucault, como discontinuidad radical, pero entonces no habría proceso y, por lo tanto no sería adecuada para los historiadores. Si pensamos, como yo, que hay un proceso y, al mismo tiempo ponemos énfasis en las variaciones, en las discontinuidades, el único modelo posible de utilizar, me parece, es el propuesto por Norbert Elías. El modelo que articula configuración y proceso intenta establecer las discontinuidades que oponen, unas con otras, las configuraciones del poder, sociales o culturales, en un proceso o procesos de larga duración.


De su nueva perspectiva de historia social de la cultura, ¿surge un modelo para comprender el mundo social y sus conflictos?

Existe siempre un gran peligro cuando los historiadores pretenden interpretar el presente a partir de comparaciones con situaciones pasadas. Cada configuración histórica tiene rasgos específicos, que impiden una analogía inmediata con los tiempos contemporáneos. Desde este punto de vista, no hay lecciones de historia. No obstante, lo que permanece son los instrumentos conceptuales capaces de dar cuenta de diversas realidades y discontinuidades.

Por ejemplo, es necesario comprender las luchas sociales no sólo como enfrentamientos económicos o políticos sino, también, como luchas de representación y de clasificación. A mi entender; esta enriquece los abordajes tradicionales del mundo social. En la época contemporánea, así coma en las sociedades del Antiguo Régimen, las luchas entre dominantes y dominados, entre clases y grupos sociales o entre sexos tienen por armas las representaciones de si mismo y de los otros, las clasificaciones sociales, la construcción contradictoria de las identidades, las formas de la dominación simbólica, etc. Estas luchas simbólicas movilizan, por cierto, recursos que remiten a la posición social objetiva de cada grupo, pero poseen, asimismo, lenguajes y formas propias. Colocarlos en el centro del análisis social –según intento hacerlo, siguiendo a Elías o Bourdieu– proporciona, sin duda, una mejor comprensión de las tensiones que atraviesan (y desgarran) tanto las sociedades actuales como las del pasado.


En el libro citado también se advierte, como una presencia ausente –o que se puede imaginar como tal–, a Derrida, o el postestructuralismo en términos muy genéricos; allí, evidentemente, se pueden encontrar analogías con su propia práctica y con la teorización de esa práctica.

Me parece injusto calificar la obra de Derrida con sólo algunas palabras; pero creo que hay en ella dos elementos que no comparto: una es la manera como considera los textos. Puedo aceptar la idea del carácter inestable del texto, abierto a una multiplicidad de sentidos, pero, en la perspectiva de Derrida, la inestabilidad del texto está ligada al lenguaje mismo, mientras para mí –con una visión más banal quizás– se vincula con comunidades de lectores, con contextos de interpretaciones y con pluralidades de usos. Derrida anula la diferencia entre el discurso oral y escrito y no tiene un particular interés para la comunicación de los discursos; a mi entender es muy clásica, muy tradicional, como si un texto existiera independientemente de los objetos, de las formas, de los soportes que lo dan a leer; a escuchar; a ver y que contribuyen a la producción de sentido.

Lo que considero ahora más importante es subrayar; de una manera más cercana al historiador italiano Carlo Ginzburg, que el objeto del discurso histórico se puede definir como un pasado que fue o una realidad desaparecida. Y esta es, me parece, la mayor dificultad actual para quien, como yo, quiere evitar una disolución de la historia como forma de conocimiento. No comparto la idea de que el conocimiento producido por la historia es de la misma naturaleza que el de una novela o mito; es decir; que no hay un género específico del conocimiento histórico, como lo sostiene Hayden White.

Evidentemente, las dificultades de establecer el régimen propio de un conocimiento histórico son inmensas. Creo que el camino más útil es el abierto por Ginzburg, que habla de un conocimiento utilizando indicios, conjeturas, etc. Los criterios que propone para la validación y la descalificación de los discursos históricos no son únicamente formales –como los de Hayden White– sino, también, criterios de adecuación entre el objeto construido por el historiador y una realidad que ha dejado huellas, indicios.


En uno de sus trabajos hace una referencia a la tradición de la epistemología francesa, de Kayré a Canguilhem, y a lo que la historia de los Annales perdió por no tomar en cuenta herramientas de análisis de la historia de los conceptos, del examen de sistemas de pensamientos. ¿Que puede aportar esta tradición a la crisis de la historiografía de los años ochenta?

Alexandre Koyré sostenía que se debían entender los pensamientos científicos en relación (cito y traduzco de manera libre) con los medios intelectuales y espirituales en que nacieron, los hábitos mentales, las preferencias y aversiones de sus autores. De esta manera abría el camino para una historia que se podría llamar contextual de la producción de las teorías científicas. Por otra parte en ese tiempo había tentaciones de explicar en clave social los conocimientos no únicamente en forma de una historia social que pensaba que reconstruir los medios de producción de una teoría era suficiente para entenderla.

El camino que Koyré entendía seguir intentaba evitar ese peligro. Es cierto, también, que estaba más interesado por el contexto filosófico y religioso del pensamiento científico que por el constituido por los hábitos mentales y las prácticas culturales. Pero no era una dimensión que, para Koyré, careciera de importancia o contradijera la historia de la ciencia.

Los Annales, ignorando esta dimensión, se privaran de formas de articulación entre los saberes, los enunciados y los textos estudiados en sí mismos, en su espacio de autonomía y, al mismo tiempo, considerados como formas de contextualización.


El sujeto es hoy una dimensión necesaria en el análisis histórico. ¿Cómo recolocar, en esta revisión de crisis de paradigmas historiográficos, la vuelta del sujeto, que también de algún modo aparece en el último Foucault?

En Francia, durante los debates sobre la celebración del bicentenario de la Revolución Francesa (1989), el historiador Francois Furet y otros propusieron entender la revolución desvinculando la interpretación del pensamiento político o del significado del acontecimiento de la historia social. Era no sólo una crítica a la tradición francesa jacobina marxista de Georges Lefebvre a Albert Soboul sino, sobre todo, un paradigma de conocimiento que intentaba afirmar que todos los procederes clásicos del estructuralismo, del psicoanálisis y de la historia social eran una forma de investigación que, de hecho, había escondido la importante: la producción de ideas claras, las formas de la subjetividad o de la subjetivación, y la transformación de ideas y de instituciones.

En esta concepción la revolución fue considerada propia de la esfera política, entendida como las ideas que afloran en el nivel de la conciencia y se traducen en formas institucionales. De esta manera, el debate sobre la Revolución Francesa se ligó a uno más general sobre los vínculos entre la historia y las ciencias sociales. Y contra esta posición, defendida par Furet o por Keith Michael Baker; he subrayado –felizmente no solo– la necesidad de pensar la historia como ciencia social de una manera nueva. Considero necesario mantener el vínculo entre las formas de expresión de la conciencia por los sistemas ideológicos o las proposiciones subjetivas y todas las series de interdependencias o de coacciones que limitan el espacio posible de tales expresiones de la conciencia. En Francia, el debate historiográfico actual está centrado en esto.

Detrás del debate sobre el retorno a una filosofía del sujeto hay dos ideas: que la llave del entendimiento de una sociedad se encuentra en lo política, y que el sujeto es un productor libre de ideas, de fórmulas y de instituciones y constituye el motor de la historia. En los círculos filosóficos franceses tomó forma una argumentación neokantiana favorable a esta posición historiográfica. Este, me parece, es el desafío al que debemos responder hoy, estableciendo de nuevo los vínculos entre las formas de la conciencia, las interdependencias que ligan los individuos y las limitantes del espacio posible de la inventiva. Por ello creo que la referencia a Norbert Elias es fundamental, porque reflexionó sobre interdependencias que tienen forma de configuraciones históricas, las cuales otorgan y limitan la inventiva intelectual y cultural.

Las reflexiones de Elias permiten articular los dos significados enredados en el término cultura (tal como lo manejan los historiadores): las obras y las prácticas que son objeto de juicio estético o intelectual, y la trama de relaciones cotidianas que expresan la vida de una comunidad en un tiempo y lugar. Pensar históricamente las formas y las prácticas culturales es, entonces, dilucidar necesariamente las relaciones enraizadas en estas dos definiciones.