viernes, 30 de marzo de 2007

La historia y el ‘pasado humano’

El término “historia”, sabemos, es equívoco. La palabra historia designa, a la vez, un tema de estudio (el pasado humano, el curso completo de hechos acontecidos) y la disciplina que estudia ese tema. Cuando uno dice, el evento “x” es parte de la “historia amorosa” de tal persona, está usando el término ajustado a la primera acepción; si uno dice, como lo hace Elton, “The study of history comprehends everything that men have said, thought, done or suffered”, está empleando el término en el segundo sentido.

Tres comentarios sobre estas generalidades tan obvias (y tan socorridas en cualquier curso de iniciación a la teoría como el presente).

Lo primero es que la vinculación de la disciplina con este tema (el pasado) no aclara mucho sobre la naturaleza de su trabajo. La historia no es, para partir, la única disciplina a la que le interesa el pasado. Hay otras disciplinas, como la geología, la física o lo filosofía que incluyen el pasado entre sus dedicaciones. Lo que diferencia a la historia, sin embargo, es que ella define el pasado como su único tema, mientras que para esas otras disciplinas el pasado es sólo uno más de ellos, a veces el menos importante. Pero ese parámetro restrictor no colabora mucho a que entendamos cuál es su asunto.

Lo segundo que hay que agregar es que, a diferencia de las otras disciplinas que se ocupan del pasado, a esta no le interesa ‘todo el pasado’, que es una categoría demasiado amplia, sino solamente en el ‘pasado humano’. Más bien los hechos protagonizados por seres humanos, junto con aquellos eventos naturales provocados por seres humanos o aquellos otros, ocurridos enteramente en el dominio de la naturaleza, pero que repercuten de algún modo en la vida de personas.

Seguimos en el aire. Porque una definición de un campo que no nos indique nada salvo que existe una identificación especial con un objeto de estudio bastante poroso sigue equivaliendo a rasguñar el aire con las uñas. Porque hablar del ‘pasado humano’ es hablar de algo tan amplio, que casi equivale a no tener tema. Las ciencias hacen lo contrario de lo que intenta la historia. En lugar de abarcar toda la realidad, se limitan a estudiar aspectos parciales: elaboran un enfoque, un lenguaje y unos instrumentos especializados, adaptados para operar dentro de un ámbito contenido. La renuncia al universalismo trae ventajas. La principal es la precisión. Una disciplina cuyo temas son ‘todas las cosas’, por el contrario, se transforma en una ‘ciencia de nada’....

Salvo que por debajo de las apariencias, operen principios de selección, que angosten nuestro entender de ‘pasado humano’, en sentidos de los cuales uno mismo, como profesional de la investigación, no es muy consciente.

Están las los principios más obvios. Aunque aceptamos como tema cualquier cosa, desde las epopeyas de los valientes de las Termopilas, hasta los olores que interesan a cierta historiografía reciente, lo norma es que haya temas (aspectos de la realidad), que la historiografía contemple como determinantes, para la fijación de la trama de nuestros textos. Hasta bien entrado el siglo XX, por ejemplo, el eje de cualquier relato histórico ha solido ser la política.

El verdadero protagonista de la historia que se practica desde Tucídices son los estados. Las narrativas cuentan las peripecias que pasan los estados, sus cuyunturas, sus momentos mejores y peores; describen, por lo mismo, las acciones de los “grandes estadistas”. La dimensión de política que importa es, sobretodo, la internacional. En lo relatos tradicionales los conflictos internos, suscitados por factores económicos, sociales o, propiamente políticos, son menos decisivos que los conflictos trabados con otros estados o con otras realidades políticas: guerras con países vecinos, participación en sistemas de relaciones que comprometen a varios estados (imperio romano, etc.). Hay un tendencia, por lo mismo, favorable a las historias universales (aun si se trata de la historia de un país que está en un rinconcito del planeta, como Chile, siempre se referencia datos del sistema de relaciones internacionales dentro del cual ese estado está inscrito).

Luego de este prolongado momento de la política, de una historia casi siempre narrativa, con fuerte sesgo aristocratizante (la historia de los ‘grandes hombres’), pasamos a la época más corta en que el pivote de la historia fue la sociología. Luego de ese romance intenso y fértil, en que la historia devino en ciencia social aplicada a procesos temporales, la historia adoptó como eje la antropología.... hoy en día, cualquier cosa es posible.

El intento de definir este campo cognitivo a través de una operación elemental de identificación (relacionando la disciplina con su tema de estudio) es un camino ahorrativo, pero completamente estéril. Para que la definición por identificación camine ("historia como ciencia del pasado humano"), hemos visto, es necesario angostar sucesivamente el ámbito de aquello que entendemos como "pasado humano". Como eso, por sí solo, resulta insuficiente, luego tenemos que comenzar a cualificar, añadiendo nuevas cláusulas restrictoras: alegando que lo que interesa a la historia es el lado intencional de las acciones, metiendo en la cazuela la perspectiva del género, etc. Para que las cualificaciones acoten, como necesitamos, hay que sumar tantas que nuestra definición de historia se convierte en un verdadero reglamento, que no es inteligible salvo por sus cláusulas complementarias. Queda de manifiesto, en esa medida, la urgencia de buscar un acercamiento distinto a la materia: uno que intente discernir qué es aquello que resulta propio de un enfoque histórico, en tanto distinto de uno sociológico o uno económico. ¿Habrá algo en la manera en que los historiadores examinan sus materias que les sea propio, que no tenga nadie más....?.

La respuesta es un "si": las descripciones e interpretaciones que ofrecen los historiadores incluyen, en su arquitectura íntima, el vector tiempo, de una manera que es completamente original, sobre la que tenemos que conversar largo y tendido.

Los historiadores se interesan en hacer sentido de procesos de transformación. En lugar de hacer cortes sincrónicos perfectos, para discernir la presencia de elementos inmutables, postulan como premisa insalvable la diacronía. Todo es cambio, todo es movimiento, todo se da en el tiempo. Para capturar la dinámica evasiva del movimiento, no queda más que arrojarse al agua de la historicidad y ver como se puede apreciar todo desde dentro.
Nuestras descripciones y explicaciones son genéticas: eso que nosotros llamamos una reconstrucción objetiva del pasado suele ser la descripción de una secuencia de cambio, en que uno dice paso esto, vino esto otro, lo siguiente y así. Estas líneas de progresión tienen dos particularidades. El cambio tiene que sucederle a un sujeto central (un partido político, una clase social, una nación, un héroe): una entidad, presente a lo largo del relato, que sufra transformaciones. Transformaciones con elementos importantes de continuidad, que se dan siempre desde un hito inicial hasta una conclusión. Esto es urgente. Una reconstrucción histórica necesitan una ‘closure’. Sin hitos de principio y final no hay historia. Por eso es que la historia se siente tan cómoda con la narración (género literario que crea una progresión a partir de un hito del planteamiento de un conflicto inicial, una intriga, avanzando luego a una fase de combate, en que el conflicto de plantea a plenitud, para terminar en una fase última de resolución del conflicto).

El hito de término es el cabo más importante. Los historiadores hacen sentido de los procesos de cambio que estudian imponiendo siempre una especie de lógica regresiva: interpretan los hechos pasados por referencia a hechos futuros que conocen, a través de unos conectores que Danto llama “narrative sentences”. En sencillo, se trata de lo siguiente. Nosotros estudiamos procesos de cambio. Para interpretarlos hacemos un poco de trampa, porque vemos en qué terminó todo, y luego, cuando conocemos sus consecuencias, volvemos la vista atrás y reinterpretamos toda la evidencia a la luz de ese conocimiento anticipado. Un ejemplo aclaratorio. Si pudiéramos interrogar a cualquier santiaguino culto el día 19 de septiembre de 1810 sobre el sentido de los sucesos que se produjeron el día anterior, ¿qué respuesta obtendríamos? Nuestro encuestado diría que un grupo de santiaguinos de la ‘high society’ de la época se reunieron para formar un gobierno provisorio que funcionaría algunos días, hasta que el rey español fuera liberado por Napoleón. Nadie en sus casillas imaginaba (ni quería) que ese acontecimiento señalara el inicio de un proceso que conduciría a la disolución del imperio español, una de las entidades supranacionales más poderosas del mundo, si es que no la que más, ni menos que, a partir de entonces, Chile se quedaría sin la monarquía (sin la única forma de gobierno conocida y apreciada por un habitante de este lugar austral), ni mucho menos que luego de eso se instalaría un tipo de administración cuyo alcance final es quitar poder a la elite de siempre y transferirselo a la gente de mediopelo, o al populacho. Nadie, en sus casillas habría deseado esto. Nadie, por cierto, estaba en posición de juzgar que el episodio mencionado podía representar el inicio de esos procesos de transformación: nadie podría haber previsto lo que iba a pasar, ni podría haber sabido cuales eran los alcances reales de los hechos en los cuales estaban participando con la inocencia de quien es ciego frente al futuro. Porque una cosa es clara. Si esos personajes hubiesen sabido que ese día se estaba dando un primer pasito, que luego otro, y otro, hasta llegar el resultado que todos conocemos, seguro que habrían preferido quedarse en la casa.

Para reflexionar sobre lo mismo, un pasaje extraído de La Nausea, una novela de Sartre, cuyo protagonista es un investigador que reflexiona sobre el sentido que tiene su trabajo cotidiano en los archivos. Las historias verdaderas, reflexiona Roquentin, no existen, se cuentan. Contar no es ser:

“....se habla de historias verdaderas. Como si pudiera haber historias verdaderas; los acontecimientos se producen en un sentido, y nosotros los contamos en sentido inverso. En apariencia se empieza por el comienzo: “Era una hermosa noche de otoño de 1922. Yo trabajaba con un notario en Marommes”. Y en realidad, se ha empezado con el fin. El fin está allí, invisible y presente; es el que da a esas pocas palabras la pompa y el valor de un comienzo. “Estaba paseando; había salido del pueblo sin darme cuenta; pensaba en mis dificultades económicas”. Esta frase, tomada simplemente por lo que es, quiere decir que el tipo estaba absorbido, taciturno, a mil leguas de una aventura, precisamente con esa clase de humor en que uno deja pasar los acontecimientos sin verlos. Pero ahí está el fin que lo transforma todo. Para nosotros el tipo es ya el héroe de la historia. Su taciturnidad, sus dificultades económicas son más preciosas que las nuestras: están doradas por la luz de las pasiones futuras. Y el relato prosigue al revés: los instantes han dejado de apilarse a la buena de Dios unos sobre otros, el fin de la historia los atrae, los atrapa, y a su vez cada uno de ellos atrae al instante que lo precede. “Era de noche, la calle estaba desierta.” La frase cae negligentemente, parece superflua; pero no nos dejamos engañar y la ponemos a un lado; es un dato cuyo valor comprenderemos después. Y sentimos que el héroe ha vivido todos los detalles de esa noche como anunciaciones, como promesas, ciego y sordo a todo lo que no anunciara la aventura. Olvidamos que el porvenir todavía no estaba allí; el individuo paseaba en una noche sin presagios, que le ofrecía en desorden sus riquezas monótonas; él no escogía.
He querido que los momentos de mi vida se sucedieran y ordenaran como los de una vida recordada. Es tanto como querer agarrar al tiempo por la cola”.
J. P. Sartre, La Náusea, 1982 (1938), pp.56-57.

martes, 27 de marzo de 2007

Keith Jenkins Re-pensando la historia

Paul Newall entrevistó a Keith Jenkins, académico de la University of Chichester, Gran Bretaña, conocido por ser uno de los más entusiastas defensores de la llamada teoría postmoderna de la historia. Newall concentró sus misiles en Re-thinking History, una obra breve que acababa de ser re-editada, en la que Jenkins bosqueja las ideas que le han valido reconocimientos y oposiciones (obviamente, sus ideas más extremas). Es un texto breve, bien urdido. Recomiendo al lector otras dos obras de Jenkins, que son muy útiles para quien dicta clases de estas materias. Me refiero a su On What Is History? y a su Why History?: ethics and postmodernity (texto que cuenta con una buena traducción del Fondo de Cultura Económica). Jenkins logra resumir en ellas, con elegancia y pertinencia, los aportes que debemos a una gama muy variada de teóricos de la última hornada, interesantes para los que miramos con cariño los desarrollos más recientes en teoría contemporánea (Rorty, Hayden White, Ankersmit, etc).



PN: What was your original motivation for writing Re-thinking History?

KJ: I originally wrote Re-thinking History in the late 1980s (it was first published in 1991) because of what seemed to me to be the poverty of 'history theory' (even today a term that seems slightly odd though we readily enough accept 'literary theory' or 'critical theory' or 'social theory'). At the time most students of history had read—if they had read anything about 'the nature of history' at all—bits and pieces from texts by Marwick and Tosh, Bloch, E.H. Carr and G. Elton. And, compared with the theoretical work in adjacent disciplines/discourses at the time—in literature, sociology, aesthetics, politics, etc., these offered a massively impoverished understanding of how a discourse like history is the kind of fabrication it is—and has been. And so RH tried to both introduce students to ideas from these other areas and apply them to some of the key issues/areas in history.

PN: How would you explain the conclusions you came to in "Re-thinking History" to someone who had never considered historical theory before?

KJ: The conclusions I reached about history in RH were (a) that history was an aesthetic/literary genre such that it could not be an epistemology and that, therefore, the questions historians normally considered—the relationship of facts to values, of interpretation, of objectivity, truth, etc., were not much to the point if the object of their concern was not one capable of being reduced to epistemological (knowledge) claims. I thought and still think—that debates about 'history' are debates about meaning (i.e. ontological debates) and, of course, meaning (of the 'facts'; of this or that interpretation, etc.) escape facticity and interpretation. (b) That all historical discourse is positioned—is ideological/political, and that, rather than avoid this obvious conclusion, one should make explicit one's own position... that is to say, there was a call for 'reflexivity' going 'all the way down'. (c) Finally, I wanted students of history to be aware of the ideas of postmodernity and postmodernism and to encourage them to read 'postmodernists' (Lyotard et al) for themselves.

PN: What was the initial reaction to it, and was there a difference between lay and academic opinions?

KJ: The initial reaction from people like Marwick was openly hostile and I think—I still think—Marwick spoke and speaks pretty much for most mainline/professional historians who, whilst aware of 'theory', are still fairly immune to it if not openly hostile. But, nevertheless, RH was taken up in schools, colleges, universities (where its deliberately polemical style probably encouraged 'discussion') and, by the mid 90s probably figured on most 'reading lists' at 'A' level and undergraduate levels. But this has not, as noted, really 'filtered down' to the 'proper' history courses most students still do, and so it's difficult to judge its 'positive' impact.

PN: In an interview with Alan Munslow, you said that you "knew how intellectually backward the general condition of 'the discipline of history' was, and how rabidly anti-theoretical the academic pursuit of history was". Have these situations improved within history and how successful do you think "Re-thinking History" was in bringing about change or a more reflective attitude in historians?

KJ: I think my answer here echoes the one just given. There has been some 'improvement' since the early 90s (as evidenced by the increasing number of theory texts on the market) and, no doubt, in methods and historiography classes the nature of history is much more discussed. But the problem still remains of how far students have moved away from empirical approaches; of how far historical discourse is now fashioned and figured in highly effective, theoretical ways.

PN: How does the philosophy of history differ between regions, local or international? Is there a division between, say, analytic and postmodern approaches, so-called, similar to that some point to in philosophy between Anglo-American and Continental traditions?

KJ: The division isn't between, say, analytical v. post modern approaches but, insofar as 'the post modern' has had an impact, the development of interest is that of whether empiricism has been challenged and whether the aesthetic nature of historical writing has supplanted it... to some extent. And, insofar as 'continental philosophy' is linguistic and aesthetic and ontological (as opposed to factual, empirical and epistemological) then the 'history debates' do shadow continental philosophy ones—in general. For, in their particulars, the sophistication of continental philosophy is nowhere really replicated in current historiography.

PN: In the years since writing and re-issuing Re-thinking History, what developments have there been in historical theory? What would you include if you published another edition?

KJ: I have written a 'new' RH under the title of Refiguring History (Routledge, 2003). I was asked by Routledge around 2001 to write a new edition of RH, but I can't go back... The debates that were around in 1991 are not articulated in the same way today and so I thought a new book was better than an 'old book' updated. Nevertheless, Routledge still wanted a second edition of RH and so I agreed to this by adding to it an interview with Alun Munslow... but the text remains untouched. For those interested I have talked about all of this in the Munslow interview (in RH, 2nd edition 2003); in the Introduction to Refiguring History and in an autobiographical piece I wrote for the journal (also called 'Rethinking History') entitled "After History" (Rethinking History journal, 3, 1, Spring, 1999, pp. 7-20).

PN: In the book, you wrote that "[t]heoretical discussions are still on the whole skirted by robustly practical practising historians...". Why are historians so reluctant to consider the theoretical issues?

KJ: I think historians are reluctant to consider theoretical issues because of the continued dominance of empirical and epistemological thinking. Historians don't like to be told that history is a fictive process; that a history is 'an act of the imagination'; that there is no such thing as a 'true history' (any more than there can be a 'true story') because truth—at the level of the text (as opposed to the text's singular statements) is just not an applicable concept. And so historians—who are impatient about any kind of theory let alone the kind of theory I might advocate—are particularly anti 'post modern' (or anti post-structuralist or post-feminist or post-Marxist or deconstructionist positions)... basically it problematices 'normal', academic/professional histories and so, understandably, it isn't welcomed.

PN: Do you think historical theory could benefit from being discussed in terms of the realism/anti-realism debate in philosophy generally? Can there be such a thing as anti-realist accounts of the past?

KJ: Anti-realism is not a position I (and as far as I know, no 'postmodern' historian as such) embrace. I/We are not at all anti-realist, but I/We are 'all', I think, anti-representationalist.

PN: In the book, you wrote that the difficulties in historical theory could—if properly understood—be considered "liberating" and "emancipating". Can you explain this briefly and comment on your critics' response to this possibility?

KJ: I think that, by the terms "emancipating" and "empowering" as applied to a reflexively held position, I meant—and mean—that a history that raises to consciousness its constructive apparatus can demystify (and defamiliarise) historical accounts that variously attempt to 'tell the story of the past in and for itself' and thus allow the development of critical positions to emerge that can then spread into other discourses and into 'everyday political life'. This may seem rather optimistic and I suppose it is, but I want students to have a critical purchase on as many aspects of life as possible so that they can then decide how to live the life they have. To be—insofar as this is every remotely possible—'in control of their own discourse'.

PN: What is next for you? Please tell us a little about your current projects and forthcoming works.

KJ: Since Refiguring History and the 2nd edition of RH (2003) I have co-edited and introduced (with Professor Alun Munslow) a new Reader for Routledge (The Nature of History Reader, 2004)... in the Introduction, Munslow and I reflect on many of the concerns raised in this 'interview'. I am now working on another Reader for Routledge co-edited with Dr Sue Morgan entitled The Feminist History Reader (probably out in late 2005/early 2006) and another book—also for Routledge—entitled Manifestos for History in which we have asked some 20 historians to write Manifestos for the kind of histories they would like—feel necessary—for the 21st century. This collection of essays is edited by myself, Professor Alun Munslow and Dr Sue Morgan, and should be out in late 2006. Apart from that I'm writing various essays for journals... for example an essay on J.F. Lyotard is due out in the journal Rethinking History in late 2004 and an essay on "History and Ethics" is appearing in the December 2004 issue of the journal, History and Theory.

¿Para qué sirve la historia?

Las disciplinas nacen, se desarrollan y perduran porque aportan algo a las personas, como individualidades y a las sociedades de las cuales ellas forman parte. Su utilidad, en muchos casos, es manifiesta. Basta pensar en casos como el de la biología o la economía. Gracias a la primera logramos conocer mejor el fenómeno de la vida. Explicamos los componentes de los organismos, también como funcionan éstos. Nos ganamos, a su vez, beneficios mucho más directos: logramos entender las razones que hacen que los organismos dejen de funcionar. Podemos bajar eso al ámbito de la ciencia aplicada, y tenemos una medicina que cuida la salud de las personas o una ingeniería genética que mejora los alimentos... Con la economía pasa igual. El estudio de los pequeños mercados nos aporta las claves para entender la dimensión material de la vida en sociedad. Gracias a los conocimientos derivados analíticamente, esta ciencia del comportamiento económico permite que tome forma un tipo de ingeniería social que aporta a los gobiernos buenos instrumentos de análisis y de conducción política, que ayudan a las autoridades a ser más solventes en su ejercicio (aunque no demasiado).

Esto pasa en general con todas las ciencias. Incluso con las abstractas y puras. Todas ellas surgen para dar respuesta a las grandes preguntas que alimentan la curiosidad de un ser humano un poco perdido en la vida, que quiere conocerse mejor y dominar su medio. Todas ellas aportan información, enfoques, conceptos, que permiten que la vida cotidiana de las personas mejore cada día. La gente sabe esto. Aunque no entienda el trabajo un poco esotérico de los expertos, percibe que éste contribuye, de alguna manera, a que mejoren las condiciones de vida, a que las sociedades expandan su potencial... Es consciente, por ejemplo, de que los países que no tienen capacidad científica y tecnológica se encuentran en una posición sumamente frágil, casi a las puertas del subdesarrollo. ¿Qué proyecto político importante ha podido proyectarse de manera perdurable dentro de sociedades ignorantes?. Pocos, acaso ninguno. Por eso los estados, comprendemos, deben asumir el financiamiento del trabajo científico como una tarea prioritaria.
Las personas saben más que esto. Cualquier sujeto de la calle puede expresar opiniones bastante certeras acerca de lo que hacen mucho disciplinas científicas, entienden los temas que tratan, las respuestas que buscan y logran discernir de una manera general, para qué sirven.

Esta es la norma, pero hay casos y casos. Hay ciertas ramas del conocimiento, como la historia, que tienen una posición bastante falsa dentro de la conciencia de la sociedad. Las personas tienen información acerca de ella pero no logran responder, con precisión y honestidad, a la pregunta de ¿para qué sirve?. ¿Cuál es el valor social de la historia? ¿por qué razones conviene seguir practicando esta especialidad? La gente piensa que nuestra función es estudiar, en forma desapasionada, la verdad del pasado, sin ningún propósito detrás, sin buscar con ello ningún bien y ningún mal, como si los temas mismos y los resultados del trabajo investigativo, no nos importaran gran cosa. Solo el logro de un conocimiento puro, de las cosas remotas, “tal cual han sido”. Esta idea general no la toman del aire. Nosotros, los historiadores, creemos que la mayor gracia de nuestro conocimiento es ayudarnos a penetrar mejor en nuestros objetos, sin ninguna razón presentista, sin ningún motivo político, liberados de prejuicios... Conocer por conocer no más.

Pues bien. Si se tratara sólo de eso, quizás no valdría la pena gastar el dinero de los contribuyentes manteniendo a millones de estudiantes. El puro conocimiento contemplativo de cosas muy antiguas, de cosas que ya no existen, no parece tener, por si mismo, demasiadas justificaciones, salvo que encontremos una manera de usarlo para algo. Pero ¿para qué?. Los teóricos postmodernos consideran que la historia, tal cual se practica desde el siglo V a.C en adelante, cumple una serie de funciones, de las cuales nosotros no somos conscientes. Piensan de que luego de hacer explícitos todas los prespuestos que se ocultan detrás del ideal de la total neutralidad, va a quedar de manifiesto el siguiente resultado: vamos a descubrir que este discurso desapasionado que finge proximidad con la ciencia, disfrazando su profunda conexión con la literatura y la filosofía, solo ha servido, al final, para reprimir a las personas y las sociedades (haciéndolas respetuosas de las leyes, amantes de la patria, partidarias de la conservación del status quo político o cultural). Promueven, por lo mismo, la afirmación de formas distintas de mediar con el pasado, que ayuden a lograr una verdadera liberación de las potencialidades del ser humano, lo que equivale, al final, a declarar como aconsejable, saludable e inminente, la muerte de la historia (de la manera de estudiar el pasado que ha prevalecido hasta el día de hoy).

El tema es largo. Iniciemos la búsqueda de claridades proponiendo nuestras propias respuestas a la pregunta ¿para qué creo yo que sirve el trabajo que hago?.

jueves, 22 de marzo de 2007

La idea de Paul Veyne de la historia

La teoría de la historia se entretiene tejiendo debates largos y un poco barrocos cuyo tema es el rango de la disciplina como ciencia. Este ejercicio ayuda a dar vigor a la especialidad. Pero ese vigor está, al final, mal empleado, comenta Paul Veyne:

“... habrá que convenir en que [la explicación histórica] no merece tantos elogios y en que apenas se diferencia del tipo de explicación usual en la vida cotidiana o en cualquier novela que relate esta vida. La explicación histórica no es más que la claridad que emana de un relato suficientemente documentado. Surge espontáneamente a lo largo de la narración y no es una operación distinta de ésta, como tampoco lo es para un novelista. Todo lo que se relata es comprensible, ya que se puede contar. No hay problema en limitar al mundo de las vivencias, de las causas y de los fines la palabra comprensión, tan del gusto de Dilthey. Esta comprensión es como la prosa de M. Jourdain, la tenemos desde el momento en que abrimos los ojos y miramos al mundo y a nuestros semejantes. Para llevarla a la práctica y ser un verdadero historiador, o algo aproximado, basta con ser hombre, es decir, con comportarse en forma espontánea”.

[P. Veyne, Cómo se escribe la historia. Foucault revoluciona la historia (1984), pp.69-70].

lunes, 19 de marzo de 2007

¿Por qué molestarse con la filosofía de la historia?

Quién escriba o dicte clases sobre filosofía de la historia, en Chile y en cualquier parte, tiene que comenzar por justificar la existencia de la materia. Este comentario quizás pueda sorprender, pero hay buenas razones para considerarlo plenamente válido. Cualquier persona sabe o intuye que existe un grupo definido de problemas que pertenecen al ámbito de la economía, la biología o la física, que justifican un tratamiento filosófico. Puede tratarse, por ejemplo, de una discusión sobre los supuestos fundamentales de esa ciencias, sobre las condiciones de posibilidad del conocimiento que practican, acerca de la manera en que tal o cual disciplina aplica el método científico o se diferencia, en su aplicación, de otras disciplinas.

Con la historia no pasa lo mismo. Esta disciplina no interactúa con fluidez con la filosofía, no considera el trabajo teórico como una parte central y constitutiva de su ser profesional. Es raro que uno se encuentre con personas que sean capaces de poner sobre la mesa algún problema originado en la historia, que haya recibido un tratamiento filosófico. Hay razones históricas para aquello. La filosofía occidental moderna nació y tomó forma a partir de la reflexión acerca de los progresos alcanzados por la física a partir del siglo XVII. Desde entonces, la filosofía a iniciado un largo noviazgo con las ciencias exactas, transformadas en uno de sus temas más importantes. No solo eso. La filosofía misma, afectada por esta larga relación, ha formado sus propios criterios acerca de lo que puede aceptarse como conocimiento de cualquier clase, usando como referencia el modelo que ofrecen las ciencias naturales.

Esta vinculación ha sido sumamente desgraciada para la filosofía de la historia. El grueso de los filósofos profesionales ha preferido consagrar su tiempo al estudio de otras materias. Han sido contados los pensadores de verdadero calibre que han sentido atracción por la historia, una de las disciplinas blandas (o menos científicas) que existe. Dentro de las facultades de filosofía hay espacio para todo tipo de ramos o especialidades... filosofía clásica, filosofía de la ciencia, fiosofía contemporánea, filosofía de este tipo y del otro..., pero en ninguna facultad de filosofía que yo conozca se dicta un ramo llamado “filosofía de la historia” o existe un departamento en el que trabaje un grupo de filósofos de la historia.

Esta carencia se ha encontrado al frente con otra, sobre la que quiero que conversemos, cuyo efecto es dejar el estudio de esta materia en tierra de nadie. Los historiadores han correspondido a los filósofos, con un desinterés equivalente. A ellos tampoco les ha importado llenar ese vacío que han dejado los filósofos. Producto de ello, se ha hecho posible una fenómeno bastante interesante, que no se da con ningun disciplina que yo conozca: la historia profesional, nacida en el siglo XIX, ha tenido que evolucionar en el completo descampado, entregada enteramente a manos de practicantes que no muestran mucho interés por entender su especialidad, ni por construir una teoría que problematice sus distintas aristas, ni por interrogarse acerca de las fronteras que separan su campo de otros campos vecinos, ni sobre sus limitaciones, sus ventajas, sus diferencias.

Hablemos de eso, trayendo a colación una expresión de Platón, formulada cuando la filosofía se entretenía en cosas distintas que mirarle el ombligo a la física.

La vida que se vive en forma inconsciente, decía Platón, no es realmente vida humana. Se refería a lo siguiente. Uno puede llevar una vida diaria sin interrogarse nunca por el sentido de las cosas, dejándose llevar por el grupo, haciendo lo que se acostumbra en el momento, sin cuestionar nada, asumiendo que todo está como debe. Esto no es vivir, decía Platón. Es comportarse como los cerdos, a los que les pasan las cosas, sin pensar nunca en ellas.

Para ser un ser humano completo se necesita un poco de autoconsciencia (o filosofía): ser capaz de mirarse a sí mismos, de tomarse la medida, de juzgarse con una inteligencia crítica. Sólo asi uno evita terminar como Iván Ilyich, personaje de Tolstoy, al que se le ocurre pocos minutos antes de su muerte esa pregunta que nunca había llegado a formularse durante la vida: cuál ha sido el sentido de todo esto que se va a terminar en minutos, cuáles han sido las bases de la vida que hemos llevado.

El argumento que usa Platón para diferenciar a las personas de los animales sirve como puerta de entrada para iniciar nuestro diálogo sobre la filosofía de la historia. Porque los historiadores son mejores cerdos que seres humanos.

Edward Gibbon, famoso historiador de fines del siglo XVIII, autoridad en historia moderna de Oxford, escribía: “I dont believe in philosophy of history” (1764). Un siglo más tarde, otro historiador anglosajón muy reputado, Leslie Stephen, señalaba: “nothing distors facts so much theory”. Y agregaba, para abrochar la idea: “a scientific historian should be on his guard against the philosopher...” (1900).

Estas citas exponen una realidad más grande que una casa.

El historiador no es un tipo de sujeto que sienta la necesidad imperiosa de reflexionar sobre lo que hace o que viva agobiado por continuos ejercicios de autocrítica. Nos gusta tener los pies bien plantados sobre el suelo, sin tener que rendir cuentas a nadie sobre lo que hacemos. La teoría nos parece algo futil, si es que no un peligro.

La razón de la reserva que comento tiene raíces más profundas de las que cualquier estudiante puede advertir. Los historiadores, en general, participamos del mismo añejo prejuicio que nos ha hecho creer, desde los inicios de la etapa moderna de la profesión, que la buena historia sólo puede asomar a partir del momento en que la filosofía va en franco retiro. La filosofía de una manera amplia. Pero, sobretodo, aquella que nuestra profesión interpreta como su realización más defectuosa y nociva: las llamadas filosofías especulativas de la historia.

La razón primaria de esta actitud es la siguiente. Los historiadores damos por sentado que el trabajo que realizamos tiene dos mitades, una científica y otra un poco chapucera. Nuestro método crítico nos permite reunir hechos, describirlos correctamente, más o menos como se dieron, formar un cuadro general de situación. Todo eso se puede hacer siguiendo protocolos de investigación normativos, que garantizan la calidad del conocimiento obtenido. Pero luego de establecer los hechos, hay que significarlos o explicarlos, relacionándolos entre sí. Para eso no existe método alguno. En esa esfera, en que los hechos son transformados mediante un relato en una interpretación general sobre el proceso del cuál éstos son parte, no opera ningún principio de ciencia. Allí la cosa se pone difusa, especulativa (filosófica). Puede mandar más la imaginación, el prejuicio, el interés ideológico.

Mejor dejar esa parte difusa y poco confiable a las mentes divagadores, a los chapuceros profesionales: o sea, a los deambulan por los aires guiados por preocupaciones ontológicas o a los de inclinaciones demasiado teoréticas, que miran la historia como si fuera ciencia dura aplicada.

La mayor parte de las actividades que desarrollamos nos apartan de la autoconciencia, porque son sumamente rutinarias. Leer textos, tomar notas, visitar archivos, reconstruir hechos, dictar clases o conferencias. Todo es rutina. Y eso, la rutina, no incomoda a nadie. Porque los historiadores, incluidos los de izquierda, nunca hemos sido personas vanguardistas o iconoclastas, ni en el vesturio, ni en el desplante, ni en las ideas. Hay algo en nuestro ser profesional que nos mueve a la conformidad. Acaso porque advertimos que nuestra función es la conservación mucho más que el cambio radical: desarrollar en los estudiantes o en los lectores apego a la tradición.

Este sujeto más dado a la conformidad que al cambio, que dedica su vida describir con todo detalle hechos del pasado, sin preguntarse nunca por qué lo hace, no se parece al ser humano volitivo, autoconsciente, dueño de su ser y su destino, que Platón tiene en mente.

Cuando lo enriquecemos agregando a las habilidades heurísticas del erudito, el ojo crítico que permite rehuir lo obvio, examinar con perspectiva el trabajo que se está realizando, pasan dos cosas, igualmente importantes. Lo primero es que nuestros textos dejan de ser crónicas planas que se limitan a exponer los hechos. Se trasnforman en narraciones significativas, que logran volar sobre la superfie de los datos, tejiendo interpretaciones históricamente mucho más profundas. Lo segundo que sucede es que quedan expuestas, en una desnudez flagrante, una serie de puntos de vista filosóficos inadvertidos y postulados. Advertimos, por efecto de ese ejercicio de desnudamiento, que el trabajo que realizamos se instancia en un conjunto de supuestos de naturaleza axiomática, algunos muy estimables, otros sin ningún asidero, fundamentados en simples lugares comunes, sino en francas tonterías. Nos damos cuenta, con ello, de las limitaciones del trabajo que realizamos. Al hacerlo, logramos discernir verdaderamente los contornos de esta práctica, descubrimos en qué consiste este hacer en tanto distinto de otros: logramos advertir, por firn, en qué consiste realmente nuestro oficio.

Para que uno pueda ser buen historiador, ya vemos, se necesita una dosis de autocrítica. Esto es, disposición para inyectar algo de filosofía en nuestro oficio.

En este curso vamos a profundizar en el examen de las raíces de este prejuicio, firme como las rocas, acaso porque se trata de una de aquellas oposiciones que necesita cualquier campo de investigación para definir su carácter, para delimitar los contornos de lo que se puede y lo que no se puede hacer. Luego de discutir las raíces del prejuicio, vamos a intentar rehabilitar la filosofía, demostrando que es un error mirarnos menos como intelectuales que como simples recoletores de datos.

Sobretodo cuando vivimos en un mundo (postmoderno) en que la historia adquiere más importancia en la sociedad de la que ha tenido nunca.

Hasta hace muy poco los historiadores eran los únicos especialistas habilitados para dialogar con el pasado. Los personas corrientes estaban obligadas a vivir sus tradiciones mediadas por nuestra pluma.

Pues bien, este escenario ha cambiado de manera drástica a partir de la década de 1980. En la vida cultura de la sociedad postindustrial, en que las identidades son puestas en jaque por la globalización, la historia ha adquirido una centralidad fenomenal, transformándose en un producto de consumo masivo, como la música o el fútbol.

Hay hambre de historia entre los lectores de hoy, los telespectadores que miran la televisión, el publico que va al cine Hay libros de historia, como Europe, A history, que sacó Oxford o la Historia del siglo XX de Eric Hobwabawm, que han sido exitos editoriales comparables a las novelas con mayor circulación.

Por todas partes los agentes políticos promueven la construcción de monumentos y obras públicas para celebrar o condolerse por los hechos más traumáticos vividos en el siglo XX. La preocupación por los derechos humanos revierte sobre la historia, bajo la forma de numerosos juicios. La mejor literatura ambienta sus obras en otras épocas. Autores como Michael Ondaatje, con su Pasaje a la India, Philip Roth con su Me casé con un comunista, o nuestro Mario Vargas Llosa con varias de sus novelas (destacó dos: la Guerra del fin del mundo y la Fiesta del chivo), muestran un interés completamente inusual por ver cómo el pasado se refleja o influye en la construcción del presente. No son novelas históricas, tipo Adiós al séptimo de vida (culebrones melodramáticos con intenciones patrióticas), sino obras de ficción profundas, de gran sofisticación estética y ética. El asunto no se ha quedado en la literatura de arte, restringida a las elites. También alcanza, en forma sin precedente, a las obras para el consumidor masivo: cosa de ver la que ha pasado con El Código da Vinci o con varias de las novelas de Barbara Wood.

Lo que ha pasado con la literatura, ha pasado, al mismo tiempo, con el cine. La industria cinematográfica ha vuelto al pasado al momento de elegir sus temas, porque ha descubierto con cuánto gusto las personas corrientes están consumiendo historia (como antes, por ejemplo, consumían erotismo). Tenemos ejemplos sobresalientes como la Lista de Schindler o La Caída, en que la ficción elabora un tema de discusión política en Europa, con altura histórica, y con un rating que supera obras mucho más convencionales para la industria.

La gente quiera más historia. Esto es evidente incluso a nivel de teleseries. Band of Brothers fue un batatazo en el cable, en los 90’s. Lo mismo sucedió con otras dos series con ambientación histórica: The Six Wives of Henry VIII o Plague, fire, war and treason.

Este auge descontrolado ha afectado de manera radical el teatro de operaciones en historia y ha puesto de relieve una serie de problemas para los cuales la disciplina tiene que encontrar respuestas.

Los historiadores dejamos de ser, a principios del siglo XXI, los principales generadores de interpretaciones históricas, de símbolos históricos. Están tomando la delantera los productores de Holywood, los creativos que dan vida a portales como American Memory o Memoria Chilena, los psicólogos que elaboran los currículos escolares.... profesionales sintonizados con las nuevas tecnologías de la comunicación que nos llevanla delantera porque son mucho más hábiles para dialogar con las masas.

Pero esto supone una serie de problemas nuevos. Salvo el caso de documentalistas muy escrupulosos, lo normal ha sido que los realizadores privilegien los requerimientos de la obra, como objeto estético, frente al objetivo de la fidelidad histórica. Eso se entiende, porque su misión es el goce estético, la entretención o a veces, la política.... no la erudición. Los directores eligen las imágenes principales, los productores a los guionistas. El producto final, a veces, es bastante chato. Porque los agentes de la industria, interesados en las cifras, suelen tener la peor idea de la gente, desprecian su gusto, su capacidad para distraerse con temas realmente interesantes.

Es cierto que nosotros, los historiadores, a veces somos invitados a brindar apoyo técnico a los comunidadores, pero la verdad es que siempre desde papeles secundarios.

Los nuevos realizadores, vemos, cuentan con medios técnicos formidables, que les permiten lograr reconstrucciones del ambiente que son mucho más ricas que las que están a mano de un adusto escritor, como suele serlo el historiador. Piensen, por ejemplo, en cómo se veía el mundo de los dinosaurios en el ultimo documental que sacó la BBC. ¡Eso si que se ve real!. Pero no lo es. Los creativos de la industria de comunicaciones (editoriales, radios, canales de televisión, portales de internet, etc.) no nos venden realidades, sino ficciones muy atractivas. Si la verdad interfiere en el dramatismo de una obra, mala suerte para la verdad. Pues bien, todo ese material que nace en la industria, de a poco se está transformando en la principal fuento de símbolos y de informacio´n de la gente corriente. Si esto sigue así, los historiadores pudieran llegar a ser innecesarios.

¿En qué pie queda la historia académica, en este escenario?.

Hay mucha tela que cortar en relación a esto. Lo primero, conectado con la materia que vengo discutiendo, es la necesidad de volcarnos a la teoría, tal cual sucediera en aquellos años, en que el nuevo enfoque hizo su estreno en los seminarios de la Universidad de Berlín, para ver cómo salimos parados en esta etapa general de refiguración general del campo de las humanidades.